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1. MONOGRÁFICO

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1.4 · ESCENOGRAFÍA PARA LA COMPAÑÍA NACIONAL DE DANZA (1979-2013)


Por Idoia Murga Castro
 

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2. DE MARÍA DE ÁVILA A MAYA PLISÉTSKAYA: REPENSAR LOS CLÁSICOS (1983-1990)

La etapa de María de Ávila al frente del Ballet Nacional de España/Clásico tuvo lugar entre 1983 y 1986 (Elvira, 2000). Se caracterizó por prescindir del repertorio más contemporáneo para volver a los clásicos del gran ballet académico desde Marius Petipa, con el estreno de fragmentos de El lago de los cisnes (Cisne negro, 1985), Don Quijote (Paso a dos, 1984) y El corsario (Paso a dos, 1984). En la mayoría de estos casos no se disponía ningún decorado, para concentrar toda la atención en la interpretación de los solos y pasos a dos de los bailarines. El abanico clásico también ofreció obras de Antony Tudor y Georges Balanchine, como Jardín de lilas (1983) y Serenade (1984), respectivamente. Por un lado, la primera había sido un icono del surgimiento del ballet británico que llevó a cabo la Rambert Dance Company en 1936. En el estreno en Madrid se rescataron tanto la escenografía como el figurinismo diseñados originalmente por Hugh Stevenson para la primera presentación londinense. Se trataba de una interpretación histórica bastante fiel de la atmósfera eduardiana que recreaba el argumento escrito por el propio Tudor, completado con la música de Ernest Chausson. Por otro lado, el célebre ballet de Balanchine estrenado en unas fechas similares –1934–, se diferenciaba con el anterior en una concepción desnuda del escenario para mostrar la sutileza de la danza clásica que ejecutaban las bailarinas vestidas con románticos de tul que había diseñado Barbara Karinska para la School of American Ballet.

En esta etapa del Ballet Clásico Español se presentaron algunos estrenos absolutos coreografiados por Ray Barra, quien iba a desempeñar una importante función poco después, cuando en septiembre de 1986 se hizo cargo de la dirección artística tras la renuncia de María de Ávila. Este bailarín estadounidense de padres españoles se había formado en compañías como el American Ballet Theatre, el San Francisco Ballet y el Stuttgart Ballet, donde se inició como coreógrafo por decisión de John Cranko. Ya en España, la primera de sus intervenciones más destacadas fue Poema divino (1985), con música de Alexander Scriabin. El propio Barra se encargó de diseñar unos sencillos decorados y figurines, que se completaron con la iluminación de Freddy Gerlache. El año siguiente, Barra montó Nocturno, con partitura de Antonín Dvorak. Aunque el diseño de luces estuvo de nuevo a cargo de Gerlache, en este caso, se encargó la escenografía a una diseñadora afincada entonces en Nueva York, Parmelee Welles Tolkan, con la que el coreógrafo trabajaría en distintas producciones.

No obstante, la intervención más cuidada de estos años desde un punto de vista escenográfico fue el estreno absoluto de la versión de Ray Barra del Cascanueces en el Teatro Calderón de Valladolid el 7 de diciembre de 1986 [Fig. 2]. Se trataba de la primera vez que la compañía interpretaba un ballet clásico íntegro. Su escenografía y figurinismo fueron encargados a José Ramón Sánchez [Fig. 3], un pintor y dibujante cántabro dedicado a la ilustración, la publicidad y los dibujos animados, colaborador en revistas de cine y programas de televisión6. Estas experiencias previas conocedoras del universo infantil permitieron al artista desplegar todos sus recursos en este tradicional cuento navideño cuyo libreto Barra había modificado –sin mucho éxito, al decir de los especialistas. La versión del Cascanueces de Barra no logró convencer a la crítica en su conjunto, que opinó que la falta de atino en el planteamiento general y el desarrollo coreográfico afectaron de alguna manera a la propuesta escenográfica. Roger Salas (1986), por ejemplo, concluyó que la escenografía había sido “mal confeccionada y solo se salva el primer cuadro. Sánchez ha sorteado con fortuna su primera incursión en el ámbito del diseño de ballet, aunque la insistencia de Barra en concretar la acción en el realismo dificulta y merma su fantasía”.

