Grabación Entrevista Fotografías Dossier de prensa Texto de la obra

Puesta en escena y recepción crítica de
La zapatera prodigiosa por la compañía de Teatro de la Danza

Página 2

Farsa violenta en dos actos y un prólogo. Así subtitula Federico García Lorca La Zapatera prodigiosa, una obra maravillosa y rotunda, concebida con la estética y la esencia del teatro de títeres, pero interpretada por actrices y actores, para ser disfrutada por un público adulto.

Para algunos estudiosos del teatro lorquiano, La zapatera prodigiosa puede considerarse un texto de segunda categoría, frente a las tragedias o el denominado “teatro imposible” del autor granadino. Nada más lejos de la realidad. Esta “farsa violenta” es un absoluto y precioso ejercicio de estilización dramatúrgica. Es una apuesta vanguardista en su técnica y en su presentación escénica, exquisitamente poética en su lenguaje y expresión.

Como ocurre con el resto de la obra dramática de García Lorca, el poeta-dramaturgo está aquí también absoluta y emocionalmente presente: en sus personajes, en sus diálogos, en su caracterización, en sus acciones y en sus gestos. La concepción estética y dramatúrgica tan representativa y particular del teatro defendido y practicado por Lorca, en sus diferentes géneros, se percibe en cada escena de esta obra, injustamente calificada como menor. En la escenografía, en el vestuario, en los bailes y en las canciones, que completan, ilustran y realzan la acción, se refleja, sin duda, el concepto “personal y resistente” que el autor tiene sobre lo que debe ser el teatro: “poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera” (García Lorca 1986: 25). Como explica el crítico teatral Julio Martínez Velasco:

Esta deliciosa farsa ha sido tachada, por los analistas pedantes, de obra menor. Qué sabrán esos eruditos a la violeta de la grandeza y pequeñez del arte, si toda una dantesca Divina Comedia puede caber en un soneto. La zapatera prodigiosa es una obra grande del teatro universal porque grandes, excelsos, eran el talento y la sensibilidad de su autor, que empapó de lirismo unos personajes humanísimos y hurgó en los entresijos más ocultos de sus almas para descubrirnos la plenitud del amor. El zapatero, su mujer, los pretendientes y las vecinas chismosas no son títeres, sino auténticos personajes dramáticos, muy próximos a los trágicos. Pero el genio de Lorca los encorsetó en una piececilla de teatro campesino al uso y medida de los cómicos ambulantes (…) aplicando en ese deleitoso segundo acto una anécdota propia de apólogo medieval, cuyo origen más remoto puede hallarse en el regreso de Ulises. No, no hay nada de género menor en esta obra. (ABC, Sevilla, 2.02.1995).

La zapatera prodigiosa es una obra moderna, arriesgada para la época en la que fue escrita, que muestra al espectador las debilidades y los anhelos del ser humano con sinceridad, franqueza, contundencia, gracia y dulzura. Contrariamente a lo que también suele comentarse, no es La zapatera prodigiosa una obra escrita para niños, aunque por su estética, su comicidad y sus maneras interpretativas, asociadas a la farsa y al títere, parezca serlo. El mensaje de la obra está dirigido a los adultos, y en ella el autor muestra, utilizando el lenguaje, el tono y el juego dramático de las farsas, el devenir vital de unos personajes títeres de las circunstancias, reprimidos por las convenciones sociales, víctimas de la hipocresía, de la falsa moral, de la envidia y de la murmuración. Tomando como pretexto el ir y venir de sus dos personajes principales, Lorca utiliza sus armas de poeta para que el espectador ponga en cuestión los prejuicios y, sobre todo, a aquellos que los fomentan. Para que el público, finalmente, se posicione del lado de la zapaterita protagonista, “heroína enamorada del amor”, que lucha, primero con su imaginación y luego con todo su ser, contra la cruda realidad que le rodea.

