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2. VARIA

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2.4 · Lo absurdo en El desvarío de Jorge Díaz


Por Eman Ahmed Khalifa
 

 

3.2. Lo absurdo por medio del humor

El uso del humor en la literatura es muy difícil de resumir, ya que depende de la visión personal del escritor, de la época y la sociedad en las que vivió. La constante del humor ha sido un rasgo decisivo que ha caracterizado al teatro del absurdo europeo a lo largo de su desarrollo. Desde las primeras manifestaciones del absurdo dramático, hasta las más recientes, el auditorio se ríe ante la trágica condición en que se presenta al hombre moderno mecanizado, enajenado e incomunicado. “Esta misma risa va a servir de vehículo que hará descubrir en el público la médula trágica que va implícita y envuelta justamente en la raíz de lo cómico” (Zalacaín, 1988, 62).

El humor utilizado en el teatro del absurdo tiene la función de actuar como una fuerza que aleja al hombre momentáneamente de su propia condición, permitiéndole, de esa forma, reflexionar sobre la misma. El hombre, entonces, obtiene una visión crítica de su verdadera situación. El propio Jorge Díaz nos aclara la importancia del humor en su teatro:
El humor me sirve absolutamente para poder tratar cualquier tema que me inquieta, me perturba y que no puedo tratar directamente en serio. Yo jamás podría haber sido un dramaturgo como Buero Vallejo. Lo digo con todo el enorme respeto que le tengo. Porque Buero, como pensador y como intelectual, analiza la sociedad y emite un juicio. Yo tengo que verlo a través del humor, de la paradoja, y es por eso se roza el grotesco constantemente (Robles Poveda, 2006, 225).

Con el objetivo de presentarnos una sociedad desintegrada y un ser humano en crisis, el teatro del absurdo enfrenta al público con una serie de personajes cuyas acciones, la mayoría de las veces, nos resultan incomprensibles. La obra objeto de nuestro estudio es un modelo ejemplar del humor absurdista. Inmediatamente después de que se abre el telón para El desvarío, el público observa la presencia en escena de dos marionetas en la forma de marido y mujer: Andrés y Soledad. Este primer diálogo ante el auditorio revela de inmediato que no se trata de seres humanos normales, con capacidades corrientes de razonamiento:

Andrés.– ¡Sole! … (Más fuerte.) ¡Sole!
Voz en off.– ¿Qué?
Andrés.– ¿Estoy llegando o me estoy yendo de la casa?
Voz en off.– ¡No te oigo! ¡Espera que corte el agua!
Andrés.– Te preguntaba ¿si estoy llegando o me estoy yendo?
Voz en off.– No empieces el día haciéndome preguntas tan difíciles. (Díaz, 2001, 4).

El diálogo es absurdo. La escena también resulta cómica al reprobarse el uno al otro por su distracción mental. Los cuatro personajes de la obra poseen todos los rasgos que suscitan la risa: automatismo, rigidez y cierto grado de distracción mental. En vez de personas ordinarias, se presentan como muñecos grotescos, individuos reducidos a un funcionamiento mecánico que continúan ejerciendo funciones humanas, que viven aislados, o sea, “sepultados dentro de sus respectivos universos y enterrados dentro de su propia realidad” (Zalacaín, [en prensa], 63).

Lo absurdo se manifiesta cuando vemos a los personajes perder todo tipo de contacto con la realidad. En ese momento dejan de existir como seres autónomos para convertirse en títeres que se comportan irracionalmente. He aquí un absurdo diálogo en el que Roberta habla sobre la situación de su supuesto marido:

Roberta.– […] Hace seis meses, jugando al tenis, se tragó una pelota, de tenis, quiero decir. Desde entonces, su respiración es irregular. Antes roncaba, después del accidente, dejó de roncar cuando bosteza se le alcanza a ver la pelota, la de tenis, quiero decir. ¡Bosteza, mi amor!
[…] Lucas abre la boca. Los demás se acercan a mirar en su interior.
Roberta.– ¿Lo ven?
Andrés: Yo no veo una pelota de tenis, solo veo un reloj despertador digital.
Sole.– No, es un vibrador a pilas. (Díaz, 2001, 26).

El estado de automatismo y mecanización del personaje y su falta de sentimientos humanos, suscita la risa en el espectador. El efecto cómico surge no solo por medio del lenguaje incoherente, sino también por la trivialidad con la que actúan los personajes. La conversación no tiene sentido para el espectador. Las acciones de los personajes despiertan en nosotros, por lo ridículas y absurdas que son, una risa momentánea. Sin embargo, lo risible desaparece cuando nos damos cuenta de lo triste del comportamiento que estamos presenciando.

El humor negro se convierte en un importante recurso literario en el siglo XX. Se basa en la búsqueda de la risa y de la carcajada a través de motivaciones concretas que en otras circunstancias podrían causar lástima y compasión en el ser humano. Tenemos el siguiente diálogo como ejemplo del humor negro que Díaz utiliza con frecuencia en sus obras:

Andrés.– Soy un desgraciado. Voy a matarme.
Sole.– Tampoco exageres. Confórmate con sacarte los ojos.
Andrés.– ¡No! ¡Me mataré! No sé cómo, pero me mataré.
Sole.– Si te gotea la nariz, es el momento ideal para suicidarte metiendo la nariz en el enchufe.
Andrés.– (Aullando.) ¡No quiero ser edípico! ¡Quiero ser normal!
Sole.– ¿Y qué es normal para ti?
Andrés.– Tener cien millones en el Banco (Díaz, 2001, 37).