Barra continuó como director estable hasta 1990, aunque en diciembre de 1987 la reputada bailarina rusa Maya Plisétskaya fue nombrada directora artística de la compañía, la cual pasó a denominarse Ballet del Teatro Lírico Nacional. Con ella llegaron a España Valentina Savina y Azari Plisetski, designados adjuntos a la dirección y maestros de ballet. El cambio de rumbo trajo consigo otra manera de enfocar el repertorio y, con él, la puesta en escena, tal y como expresó la propia Plisétskaya en los programas de mano (Ballet del Teatro Lírico Nacional, 1988, p. 31):

Me he propuesto, sobre todo, atraer la atención el público hacia esta compañía jovencísima y muy capaz. En España no ha habido una tradición, un culto hacia el ballet clásico. A mí me interesa aportar ese bagaje, y al mismo tiempo imprimir el empujón definitivo al Ballet del Teatro Lírico Nacional: llamar la atención, crear casi una sensación de shock, de excepcionalidad, para que luego, cuando yo me haya ido, persista ese interés y la compañía pueda seguir su propio rumbo. Quiero crear junto a estos bailarines una “marca” un perfil único que les ayude a sobresalir en el mundo.

Paradójicamente, ninguna de las coreografías presentes en el repertorio de la compañía durante esta etapa recayó en nombres españoles. Las obras elegidas recuperaron clásicos de Petipa, como Paquita (1988), que se estrenó con decorados, figurines y puesta en escena de Savina y Plisetski, o Raymonda (1987), con escenografía y figurinismo de Pedro Moreno. Este último, un reputado artista madrileño con experiencia en teatro y cine, colaboró en varios espectáculos durante el año 1987, diseñando los decorados y trajes de Las sílfides de Fokine, Tema y variaciones de Balanchine y dos nuevos ballets de Barra: La espera (Antes del albor) y Romanza. Actualmente es una figura imprescindible de la plástica escénica y cinematográfica española, miembro de la primera generación con nuevos planteamientos estéticos y espaciales fuera del concepto del pintor-escenógrafo (Peláez, 1995, p. 228). Moreno también realizó escenografías para ópera, así como para obras de teatro griego, de Calderón, Strindberg y O’Neill (“Censo incompleto de escenógrafos españoles”, 1986, p. 58). Entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio Adrià Gual de figurinismo que concedió ADE en 2004 por su trabajo en Yerma.

Entre las piezas clásicas de esta etapa, destaca la versión de La fille mal gardée de la propia Plisétskaya, con escenografía y figurinismo de Simón Suárez, estrenada en 1989. Este importante artista plástico, director de escena y actor llevaba a sus espaldas un extenso recorrido en el teatro y la ópera (Torres, 1996). Reconocido con el premio ADE por La hora española, de Ravel, y Edipo Rey y El ruiseñor, de Stravinsky, dirigió destacados estrenos, como El viajero indiscreto de Luis de Pablo. Para Suárez, al decir de Francisco Nieva (2000, p. 151), la clave estaba en la resolución personal de una “totalidad teatral sin fisuras”. “Cada montaje debía cambiar de sistema, dependiente de aquello que se deseaba expresar”. Su diseño para el ballet de Peter Ludwig Hertel montado por Plisétskaya respondió a un planteamiento bastante convencional del espectáculo de danza académica, en la línea del tradicional realismo de herencia soviética.

Con el paso de los años era evidente que, poco a poco, la atención a las cuestiones escenográficas iba ganando fuerza en la historia de la compañía. Además de las intervenciones de Moreno y Suárez, se encargaron diseños de decorados y trajes a artistas extranjeros. Así, en 1988 Parmelee Welles Tolkan repitió colaboración con Ray Barra en Hoja de álbum. Ese mismo año, al escenógrafo y director de escena argentino Hugo de Ana se le encomendó el diseño plástico de María Estuardo, un ballet con coreografía de José Granero y música de Emilio de Diego y Víctor M. Martín Rubio inspirado en la soberana inglesa (Plisétskaya, 2006, pp. 399-401)7.

En 1989 Béjart volvió a aparecer sobre el escenario español, cuando la bailarina rusa eligió su célebre pieza Bhâkti. Montada sobre música tradicional india, contaba con figurines al cuidado del artista, bailarín, director de escena y diseñador de decorados y trajes Germinal Casado. Una vez más, en el escenario desnudo destacaban poderosamente los eclécticos movimientos de los bailarines vestidos con mallas de tonos rojizos y anaranjados. Asimismo, en esos años cabe reseñar dos intervenciones plásticas de Boris Messerer en 1988, un conocido artista ruso que era además el primo carnal de Maya y Azari. Suya fue la escenografía de Canto vital, una coreografía de Plisetski con música de Mahler que había estrenado el Ballet Nacional de Cuba en 1973. De Messerer también se vieron los decorados para la versión de Carmen coreografiada por Alberto Alonso para el Bolshoi en 1967.

