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5 Lorcas encadenados
Una representación inolvidable

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Escena del Teniente Coronel de la Guardia Civil

La Escena del Teniente Coronel de la Guardia Civil, que junto con El diálogo del Amargo, concluye el Cante Jondo, no era de fácil representación, por el tema y por su brevedad. Necesitaba mucho equilibrio entre lo humorístico y lo trágico, ya que hubiera podido caer fácilmente en lo farsesco, lo patético y quizás en lo tópico, tratándose de la Guardia Civil. La vasta experiencia de Joan Baixas en el teatro de figuras y teatro visual con su compañía La Claca, fue seguramente lo que le llevó a encontrar la clave idónea para esta puesta en escena. “Vi claramente”, declara el director, “que toda la esencia brutal de este poema podía traducirse a signos visuales sin perder su intensidad, sin traicionarla”, y añade: “pasar del humor a la tragedia en siete minutos es algo que obliga a un duro trabajo de síntesis”. Síntesis que consigue exagerando los mismos recursos retóricos de la escena lorquiana: la reiteración, la elipsis, los silencios. La repetición, por ejemplo, apenas aludida en el texto (tres veces) de la identidad del teniente (“Yo soy el teniente coronel de la Guardia Civil”) se reitera en la escena casi veinte veces, rítmicamente marcada en un crescendo enfático que llega a lo paroxístico. Una repetición que ayuda a enlazar los diversos elementos teatrales sonoros, visuales y semánticos.

Los militares tienen una pátina antigua de soldaditos de plomo, son de un color uniforme, bruñido, metálico, como si fueran elementos del escenario. El teniente no se mueve de su pedestal y el sargento se desplaza por líneas geométricas y con movimientos mecánicos muy marcados a lo largo de un fondo oscuro (fig. 12 y fig. 13). Baixas declara de haber “trabajado en este texto como si se tratara de visualizar un poema a través de las técnicas del «spot publicitario», a través de «flashes» cortos y muy definidos en su intención”. La figura del Teniente es un homenaje a Valle: se identifica con el propio papel, sus títulos y medallas. Como si no creyera en su propia existencia, repite la misma frase y quiere que el Sargento se la confirme: “Yo soy el teniente coronel de la Guardia Civil”, “Tengo tres estrellas y veinte cruces” y se relaciona con personajes institucionales parecidos: “Me ha saludado el cardenal arzobispo con sus veinticuatro borlas moradas” (fig. 14). No por casualidad el Teniente necesita afirmar su identidad por última vez después de un intercambio de miradas: la de “mulo joven del gitanillo” que confunde la de sus “ojirris”, leemos en la acotación. Rompe la rígida, pobre y reiterada argumentación del Teniente, mientras el sargento solo puede contestar con un “Sí” o con un “No” obligatorios, un canto inesperado que sale de un carillón: una caja de habanos donde bailan en la tapa un Romeo y una Julieta abrazados. Una manera acertada de dar concreción a la acotación, quizás el pasaje más problemático y sorprendente del texto: “Romeo y Julieta, celeste, blanco y oro, se abrazan sobre el jardín de tabaco de la caja de puros. El militar acaricia el cañón de un fusil lleno de sombra submarina. Una voz fuera”. Los versos que se escuchan de una voz femenina “Luna, luna, luna, luna” traen a colación, de manera provocadora, para que esté alerta, a otra figura: “Señor alcalde, sus niñas están mirando a la luna”; alcalde sutilmente aquí incluido para completar el cuadro institucional militar, religioso y civil. Y es emocionante y revelador del alma contradictoria del Teniente, en el único momento en que queda solo, su gesto de acercamiento, casi de abandono a la música del juguete que tiene delante, debilidad de la que se recupera enseguida al entrar en escena el Sargento con el Gitano. De hecho, el ritmo perfecto, creciente, de un diálogo vacío, marcado por la música de Paca Rodrigo, en una luz difuminada que solo enfoca detalles, la rigidez de los actores muñecos que encarnan a los militares, añaden sentido y resaltan la fluidez y naturalidad del Gitano en la segunda parte de la escena.

