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Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas:
la utopía que se hizo realidad

Por Rosa Alvares


Esa precariedad presupuestaria hizo que Guillermo Heras acuñara un lema que presidió su gestión durante los diez años que estuvo al frente del Centro: “Seamos realistas en lo económico y utópicos en lo estético”. Como ya hemos apuntado, dentro de esa utopía había un espacio para los lenguajes teatrales fronterizos, donde los elementos sonoros más puros convivían junto a los estrictamente visuales. Es cierto que, durante las primeras temporadas, la programación de la Olimpia ofrecía propuestas tan eclécticas que sirvieron a sus detractores como motivo de reproche. Tanta “dispersión” creaba en el espectador y, sobre todo, en la crítica, un desconcierto nada beneficioso para el Centro.

Poco a poco, ese utopia se fue clarificando hacia aquellos montajes donde la palabra era el elemento fundamental. En este sentido, la aportación del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas a la dramaturgia española es innegable. La política seguida por Heras fue la de potenciar al máximo a los autores españoles, en especial a quienes apostaban por una línea de investigación escénica, y a todos los jóvenes que no tenían fácil acceso a las salas de teatro. No vamos a ocultar que por el escenario de la Olimpia pasaron nombres de autores que casi han sido olvidados. Sin embargo, también apoyó a otros que, con el paso del tiempo, se han convertido en dramaturgos tan merecidamente reconocidos como Sergi Belbel, Juan Mayorga, José Ramón Fernández, Rodrigo García o Ernesto Caballero.

El Centro se empeñó en demostrar que la hipotética crisis de escritores para la escena era falsa, que existía una amplia nómina de creadores con historias que contar. De hecho, una de las primeras actividades que llevó a cabo fue un encuentro que reunió a cerca de setenta autores, quienes apoyaron abiertamente el proyecto de Heras. Dramaturgos vivos, con multitud de temas y estilos que aportar, en busca de una audiencia que les fuera propicia y de unos gestores culturales que les facilitaran el acceso a los escenarios. Sin duda, el reto más estimulante que podía encontrar el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas.

Pero seamos justos: no fue el único ámbito preocupado por la dramaturgia contemporánea. En ese mismo empeño estaban la sala Beckett de Barcelona, liderada por José Sanchis Sinisterra y su Teatro Fronterizo; los cursos y talleres de formación impartidos por profesionales como Fermín Cabal; el empeño de Alfonso Pindado por organizar una auténtica red de salas alternativas, y las actividades teatrales del Instituto de la Juventud, dirigidas por Jesús Cracio, a quien debemos la creación del premio Marqués de Bradomín, tan importante en la dramaturgia contemporánea. A través de coproducciones, edición de textos, becas, o seminarios, todos ellos unieron sus esfuerzos a los del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas para que los jóvenes dramaturgos pudieran escribir libremente, intercambiaran sus opiniones y vieran representadas sus obras.

Surge de este modo una serie de autores teatrales, nacidos entre la mitad de los años cincuenta y finales de los sesenta, conocidos como la “Generación Bradomín”, aunque muchos de ellos no asuman ni esta etiqueta ni el hecho de pertenecer a un grupo literario. A todos les une la pasión por expresarse mediante la escritura dramática; están implicados en el proceso práctico del montaje de sus obras, bien como directores de escena, productores, e incluso como actores; tienen una formación académica similar, y son conocedores de las corrientes teatrales que se desarrollan fuera de nuestras fronteras gracias a la programación de las distintas muestras y festivales internacionales. Aun siendo creadores vinculados a muy diferentes estilos, con su presencia consiguieron redefinir el concepto de “autoría teatral” y también demostrar que la presunta crisis de textos era una falacia.

Apostar por la dramaturgia más reciente no suponía dar la espalda a autores de la generación anterior, con nombres como Agustín Gómez Arcos, Javier Maqua, Ángel García Pintado, Álvaro del Amo o Francisco Nieva, entre otros. Y para hacer justicia teatral también había que rescatar a esos otros creadores del pasado que, por desgracia, se habían visto relegados en su tiempo precisamente por la audacia de su escritura dramática. Era el caso de vanguardistas históricos como Ramón Gómez de la Serna, José Bergamín o Rafael Alberti, cuya creación para la escena sufrió la incomprensión del público, de la crítica e incluso de los propios profesionales del teatro. Por eso, Guillermo Heras decidió incluir en la programación del Centro textos de dichos autores, en concreto, El Lunático, de Gómez de la Serna; La risa en los huesos, de Bergamín, así como Noche de guerra en el Museo del Prado, de Alberti (este último, en el teatro Teresa Carreño de Caracas, en Venezuela). Era preciso resituar en la escena actual ciertas obras creadas en el primer tercio del siglo XX, tachadas en su época como irrepresentables. Se trataba de un acto de justicia, de un ejemplo a seguir por los jóvenes dramaturgos y también de una manera adecuada para que los espectadores descubrieran cómo habría sido nuestro teatro contemporáneo, si se hubiera podido contemplar sobre las tablas y no solo dentro de las páginas de un libro, por más que la literatura dramática nos parezca el desencadenante básico de la escritura escénica.