En 1926 escribió Lorca la primera versión de este juguete escénico, así lo cuenta Lorenzo López Sancho, “en Granada, rodeado, como él dejaría escrito, de higueras negras, de espigas, de pequeñas coronas de agua, dueño de su alegría, amigo íntimo de las rosas” (ABC, 15.11.1994). En sus páginas, huyendo del realismo imperante en los escenarios del primer tercio de siglo XX, hizo suyas la teorías de Gordon Craig sobre la supermarioneta y dotó a sus personajes de características propias de los títeres, para que, en cierta medida, los actores, al servicio de la obra, de su autor y de su director, se alejaran en sus movimientos y actitudes interpretativas del naturalismo, en boga en los teatros profesionales de la época. Esta apuesta por la ruptura y la modernidad dificultó la recepción y la aceptación de la farsa, tanto por parte de la crítica como del público, tras su estreno en el año 1930. Sesenta años después, esa modernidad seguía estando vigente, y ese vanguardismo, nada fácil de asumir por los espectadores de su tiempo, fue en el año 1994 la causa del éxito de la propuesta escénica que nos ocupa en estas páginas: el montaje llevado a cabo por la compañía Teatro de la Danza. Describir y comparar el montaje y las críticas de las dos propuestas escénicas nos ayudará a comprender la difícil aceptación de la primera y el éxito de la segunda.

La zapatera prodigiosa subió por primera vez a los escenarios de la mano de la actriz catalana Margarita Xirgu, cuya compañía había conseguido la concesión del teatro Español de Madrid. Por entonces, la actriz ya contaba con la colaboración de Cipriano de Rivas Cherif, contratado como director artístico y asesor literario de la compañía. Dado el carácter absolutamente vanguardista de la obra, esta se incluyó, para su estreno, dentro de los montajes de teatro experimental que la misma compañía interpretaba bajo el nombre de teatro Caracol. Habían pasado dos años desde la lectura pública de La zapatera prodigiosa con la asistencia, entre otros intelectuales y críticos teatrales de la época, del propio Rivas Cherif.

Con la posibilidad de gestionar y programar la cartelera del Español, tanto Margarita Xirgu como su director artístico valoraron la posibilidad de introducir propuestas experimentales en las salas comerciales, salir “de la órbita de las minorías para ser una conquista, una expansión de contacto y relación con el gran público” (Heraldo de Madrid, 5.12.1930). No era esta la primera vez que la actriz catalana accedía gustosa a presentar una obra de Federico García Lorca. El 24 de junio de 1927, ya había estrenado Mariana Pineda en el teatro Goya de Barcelona.

Conscientes de que debían acercar el buen teatro, incluido el experimental, a todos los espectadores posibles, pero también de los riesgos comerciales que eso entrañaba, Rivas y Xirgu concibieron una especie de laboratorio de pruebas, recuperando el nombre de El Caracol, un cuadro artístico con el que Rivas Cherif había intentado estrenar un par de años antes, sin conseguirlo, otra de las obras de Lorca, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, censurada por el Gobierno de Primo de Rivera.

Que la compañía titular del Español, a pesar de su carácter comercial, acogiera en su cartelera oficial este tipo de actividad no era ninguna excentricidad, teniendo en cuenta que en muchas compañías extranjeras solían estar asociados a su programación estudios y academias de orden experimental. En estos cuadros escénicos se montaban las obras antes de incorporarlas a las representaciones ordinarias, en el caso de que alcanzasen un cierto nivel de popularidad.

Con este planteamiento, común como hemos indicado en la escena europea, pero inhabitual en la española, se estrenó así, el 24 de diciembre de 1930, La zapatera prodigiosa, compartiendo sesión con el diálogo de la China medieval El príncipe, la princesa y su destino. Vestido con una capa de estrellas, Federico García Lorca abrió la representación leyendo el prólogo de la farsa, un recurso técnico propio del teatro de títeres. Desde nuestra perspectiva actual, podemos aventurarnos a decir que, en este caso, Lorca se adelantó audazmente a la posterior teoría del distanciamiento del teatro épico de Bertolt Brecht. Lorca conseguía establecer, no sabemos hasta qué punto conscientemente, esa distancia emocional entre el público y la historia que se iba a contemplar, primero, desde el mencionado prólogo, con sus interpelaciones al público y con la dialéctica establecida entre el autor y su personaje principal, y luego, a lo largo de la trama argumental, con el tratamiento de desarrollo de la acción a través de distintos planos o enfoques, como las escenas intercaladas de danza o la escena del titiritero-zapatero con su cartel de ciego.