En la escritura lorquiana, la figura del gitano representa siempre la libertad y la poesía misma, según la lección cervantina; el Gitano entra en esta breve escena para demostrarlo. Con sus respuestas descoloca totalmente al Teniente que quiere conocer su nombre, su ubicación y su actividad. Al joven le basta con su nombre de gitano y con estar en un lugar de comunicación y de movimiento como “en el puente de los ríos”13, con poder hacer “una torre de canela” y con dejar volar la fantasía: tener “azufre y rosa” en los labios, “nubes y anillos” en la sangre, “azahar” en enero y “naranjas en la nieve”. Sus afirmaciones “poéticas” y asombrosas pertenecen a otro mundo y son para el Teniente como balas que le entran en el cuerpo, causándole un dolor que expresa con un “pin, pun, pan” de auténtico muñeco. Cada una va marcada por un grito de dolor, siempre en crescendo: “¡Ay!”, “¡Ayy!”, “¡Ayyyyy!”, que acompaña el doblegarse del Teniente muñeco, que cae muerto al suelo; su “alma de tabaco y café con leche sale por la ventana”, se nos explica en la acotación. Se realiza así en las tablas una prueba concreta del poder de la poesía; como espectadores tenemos la certidumbre de que la palabra, a veces, puede matar.

En su puesta en escena, Baixas resalta, en sus mismas palabras, la formidable “labor de síntesis que Lorca ejerció en esta pieza, su poder de concentración para, en pocas frases, mostrar tan claramente la estupidez y brutalidad del poder” que en la figura de “cuatro guardias civiles” apalean a muerte al Gitano. La Canción del gitano apaleado a lo lejos concluye la representación.

El diálogo del Amargo

El diálogo del Amargo es la esencia, la síntesis y la suma de todos los diálogos, por ser el encuentro con la muerte: el diálogo final e inevitable de cada individuo. De ahí viene su potencia, su fascinación y la dificultad de expresarlo y de representarlo en tanta brevedad, como lo ha sabido construir Lorca. El personaje del Amargo, camino de Granada, encuentra a un Jinete, imagen recurrente de la muerte en la poesía lorquiana, que le quiere acompañar, llevar a Granada en su caballo. El objeto del diálogo, anillo de conexión entre los dos, es el cuchillo de oro del jinete que matará al Amargo.

Jinete.‒ Los cuchillos de oro se van solos al corazón. Los de plata cortan el cuello como una brizna de hierba.
Amargo.‒ ¿No sirven para cortar el pan?
Canción de la madre del Amargo.‒ [...] Día veintisiete de agosto/ con un cuchillito de oro. (...)

El director resuelve la escena poniendo al principio los dos bultos en dos focos redondos, que se mueven sobre el fondo obscuro como si fuera una pantalla para la presentación de los protagonistas de una película, y como si no tuvieran peso, hasta colocarles en la justa posición, frente al público, el Amargo como si anduviera a pie y el Jinete en su caballo, dialogando (fig. 15).

La música acompaña la escena con un sonido agudo, metálico, ritmado, como el de un martillo en una fragua, o del latido del corazón en un monitor cardíaco. Un compás que mide el tiempo del universo, que se manifiesta en las estrellas que los dos van viendo, a las que se unen las lucecitas de Granada al acercarse a la ciudad. Todo se consuma en pocos minutos en la sincronía de lenguajes: luces, sonidos, silencios, palabras esenciales y movimientos de una recitación medida y eficaz, sobretodo la del ayear de un Antonio Banderas que captura la atención con su grito digno de un cantaor (fig. 16).

Cuenta Gerardo Vera que se plantearon la posibilidad de señalar “la cercanía de Granada con un firmamento de estrellitas rojas”, un signo más poético que los pilotos de seguridad de un plató distribuidos de manera geométrica. Pero al final se decidieron por “un signo funcional, de acuerdo con la poética propuesta”, que seguramente permite una lectura clara y coherente.

