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5 Lorcas encadenados
Una representación inolvidable

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El tema de la paternidad frustrada se manifiesta, por antífrasis irónica, en la primera secuencia del parricidio, que se acompaña al canto del gallo, ave que, por tradición, anuncia el nuevo día y, como tal, símbolo de la vida que se renueva, símbolo de fertilidad. La imposibilidad de la procreación debida a la homosexualidad es un tema recurrente en la poética lorquiana, que se repercute también en la esterilidad de las mujeres (lo vemos en Yerma); una “simiente podrida” que lleva a la muerte y que a veces, “se expresa metafóricamente mediante la muerte de un niño"6, tanto en algunos poemas como en el teatro (Así que pasen cinco años, El Público). Estos versos casi parafrasean la escena: “Mis hijos que no han nacido/ me persiguen. [...]/ el más chico viene muerto [...] / Canta el gallo” (“Arco de lunas”, I, 915). La salida de Buster Keaton a escena mantiene la pureza infantil del personaje, arrastrando las siluetas muñequizadas de sus cuatro hijos, alineados en fila, como si se tratara de una tira de papel recortado, que van de la mano en un carrito. Por otra parte, la bicicleta (fig. 5) introduce el motivo del autoerotismo (a lo mismo alude la máquina Singer), conectado con el de la mano, elemento muy presente también en los dibujos, y de los grandes guantes blancos que lleva Buster Keaton. Y cabe recordar que Lorca, en la famosa carta a Fernández Almagro, anuncia la pieza con el título de “Diálogo de la bicicleta de Filadelfia”, lugar donde se sitúa la pieza.

La extrema sensibilidad del personaje se manifiesta en su goce del paisaje, del canto de los pájaros, de que su bicicleta es “la única empapada de inocencia”. Cuando se le escapa y cae, Buster Keaton persigue a dos grandes mariposas, emblema, desde la época clásica hasta el simbolismo, de la unión amorosa y de una sensibilidad refinada e infantil. Pero el color gris de estas mariposas remite, una vez más, a la imposibilidad del amor, como en El maleficio de la mariposa, es decir a la ceniza, a la muerte. En la escena, la gran redecilla blanca recuerda a la de Buster Keaton en The Paleface, cuando va a atrapar insectos en la reserva. Otras evidentes asociaciones sexuales se concentran en el diálogo entre Keaton, que queda sorprendido por los zapatos de cocodrilo, y la Americana, quien le pregunta si tiene “una espada adornada con hojas de mirto”, arbusto símbolo de lo femenino, y “un anillo con la piedra envenenada” (fig. 6). En fin, la Americana, expresión de una burguesía insensible, arrogante e insultante, le está preguntando por su virilidad. Buster, en cambio, se expresa sobre el amor con un suspiro (“¡Ay amor, amor!”), con el silencio (“No quiero decir nada. ¿Qué voy a decir?”) y con un deseo (“Yo quisiera...”). Un deseo que la Americana no escucha y confunde con sus preguntas. Nadie quiere escuchar el deseo inexpresado y profundo de Buster: “Quisiera ser un cisne. Pero no puedo, aunque quisiera”, donde el cisne representa lo masculino y lo femenino, la libertad de ser las dos cosas a la vez, mientras que la sociedad burguesa impone un papel y el respeto de sus cánones. Por eso el mismo Keaton se pregunta cómo podría deshacerse de los emblemas de los atavíos burgueses: “¿[...] dónde dejaría mi sombrero? ¿Dónde mi cuello de pajarita y mi corbata de moaré?”. Guillermo Montesinos, el actor que encarna a Keaton, interpreta bien este momento de reflexión, de ensimismamiento, o de monodiálogo (para utilizar términos unamunianos que bien sintetizan el sentido de este estado de ánimo del protagonista) que se resuelve en un largo silencio. La representación lo traduce en música, mientras Buster baila trasoñado, con unos pasos de bailarina clásica, debajo de un cono de luz. Otro motivo, de la época más que lorquiano, sale de una voz en off que le grita “Tonto”. Y la acotación remarca el término (“Sus ojos de niño tonto”), siendo quizás éste el primer tonto de una larga serie7. Es un momento de gran intensidad poética del espectáculo, de profunda reflexión sobre el ensimismamiento de este personaje que, “como una bestia recién nacida”8, sueña “lirios, ángeles y cinturones de seda”. El Poeta, personaje escénico, la describe mientras un cello evoca pensamientos íntimos y deseos inexpresados.

