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1. MONOGRÁFICO

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1.4 · ESCENOGRAFÍA PARA LA COMPAÑÍA NACIONAL DE DANZA (1979-2013)


Por Idoia Murga Castro
 

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1. EL NACIMIENTO DEL BALLET CLÁSICO NACIONAL. VÍCTOR ULLATE Y LA HERENCIA DE BÉJART (1979-1983)

El Ballet Clásico Nacional convocó sus primeras pruebas selectivas en noviembre de 1978, que nombraron una Junta presidida por Maurice Béjart e integrada por Víctor Ullate como director artístico, Carmen Roche como directora adjunta, Antonio Gades como director del Ballet Nacional Español y María de Ávila como profesora de ballet clásico. Tras realizar las audiciones necesarias y preparar técnicamente a los bailarines, la compañía hizo su debut el 7 de septiembre de 1979 en Zaragoza y el 16 de octubre presentó su primer programa en el Teatro de la Zarzuela de Madrid4. Ya sus primeras propuestas seguían una clara línea marcada por Ullate, una estética muy próxima a los espectáculos de su maestro Béjart, con quien el coreógrafo aragonés había bailado durante más de catorce años en su Ballet du XXe Siècle:

Una vez conseguida la imprescindible preparación entre los elementos reunidos en el Ballet, decidí que actualmente el programa estuviese dentro del estilo contemporáneo, con la máxima preparación clásica en los componentes; para el estilo blanco o romántico hubiéramos tenido que depurar mucho más la técnica y no llevamos más que siete meses de existencia que es nada, para conseguir una formación depurada y muy poco para la homogeneización imprescindible, siendo además el número de los componentes 24 en total, insuficiente a todas luces para montar con propiedad cualquier Ballet blanco (Programa de mano del Ballet Clásico Nacional, temporada de ballet de 1979. Madrid, septiembre y octubre de 1979, p. 18).

En efecto, el repertorio planteado por Ullate en sus cuatro años de dirección se basó en la preparación técnica clásica para desarrollar un tipo de danza contemporánea en la estela del maestro marsellés. No sólo es posible encontrar coreografías del propio Béjart, como El pájaro de fuego (1979)5 y Cantata 51 (1981), sino también de Micha Van Hoecke, el entonces director de la École Mudra –el proyecto pedagógico que difundía la visión de la danza de Béjart desde 1970 en Bruselas–, que fue el autor de la pieza Aprendiz de brujo (1980). Igualmente, se presentaron obras de alumnos de Mudra e integrantes del Ballet du XXe Siècle: Maguy Marin, autora de Contrastes (1981), Olivier Perriguey, coreógrafo de Traverse (1980) y Alain Louafi, autor de Posesión (1981), entre otros.

Las puestas en escena de los ballets de Béjart han sido definidas como “el epítome de la idea expansionista”, en un tipo de espectáculos en la línea del “teatro total” que invadía estadios, plazas, grandes espacios al aire libre (Reynolds y McCormick, 2003, pp. 435-436). Estas propuestas no contaban con la escenografía tradicional de los grandes ballets, ni siquiera con el vestuario, que se simplificó al máximo (Danto, 2011, p. 190), una circunstancia sobre la que se le preguntó al propio coreógrafo en la visita que realizó a España en 1978 para actuar en el Palacio de los Deportes de Madrid y en los Jardines del Generalife de Granada (Marcos, 1978, p. 56):

Efectivamente, pero no he prescindido totalmente, ya que, como usted habrá podido comprobar, todavía empleo vestuario en algunos ballets, por ejemplo, en Petruchka. Pero me gusta la fuerza del cuerpo humano y que la línea pura del mismo pueda cantar sin la ayuda de estas cosas del siglo pasado, como el tutú, las perlas y las plumas, porque la verdad es siempre pura y desnuda.