Dentro de una estructura dramatúrgica basada en el juego del teatro dentro del teatro, el personaje principal intentaba, para asombro seguro de sus espectadores, superar su entidad ficticia, romper las barreras entre la escena y el mundo real, estableciendo una actitud dialéctica o de rebeldía con su creador. Lorca se desmarcaba, en un escenario como el teatro Español de Madrid y ante su público habitual, poco acostumbrado a los experimentos, del naturalismo y de lo convencional, para compartir de este modo los postulados vanguardistas de autores contemporáneos internacionalmente reconocidos como Luigi Pirandello (Seis personajes en busca de un autor) o de autores españoles como Jacinto Grau (El señor de Pigmalión).

La puesta en escena se concibió, en su sencillez de teatro de cámara, como un espectáculo de arte total y, por este motivo, la dirección se enfrentó a una representación muy poco habitual en los escenarios profesionales. Rivas Cherif, siguiendo las indicaciones sobre el texto y cumpliendo al pie de la letra los deseos del autor, introdujo la música y la danza en la función y se preocupó de que los efectos visuales de las luces, decorados y figurines, con su simplicidad formal y sus llamativos colores, estuvieran espectacularmente a la altura del propio texto. Entre los juegos luminotécnicos utilizados, Salvador Bartolozzi colocó algunos reflectores que, dispuestos detrás del decorado, lo iluminaban intensamente en algún momento de la representación, consiguiendo que los intérpretes, en sus personajes, destacaran como sombras danzantes.

Lorca colaboró, por lo tanto, de manera muy directa en el montaje de la obra, tanto en las ambientaciones musicales como en las plásticas. Los decorados y figurines, aunque adaptados y realizados luego para la puesta en escena por Salvador Bartolozzi, fueron diseñados igualmente por Federico. Las canciones interpretadas en esta versión de cámara fueron “Anda jaleo”, “Si tu madre quiere rey”, “Mariposa del aire, que hermosa eres” y “La señora zapatera”.

Tras esta primera representación del renacido conjunto experimental, los críticos recibieron de forma desigual la propuesta. Era un modelo difícil de aceptar por un público formado con ideas preconcebidas de lo que debe ser el teatro “serio” y por una parte de la crítica que, o bien era consciente de las limitaciones intelectuales y artísticas de ese público habitual, o bien no estaba tampoco preparada para recibir este tipo de proyecto dentro de lo que en ese tiempo estaba sobreentendido que tenía que ser la normalidad cultural. Este fue, por ejemplo, el caso de Luis París, quien no creyó acertado incorporar a los programas “ordinarios” del Español un cuadro artístico dramático con las características estéticas y dramatúrgicas de El Caracol:

Voy a disentir del criterio seguido por mi admirado amigo Rivas Cherif (…). Entendemos por modo muy distinto, en nuestro común amor, la misión cultural de ese teatro, que no puede ni debe confundirse –en mi oscuro juicio– con la “función normal” de cualquiera otro de España. (…) Me permito estimar improcedente remate de una temporada (…) las “representaciones excepcionales” del “Caracol” y los retablos de muñecos. Cuanto en otro teatro, seis casas más debajo de la misma calle, por ejemplo, me parecería admirable y legítimo, lo creo mal situado en el viejo “corral de comedias”. (Apud. Gil Fombellida: 125).

La cita de otros dos significativos comentarios, escogidos entre los artículos consultados en la prensa, nos sirve como testimonio de la desigual recepción de los críticos ante este espectáculo. En la primera, el crítico Melchor Fernández Almagro supo captar la intención absolutamente consciente del autor de trabajar sobre una estética dramatúrgica propia del teatro para niños, que hacía resaltar, por su contraste con la fantasía y la ingenuidad del mundo infantil, la cruda realidad del mundo de los adultos y la crítica profunda del autor hacia la insidia, la crueldad social y el tan extendido hábito de la maledicencia:

La Zapatera Prodigiosa gustó mucho: divirtió y emocionó con el juego, perfectamente combinado, de sus distintos planos (…). El decorado y los trajes, con buscadas puerilidades de factura, y colores chillones, mueve a pensar en estampas populares, y hasta en ese papel picado de los vasares andaluces. El escenario prejuzga en algún sentido la acción, y la atmósfera creada en su desarrollo, asociando lo plástico como un elemento más (…). Al buen conjunto del espectáculo contribuyó (…) Salvador Bartolozzi, que ha servido bien a la intención del autor. (La Voz, 25.12.1939).