Es interesante la presencia del Ruiseñor en la escena final, encarnado por Una Joven en bicicleta con cabeza de ruiseñor (fig. 7); una figura que remarca la melancolía de Keaton, en contraste con el ruiseñor mismo, una de las presencias más codificadas en toda la obra lorquiana, emblema de vitalidad, como lo es el Gallo de la primera escena (Ambrosi-Profeti, 1979, 37-38, 51, 120-123, 140-141).

En el espectáculo, un uso acertado y muy preciso de la luminotecnia alterna una luz difuminada a un foco vertical, blanco, que sigue a Buster Keaton, y en algunos momentos al Poeta (fig. 8). Otro foco horizontal, cálido, se suma para iluminar a los demás personajes, cuando un viento fuerte los empuja al paño. Es justo señalar el acierto de la dirección en el momento en que le da una evidencia concreta a un símbolo erótico tan presente en la poética lorquiana como es el viento9. La representación recrea, además, en algunas escenas, un clima vanguardista donde el espacio se amplía hacia arriba, ocupando no solo las tablas. Lo vemos con la bicicleta que sube en vertical, en “el loro que revolotea en el cielo neutro” que substituye quizás al búho (que está sólo en el reparto y no en el texto lorquiano). Algunos momentos de la representación recuerdan otras obras de los años 20 repletas de animales, concebidas como teatro ballet, pantomimas, con un sentido del espacio global, llenas de objetos, como el gramófono, que tienen la misma importancia que un personaje: “Un gramófono decía en mil espectáculos a la vez: «En América hay ruiseñores »” (...), en las que imágenes como la del otoño que “ha invadido el jardín como el agua al geométrico terrón de azúcar”, la de “la chica con cabeza de ruiseñor” remiten a obras de otros dramaturgos de la generación del 27. (Pienso en el Don Lindo o Los Filólogos de Bergamín, por ejemplo o en el Colorín colorado y El auto de fe de Rafael Alberti). Muy acertadamente, José Monleón, en la entrevista citada, subraya el aspecto experimental del montaje que “contiene referencias a los grandes montajes europeos [y...] entronca en una tradición plástica y escénica interrumpida en España por razones históricas”.

De El paseo de Buster Keaton dice el director Lindsay Kemp: «Yo he querido, aprovechando la invitación del CDN, ofrecerle al público y a Federico lo que veo cuando leo ese texto, proyectar en el escenario los colores, los ritmos, la música y las imágenes de circo, surreales, que no tienen ninguna explicación naturalista ni cumplen una función narrativa». De hecho, el montaje sigue la línea de sucesión cronológica de las imágenes y de los parlamentos del texto lorquiano y traduce al lenguaje más adecuado las indicaciones de las acotaciones, empezando desde la primera. Y afortunadamente, no intenta explicar nada, sino resaltar la poética lorquiana. Como bien explica Kemp, «El paseo de Buster Keaton es una poesía y también una especie de guion para una película del Buñuel surrealista. El espectáculo es el desarrollo de la película que quizás imaginó Lorca y de la que he imaginado yo leyendo su poema». Para concluir, me parece interesante señalar una observación crítica de Lluís Pasqual sobre las modalidades del surrealismo lorquiano con respecto a sus compañeros, que desde luego no las aceptaban, porque no las entendían:

Creo que el nivel del primer Buñuel o de Dalí es muy fuerte, pero por el contraste de imágenes. Sin embargo, no hay una verdadera y absoluta implicación con lo que están haciendo. En Lorca sí. Él se implica totalmente y consigue con ello llenar de contenido ciertos vacíos y cierta autocontemplación que tiene el surrealismo. Por eso no le entendían. Era demasiado denso. Demasiado verdad. (...)