En el final, las dos figuras de perfil –la cabeza del Amargo en el grito final apoyada al pecho del Jinete que acaba de clavarle el cuchillo–, vuelven a moverse suspendidas y planas en la pantalla de fondo, con una evidente cita picassiana de uno de los perfiles de Guernica con el cuello estirado y la boca abierta hacia arriba.

El Retablillo de don Cristóbal

Al concluir el espectáculo volvemos a “la vieja esencia del teatro”, al juego infantil de Federico: los títeres, que han atravesado toda su obra y le han acompañado en su vida. El Retablillo de don Cristóbal lo escribe el dramaturgo en su madurez, en 1931. Como recuerda al público el Director, al cerrar la representación, El Retablillo se estrenó en la Feria del Libro de Madrid de 1935, a las siete de la tarde, en el Paseo de Recoletos, esquina Colón, donde la Compañía de guiñol La Tarumba montó una función que se trasmitió por altavoz, que presenció Federico García Lorca (La Nación, 11 de mayo, de 1935).

Oportunamente, los 5 Lorcas 5 se cierran con este texto, que une en una fórmula sólida e innovadora –un acto único sin escenas– facetas fundamentales de la producción del dramaturgo: lo popular de las farsas, el guiñol, la soltura en el tratamiento del material, impensable sin la experiencia de las Vanguardias y su reflexión crítica sobre el teatro como vivencia poética colectiva, artística y social. El texto es de por sí un concentrado precioso y divertido de expresiones populares, retahílas, dichos, que lucen en el diálogo ritmado e infantil de los títeres, entrelazados como son por la maestría del autor, que como pocos conocía el patrimonio de la literatura popular española. José Luis Alonso, que dirigió este montaje, quiso que la aptitud de los personajes fuera muy verde, divertida y, por otra parte, en la entrevista a J. P. Herráiz, recuerda este parlamento del Poeta: “«La luna es un pan para los pobres y un taburete de raso para los ricos». Para unos se trata de algo necesario, vital; para los otros, de una frivolidad. En esta frase, dicha por el Poeta, está condensándose toda la materia social de la obra”.

Cabe añadir que el Retablillo de don Cristóbal. Farsa para guiñol lleva el subtítulo de “Prólogo hablado”, marbete que estructura el texto, ya que acaba con un epílogo concebido como parte integrante, continuación o segunda versión del mismo prólogo. El Director y El Poeta, intérpretes de las dos almas económica y artística de la vida teatral en sí y al mismo tiempo de las dos almas de Federico García Lorca –la de poeta y la de hombre de teatro–, se dirigen al público: el primero con un “Señoras y señores...”, y el segundo con “Hombres y mujeres. Atención, niño, cállate”, marcando ya una distancia que no necesita comentario. Los dos permanecen en escena durante toda la función y a veces intervienen, poniendo al desnudo las potencialidades de la pieza, que el dramaturgo sabe aprovechar con finura:

DIRECTOR.‒ Usted como poeta no tiene derecho a descubrir el secreto con el cual vivimos todos.
POETA.‒ Sí, señor.
DIRECTOR.‒ ¿No le pago su dinero?
POETA.‒ Sí, señor; pero es que don Cristóbal yo sé que en fondo es bueno y que quizá podría serlo.
DIRECTOR.‒ Majadero. Si no se calla usted, subo y le parto esa cara de pan de maíz que tiene...
[...]
DIRECTOR.‒ [...] ¿Cuánto le debo?
POETA.‒ Cinco monedas.
DIRECTOR.‒ Ahí van.
POETA.‒ No las quiero de oro. El oro me parece fuego y yo soy poeta de la noche.
Démelas de plata. Las monedas de plata parece que están iluminadas por la luna.
DIRECTOR.‒ ¡Ja, ja, ja! Así salgo ganando. A empezar. (II, 676-678).

13 Son ambos elementos recurrentes en la poesía de Lorca.