Béjart creía que los decorados eran inútiles, que sólo entorpecían la percepción de la danza, la verdadera esencia del espectáculo. Esta fue la línea continuada por Ullate al elegir en la primera temporada del Ballet Clásico Nacional un éxito de Béjart de 1964: El pájaro de fuego, ejemplo perfecto de su proceso de desnudar la danza. El coreógrafo versionaba uno de los iconos de la renovación que llegó de la mano de los Ballets Russes de Sergei Diaghilev, estrenado en 1912 con partitura de Igor Stravinsky, coreografía de Michel Fokine y escenografía y figurinismo de Léon Bakst. En cambio, toda la carga folklórica rusa original, la profusa decoración que epataba al público y se mezclaba con el movimiento, eran descargadas por Béjart para subrayar sus elementos más vanguardistas. En el escenario negro sólo destacaban los bailarines, vestidos por sus fieles colaboradores Joëlle Roustan y Roger Bernard, en un ejercicio similar de simplificación plástica al proceso de desvinculación del argumento original, para inspirarse en la música pura de Stravinsky, para conseguir el “empleo de la emoción” y la expresión abstracta a través de la danza. Con ello, Béjart decía rescatar la esencia rebelde de 1912: “El Pájaro de Fuego es el Fénix que renace de sus cenizas. El Poeta, como el Revolucionario, es un Pájaro de Fuego” (Programa de mano, Ballet Clásico Nacional. Teatro de la Zarzuela, 16-21 octubre 1979; Fernández-Cid, 1979, p. 55).

La huella y la visión del maestro marsellés fueron un referente constante en esta etapa inicial del Ballet Clásico Nacional, hasta el punto de que algunos acusaron a Ullate de que la compañía era una “sucursal de Béjart”. Al coreógrafo francés le preguntaron precisamente por esta cuestión en una entrevista (“Béjart, la belleza del diablo”, 1981, p. 21) y contestó en los siguientes términos:

Pienso que ha de encontrar un repertorio propio, es lo único que le falta, porque Víctor es un gran bailarín y tiene dotes de dirección muy buenas. Este verano, vi actuar, en Granada, a la compañía y pude comprobar, que dentro de la misma hay elementos muy buenos […]; lo que les falta es encontrar un repertorio hecho para la Compañía; y una compañía no puede vivir del repertorio de las otras, ha de tener su propio repertorio.

Siguiendo unas pautas análogas a estos espectáculos sin escenografía, las obras creadas por Víctor Ullate en esta etapa en la mayor parte de los casos se limitaron a indicar quién era responsable del diseño del vestuario. Sin duda había una justificación estética al compartir la visión de Béjart sobre el protagonismo de la danza con respecto a las cuestiones plásticas, aunque también debemos tener en cuenta que en esos años los presupuestos en materia de cultura eran bastante escasos como para poder trabajar con grandes recursos escenográficos (Ullate y Guaita, 2013, pp. 267-268). Por primera vez, el propio coreógrafo apareció como autor del diseño de trajes en Rapsodia sinfónica (1981), una pieza con música de Joaquín Turina en la que las bailarinas vestían faldas de tul por debajo de la rodilla de tono malva en un conjunto que recuerda ballets de George Balanchine como Serenade. Con todo, generalmente el coreógrafo contó con la participación de profesionales con experiencia, como Rosa Barrenechea –figurinista de Albaicín (1981)– y Elisa Ruiz –Sinfonía sevillana (1982)–. Esta última era una artista habitual en el figurinismo de los años setenta y ochenta. Diseñó el vestuario de obras de teatro clásico, como El galán fantasma (1981) y La devoción de la Cruz (1987), de Calderón (Peláez, 1997, pp. 203, 205); teatro lírico, como Gloria y Peluca (1983), La verbena de la paloma (1983) y Chorizos y polacos (1984); y cine, como Ana y los lobos (1973) de Carlos Saura y Furtivos (1975) de José Luis Borau. También fue la escenógrafa de una de las mayores apuestas de Ullate en ese periodo, el ballet El Madrid de Chueca [Fig. 1], una “comedia musical con danza clásica” estrenada en el Teatro de la Zarzuela en octubre de 1982 (Efe, 1982, p. 48). Inspirada en el ambiente castizo de la capital, utilizaba piezas musicales de Federico Chueca, Ruperto Chapí y otros compositores de zarzuela, como La Gran Vía, Agua, azucarillos y aguardiente y El tambor de Granaderos (Rico, 1982). Por el colorido escenario aparecían chulapas, organilleros, lavanderas, toreros, paseantes, etc. combinando el imaginario madrileño más costumbrista con el vocabulario de ballet, danza moderna y contemporánea. La nota actual, tan propia de 1982, se conseguía por medio de la protagonista, una chica punk llamada Teclita, a quien la estatua de Federico Chueca “le hace comprender la importancia del género lírico español” tras cobrar vida (Efe, 1982, p. 48). El coreógrafo y director mostraba así con este ballet su voluntad por encontrar un sello propio, por medio de una obra que pide una lectura en clave de la Nueva Figuración madrileña.