La doncella, el marinero y el estudiante

La doncella, el marinero y el estudiante es un texto que pertenece a los Diálogos, según lo que el mismo autor escribe en la carta de 1925 antes citada: «Hago unos diálogos extraños... Ya tengo hechos La doncella el marinero y el estudiante...» (Nota 3). Desde el punto de vista dramático, quizás sea ésta la pieza con una estructura más débil. El director José Luis Castro considera el texto como unos diálogos eslabonados por “la fantasía de una adolescente que se encuentra en el despertar del sexo” –de hecho, el hilo argumental de la pieza–, que el director pone en escena, consciente de enfrentarse con una obra donde, dice, se juntan muchos de los temas lorquianos “y además, su estructura y el tratamiento del lenguaje la colocan muy cerca de lo que se ha llamado «teatro imposible»”.

La escenografía se estructura alrededor de la sábanas, entre las que despierta la doncella y con las que baila; sábanas que remiten también al ajuar que la joven está bordando para sí misma y que se transformarán luego en olas del mar (fig. 9). Lógicamente, la música de Paco Aguilera “se convierte en uno de los elementos fundamentales del espectáculo”, como reconoce el director, que equilibra y entrelaza los varios lenguajes10. El texto es sugerente desde el primer parlamento, que evoca perfumes y sabores que, tratándose de caracoles, adquieren una valencia erótica: “Caracoles. Se guisan con hierbabuena, azafrán y hojas de laurel”. Son las palabras de la Vieja que despiertan a la Doncella. Es el primer encuentro de la protagonista al que seguirá, orillas del mar, el conflicto con un marinero y luego con el estudiante (fig. 10). A lo largo de la pieza, como se verá, se va reforzando un campo semántico que hace referencia, una vez más, a la sexualidad, esta vez en su vertiente femenina y se centra en la simbología del agua: -sábanas-mar-agua-llanto-lluvia (Ambrosi-Profeti, 123-126 y ss.).

La Vieja que la Doncella encuentra ejerce de alcahueta (como Marcolfa en el Perlimplín, la Vieja pagana en Yerma o el Ama en Doña Rosita...). Lo expresan sus ademanes, sus preguntas y el doble sentido que le da a cada palabra que pronuncia. De los grandes caracoles negros asegura que “cuatro de ellos pueden con una culebra”; mientras que a la ingenua doncella le parecen “amontonados en la cesta, una antigua ciudad de la China”. Las luces incluso focalizan detalles que exaltan elementos que tienen una referencia erótica: la cesta de los peces, por ejemplo, o un foco rojo centrado en la carta que hace soñar a la doncella.

En el ajuar que está preparando, la protagonista proyecta sus propios sueños. Su libertad de soñar, todavía no reprimida como la de otras mujeres lorquianas frustradas, que se entretienen en este quehacer tradicional11 (desde la monja gitana del Romancero a las hijas de Bernarda Alba), le permite todavía expresar su deseo amoroso según lo que siente y, llena de esperanza, baila y borda en su ropa “todo el alfabeto [...] para que el hombre que esté conmigo me llame de la manera que guste”. La taimada Vieja, en cambio, la trata de sinvergüenza, insinuando así una sospecha en la Doncella (fig. 11). En el repertorio femenino de los personajes lorquianos no puede faltar la Madre, siempre preocupada, que solo hace una pregunta: “Hija, hija. ¿Estás llorando?”. Frase que se amplía en las imágenes de un llanto que se vuelve universal, reflejándose en la Naturaleza. “No. Es que empieza a llover”, contesta la hija. Atmósfera que vuelve en la gran luna-lágrima que cierra la función. Por otra parte, en esta pieza se presta mucha atención a lo físico, ya sea femenino o masculino:

Marinero: ¡Qué hermosos muslos tienes!
Doncella: De niña monté en bicicleta.
Marinero: Yo en un delfín.
Doncella: También eres hermoso.
Marinero: Cuando estoy desnudo. (...)