La situación dramática en la que se encuentran los personajes contrasta con sus absurdas palabras y eso nos provoca risa. Sin embargo, ésta desaparece cuando nos damos cuenta de que deberíamos sentir compasión por un hombre frustrado que ha perdido la esperanza en una vida mejor y está planeando suicidarse con el fin de acabar con la trágica vida que lleva. Por ello, se puede decir que el teatro del absurdo trasciende las categorías de lo cómico y lo trágico para, de esta forma, combinar la risa y el horror que causa el comportamiento humano. Raquel Aguillú nos explica esta idea comentando que al ver representada una obra absurdista, el espectador tiende a reír al principio porque no puede creer que el títere sin personalidad alguna que se mueve frente a él se asemeje a un ser humano. Pero la risa se le congela en sus labios cuando mira detenidamente a ese personaje que está frente a él y se da cuenta de que es su propia imagen. Ese personaje que ve en el escenario es su propio retrato, una imagen cruel y sarcástica. (Véase Aguilú de Murphy, 1989, 92).

Como hemos mencionado antes, en el teatro del absurdo los personajes se presentan como máquinas, marionetas que se mueven sin sentido alguno, desprovistos de identidad. El estado de automatismo y la mecanización del personaje que se encuentra, además, carente de sentimientos humanos, suscita la risa en el espectador:

Lucas.– […] Tendrás que ir tú a buscar a los niños, porque se me ha hecho tarde buscando los pantalones.
Sole.– ¿Qué niños?
Lucas.– Nuestros niños, ¿quiénes van a ser?
Sole.– ¿De qué estás hablando?
Lucas.– A ti te pasa algo, o mejor dicho, te pasa lo de siempre […].
Andrés.– (A Sole.) ¿De quién son esos niños? Míos no son, por lo tanto, tuyos tampoco. No creo que hayas parido dos veces sin darme yo cuenta. (Díaz, 2001, 30).

Nos reímos cuando vemos actuar como muñecos a unos personajes que mantienen la apariencia de seres humanos. Martin Esslin señala lo siguiente, refiriéndose a este punto:

Con personajes tales no hay identificación posible, cuanto más misteriosas que son sus acciones y su naturaleza, tanto menos humanos son, tanto más difícil es dejarse llevar y ver el mundo desde su punto de vista. Los personajes con los que el público no puede identificarse son inevitablemente cómicos. (Esslin, 1966, 311).

Un aspecto muy importante en el surgimiento de la risa es lo que Freud llama renacimiento de lo infantil. Para él, una de las características principales de lo cómico es que, mediante la risa, en el hombre se manifiesta de nuevo el niño que lleva dentro. Nos reímos ante una situación, una forma de expresión verbal, un gesto siempre y cuando veamos en ello algo infantil. “La risa surgirá, de la comparación entre el yo del adulto y el yo considerado como niño” (Freud, 1969, 50). Esta interpretación de lo cómico como una actitud infantil se ve claramente en varias escenas de El desvarío, pero destacamos el siguiente diálogo:

Andrés.– Lo que tengo que decirte no es una estupidez: Mamá, quiero matar a mi padre.
Sole.– No soy tu mamá.
Andrés.– ¡Y encima me repudias!
Sole.– ¿Y por qué quieres matar a tu padre?
Andrés.– Porque me humilla. (Díaz, 2001, 36).

Los personajes pretenden actuar como adultos, pero en el fondo no son más que simples niños disfrazados de adultos. Sus actuaciones y lenguaje son una manifestación del alma infantil. Notamos que en momentos en que la situación parece requerir un cierto grado de seriedad, se pierde todo el sentimiento trágico y lo infantil se apodera de la escena. Si examinamos este diálogo, notaremos que lo cómico de esta situación se manifiesta de la infantilización que ocurre en los personajes.

Las emociones que sentimos, tanto espectadores como lectores, ante los diálogos de El desvarío, igual que ante los de cualquier otra obra absurdista, sigue así: Primero nos reímos de las acciones y palabras de unos personajes que consideramos fuera de la normalidad. Luego, reflexionamos sobre esos hechos. Por último, lo que inicialmente fue risa se convierte en mueca al adquirir conciencia de la triste y severa realidad que revela la lógica de lo absurdo. Podemos decir que Díaz, en la obra, desnuda y descompone la realidad de sus cuatro personajes, los reduce a muñecos de apariencia mecánica, para comunicarnos de que distorsionando la realidad, se aspira a encontrar una verdad. “Significa esto una fuerte crítica a la actuación y al disfraz que conforman la vida del hombre moderno. En este sentido, el rol del dramaturgo y del humorista se confunden en la obra ante la falsa realidad que conciertan las imágenes distorsionadas” (Zalacaín, 1988, 68).

 

 

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