En esta etapa, Ullate encargó escenografías a otros artistas. Así, uno de sus primeros colaboradores fue Freddy Gerlache, asistente de iluminación en el Ballet du XXe Siècle y otros grupos de danza y teatro hasta 1979, cuando se trasladó a España para convertirse en el director técnico de la compañía estatal. Aunque Gerlache estuvo al cuidado del diseño de luces de un gran número de obras, en los primeros años ochenta se ocupó también de la plástica de Rapsodia portuguesa (1981), un ballet con música de Ernesto Halffter, así como de Suite de Haydn (1982), ambos con figurinismo de Rosa Barrenechea. Otra de las propuestas más interesantes fue la del artista valenciano Vicente Peris, escenógrafo elegido para Metamorfosis (1980), una coreografía de Ullate sobre partitura de Ralph McDonald que poco después –tras su presentación en Nerja– pasaría a denominarse Fantasía coreográfica en la Cueva de Nerja (Metamorfosis). Peris es un pintor multifacético, interesado por la escena, la moda, el vídeo y la fotografía: “Para mí todo es plástica. La plástica está en todo. He aprendido mucho de la música, del teatro, del ballet” (Alberola, 2013). Sus obras de gran formato tenían una continuación lógica en las posibilidades ofrecidas por el escenario. La idea de la metamorfosis se desarrollaba a partir de la conjunción entre la tierra y el agua, un conjunto que no llegó a convencer a la crítica, que calificó la obra como “sin duda el más flojo de los montajes” de aquel programa (Doménech, 1980).

En suma, la primera etapa de la compañía había demostrado la intención de integrarse en las corrientes contemporáneas de una danza internacional, una labor que continuaría con modificaciones a partir de febrero de 1983, tras el nombramiento de María de Ávila como directora del Ballet Nacional de España y la dimisión de Ullate como director del Ballet Clásico Nacional. La tarea del coreógrafo aragonés no había sido sencilla, pues la creación de una compañía de danza requiere de sus tiempos para formar no sólo a los bailarines, sino también a un público que no había visto apenas danza clásica y contemporánea en España. A ello se sumó la complejidad de un periodo lleno de ilusión, que sentaba las bases de la nueva cultura democrática. Esto a veces produjo cierta ambigüedad e indeterminación tras la práctica de la tabula rasa en términos de repertorio, identidad y estética, frente a las cuales se contrapusieron nuevas perspectivas desarrolladas en los años siguientes.



4 Para la realización de esta investigación ha sido de gran ayuda el uso de la web del Centro de Documentación de Música y Danza, INAEM, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (Centro de Documentación de Música y Danza) dedicada a la primera etapa de la trayectoria del Ballet: Compañía Nacional de Danza 1979-1990, elaborada por Sabine Albiach Sträuber para el Conservatorio Superior de Danza de Valencia – Instituto Superior de Enseñanzas Artísticas de la Comunitat Valenciana ISEACV. http://musicadanza.es  (Consulta: 30/11/2013).

5 Las fechas entre paréntesis tras los títulos de las obras indican el estreno por la Compañía Nacional de Danza y no su estreno absoluto, que sólo se especifica en algunos casos.

 

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