Pero no hay pasión entre la Doncella y el Marinero, ni con el Estudiante, que viene con sed, sin saber bien de qué. En este sentido, estos personajes recuerdan a los protagonistas del teatro imposible. Viven como en mundos separados, pero con el mismo interés y curiosidad por descubrir el sexo. Parecen proyectarse en ellos algunas problemáticas de los futuros protagonistas del teatro bajo la arena. Conecta con este aspecto la acotación final en la que “Emilio Prados y Manuel Altolaguirre12, enharinados por el miedo del mar”, alejan a la Doncella de la barandilla de su balcón donde “piensa dar un salto desde la letra z [de su ajuar] y lanzarse al abismo”, que en este contexto parece ser el abismo de la sexualidad, un mundo obscuro, asombroso, difícil de descubrir en el ámbito social y familiar al que alude García Lorca. La representación parece dejar el final abierto, aunque melancólico, en sintonía con el gusto onírico y simbolista de la pieza, sintetizado en la luna lágrima que cierra el cuadro. A este propósito, Gerardo Vera da cuenta de un trabajo de limpieza que llevó a cabo con el director, que también es escenógrafo, para que la escena no se transformara en “un universo excesivamente barroco”, considerando también la brevedad de la pieza. Concordaron al final en resaltar las imágenes del mar y de la luna lágrima que cierra la representación.

6 Baste recordar la Gacela del niño muerto. Véase Ambrosi-Profeti: 128-134; Ferrán: 631.

7 “Yo era un tonto y lo que he visto/me ha hecho dos tontos; no sé/ si he de acertar el camino”. Dice el gracioso en La hija del aire de Calderón. Alberti escoge el título para sus poemas Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), y Antonio Paso y Tomás Borrás estrenaron la farsa El tonto más tonto de todos los tontos. Sobre el tema, véase también: Welles 1983. Cabe recordar que Rafael Alberti dedica este texto a estos maestros del cine mudo, los mismos que citaba Buñuel en sus memorias. Como epígrafe A Rafael Alberti preocupa mucho ese perro que casualmente hace su pequeña necesidad contra la luna, pone el “Telegrama de Harry Langdon a Ben Turpin”, que empieza con “Filadelfia”, donde sitúa Lorca a su Buster Keaton. Quiero decir que los “ojos tontos” lorquianos son de tres o cuatro años antes. Y que “tonto” es un lema que Lorca usa poquísimo con la misma connotación: cuatro veces, dos aquí, en la Zapatera y en Doña Rosita (Pollin 690).

8 La misma imagen, aunque en versión irónica, se encuentra en el parlamento del Duende 2 en Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín: “El alma de Perlimplín, chica y asustada como un patito recién nacido, se enriquece y sublima en estos instantes. (Ríen)” (II, 475).

9 Desde el “viento-hombrón” que persigue Preciosa, en el Romancero, al que recorre el Diván, esta presencia se mantiene viva en toda la obra de Lorca. Remito a Ambrosi-Profeti, 65, 98, 100, 129 y Feal Deibe.

10 Otro aspecto significativo sonoro de la pieza lo evidencia Julio Huélamo, que con generosidad ha puesto a mi disposición unas notas no publicadas: “uno mínimo y de naturaleza acústica: me refiero a la presencia de una canoa automóvil que, como indica el texto, «cruza la bahía dejando atrás su canto tartamudo» elemento hodiernista, quizá tributo del ultraísmo, que choca con la dimensión mítica y literaria, atemporal, de los personajes”.

11 Julio Huélamo oportunamente pone de relieve la influencia del neopopularismo en la recepción de temas folklóricos (La muchacha que borda). Sobre el tema, véase también: Devoto.

12 Hay que añadir que en la interpretación de Huélamo: “la aparición de Manuel Altolaguirre y Emilio Prados al final de la obra, al margen de posibles concomitancias pirandellianas o cervantinas, muestra una orientación distanciada e irónica con respecto al devenir mismo de la obra que, si por un lado consigue eludir la afección sentimental, por otro hace «rebotar» los moldes tradicionales de la pieza sobre el arte y el mundo modernos, plegados a lo lúdico, que ambos poetas representan”.