No obstante, más interesante puede resultar la participación del artista Luis Caruncho en la escenografía del ballet Caín (1990), un estreno absoluto con coreografía de Ray Barra y música de Rafael Reina [Fig. 4]. Este pintor y escultor gallego, formado en arquitectura técnica y artes aplicadas, alcanzó gran renombre a partir de los años setenta enraizado en la abstracción geométrica como miembro del Grupo de Constructivistas Españoles. En los años ochenta fundó el Grupo Ruedo Ibérico junto con José Caballero, Álvaro Delgado y otros artistas y teóricos (Caruncho, 1992, pp. 43-44). Tal bagaje se plasmó sobre el escenario en un telón de fondo con un gran círculo negro, a modo de planeta con el que llenar de oscuridad el relato bíblico del primer asesinato de la historia. Sin quitar protagonismo a esa presencia plástica amenazadora, los bailarines vestían trajes que simulaban la piel, remarcando la vulnerabilidad de los cuerpos desnudos. Esta exploración de las formas geométricas circulares ganó presencia en su producción de los primeros años noventa, a la que se refirió Ramón Faraldo (Caruncho, 1992, p. 20):

En la última obra de Caruncho se emplazan sistemas circulares o giratorios, lisos o táctilmente erectos, sobre vastedades de alusión celeste, arenosa o crepuscular. En estos casos el resultado, sin concesiones a cualquier naturalismo servil o delirio ciencia-ficción, alcanza condición de paisaje estelar, de jubilosa sustancia planetaria, gozando y gozándose en venturosos infinitos, en altitudes habitables y lisonjeras; en sus áreas medianas.

Además de crear escenografías para obras de teatro –Porfiar hasta morir (1989) de Lope de Vega para Alberto González Vergel y Esta noche ¡gran velada! para el Centro Dramático de la Costa del Sol–, Caruncho trabajó para el Ballet de España Paco Romero en El amor brujo (1988), con coreografía de Antonio Ruiz Soler sobre la partitura de Falla, y La Celestina (1990), una pieza del propio Romero con música de Manolo Sanlúcar.

Por último, mencionaremos la única obra coreografiada por un artista español en este periodo, un estreno significativo por ser el primero de Nacho Duato, una figura clave en la historia de la formación. Así, Sinfonía india se presentó en el Teatro de la Zarzuela en 1984, unos meses después de su estreno absoluto por el Nederlands Dans Theatre, lugar de formación e inspiración del coreógrafo al abrigo de Jiří Kylián. Con una partitura del mexicano Carlos Chávez e iluminación de Joop Caboort, el conjunto se basaba en la idea de lo telúrico, en una atmósfera de tonalidades cálidas, de la tierra bañada por el sol. Por primera vez en el Ballet del Teatro Lírico Nacional se pudo ver una escenografía de Walter Nobbe, quien pasaría a ser uno de los más estrechos colaboradores de Duato en los años siguientes. Este artista indonesio afincado en Holanda se había formado en la Real Academia de las Artes de La Haya, hasta convertirse en un reputado pintor. Comenzó su faceta escenográfica en 1972, diseñando los ballets de Cliff Keuter y Kylián para el NDT. Su intervención en Sinfonía india emulaba una gran piel de animal colgada y tensada para secarse al sol, un recurso que recuerda la escenografía de Antoni Clavé para Peur, de Roland Petit, en 1956. Los figurines, en cambio, fueron diseñados por el coreógrafo valenciano, que buscaba darles un aire “campesino y rural” (Programa de mano, Ballet del Teatro Lírico Nacional. Teatro de la Zarzuela, 1987, p. 16). La colaboración de Nobbe y Duato fructificaría con éxito los años siguientes.



6 La fascinación por la danza que llevó al artista a esta primera experiencia escenográfica se evidenció dos años más tarde en la exposición de su obra plástica titulada Nijinsky y los Ballets Rusos, organizada en el Centro Cultural Conde Duque (“La vida de Nijinsky…”, 1988).

7 Véanse algunas fotografías del estreno y del trabajo entre Granero y Plisétskaya en Carrasco, pp. 54-55.

 

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