Primeros tientos de los Martínez Sierra en el teatro:
Saltimbanquis (1905)
Alba Gómez
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4. Saltimbanquis ante la realidad de su tiempo
La recepción de Teatro de ensueño brinda algunas claves para situar los primeros tientos teatrales del matrimonio Martínez Sierra en el contexto de la literatura modernista y más allá de sus equívocos confines. El aspecto que nos interesa aquí tiene que ver con la influencia de las imágenes del circo de principios de siglo en la literatura, en las artes plásticas y, naturalmente, en el propio espectáculo circense.
Cuando Bernardo González de Candamo, coetáneo de los Martínez Sierra e integrante del círculo de amistades de Rubén Darío (Cortina, 2007), reseñó Teatro de ensueño nada más publicarse, objetó una apreciación significativa, que pareció obviar el “ensueño” que advertía el título. El escritor acusó en Saltimbanquis la ruptura del texto con su referente, la realidad del espectáculo circense, empezando por la inadecuación de los diálogos, pues, a su parecer, pecaban en exceso de delicadeza y atildamiento: “Se echa de menos alguna energía en el decir de hombres curtidos por todas las inclemencias naturales […]. No se concibe que estas gentes hablen con lenguaje tan exquisito y quintaesenciado, y que madrigalicen como almibarados pastores de la falsa Arcadia neoclásica” (G. de Candamo, 1905). En primer lugar, hemos de considerar la atención que los escritores, poetas, dramaturgos, músicos y artistas plásticos prestaron a la imagen del payaso y el saltimbanqui. La reproducción de su ambiente, colorista y dinámico, próximo a la fantasía infantil, surgía como contrapunto de una sociedad cada vez más industrializada y mecanizada. Desde el romanticismo hasta las vanguardias, numerosos y variados artistas se identificaron con la figura deformante del payaso para mostrarse a sí mismos, exponer la naturaleza del arte como parodia y atacar las reglas e imaginarios establecidos por el gusto burgués (Starobinski, 2007: 9-10). En Francia, los poetas y dramaturgos simbolistas –entre ellos, Banville, Baudelaire, Gautier y Mallarmé– abrazaron la herencia de la commedia dell’arte y adoptaron con singular devoción la máscara de Pierrot.
Alguien como González de Candamo, nacido en París y muy al tanto de lo que se estilaba en los cenáculos literarios y artísticos, no podía ignorar la perspectiva del simbolismo ante el circo, el payaso o el saltimbanqui. Con todo, rechazó la idealización de los Martínez Sierra porque carecía de “ese aliento de vida un poco salvaje”, al estilo de –citaba el crítico– Mémoires et pantomimes des frères Hanlon Lees (1879), de los célebres hermanos ingleses que revolucionaron la pantomima en los teatros de París, y a semejanza de Les jeux du cirque et la vie foraine (1889), de Hugues Le Roux. Por lo demás, Candamo evocó otras referencias menos líricas de la vida del espectáculo, como la novela naturalista, sobre dos hermanos acróbatas, Les frères Zemganno (1879), de Edmond de Gouncourt, cuya primera traducción al español y estudio preliminar debemos a Emilia Pardo Bazán. La falta de energía que González de Candamo achacó a Saltimbanquis quizá no sea gratuita. En la década de 1820, la actuación del mimo Jean-Gaspard Deburau deslumbró a cuantos acudieron a verlo al Théâtre des Funambules. Deburau determinó el regreso de Pierrot. Enseguida, los artistas supieron liberarlo del rígido esquema de la commedia dell’arte para transformarlo, a semejanza de lo que hiciera el célebre mimo francés, “en una máscara proteica […] capaz de crear y transferir al espectador un mar de sensaciones y significados desde su total mutismo” (Peral, 2008: 19; cf. Haskell, 1989). Se apropiaron de Pierrot, además, para salvarlo de la extinción a la que se asomaba el arte popular. El payaso –afirma Starobisnki– “se habrá convertido en un tema literario, impregnado a menudo de una ironía fúnebre, un lugar común en poesía y un disfraz de baile de máscaras. Imágenes residuales” (Starobinski, 2007: 19). Recuperado para el arte culto, Pierrot no encarna más la espontaneidad, sino “una reflexión ‘sentimental’ y transformadora”:
El artista no puede olvidar la reflexión nostálgica que lo invitó a descubrir un arte primario [popular]; no puede zambullirse en la fuente de la Juventud y despojarse de todo su conocimiento para vivir y crear con el entusiasmo de una espontaneidad recobrada. […] Las imágenes arcaicas, introducidas en el lenguaje del arte moderno, aparecerán como los reflejos de un mundo perdido; vivirán en un espacio rememorado; llevarán la marca de la pasión por la vuelta. Serán criaturas del deseo regresivo o personajes revestidos de forma paródica. (Starobinski, 2007: 19).
En las postrimerías del siglo XIX, los Hanlon desplazaron la escuela de Deburau para ensalzar, en clave de comedia, el aspecto más violento y cruel de Pierrot. Autores como Paul Margueritte, Joris-Karl Huysmans y Léon Hennique lo vestirán de negro y lo instarán a cometer acciones extremas e incluso a asesinar a su amante Colombina (Peral, 2008: 21-24). Son pantomimas negras, que buscan la ruptura (en zigzag) de la continuidad, la dislocación y el desequilibrio del cuerpo, y la explotación de sus formas angulares, por medio de patologías (epilepsia, histeria, neurosis, etc.). Estas pantomimas no pretenden significar más allá de sus significantes gestuales. Anuncian, en fin, la crisis del sujeto y la modernidad del siglo XX en un sentido grotesco (Bonnet, 2013). Sin alcanzar el extremo de la convulsión, Benavente hace, en su Teatro Fantástico de 1892 [2001] que el Pierrot de su pantomima La blancura de Pierrot coloree su cara con las huellas del crimen –de negro y luego de rojo– antes de morir sepultado en la nieve. El influjo trágico o tragicómico del payaso mantendrá su vigencia en la literatura y el arte en España hasta bien entrado el siglo XX, con Picasso, Barradas, García Lorca (vid. Plaza, 2012) o Gutiérrez Solana (Fig. 10).
A pesar de su auge y transformación a lo largo del siglo XIX, la iconografía del payaso y del saltimbanqui es anterior, comprende su propia caracterología y ésta también influyó en los Martínez Sierra. Se desconoce el origen y la antigüedad del oficio, aunque hay noticias que lo sitúan en el Califato de Córdoba (Pernas, 1999: 519-526). A partir del siglo XI, los saltimbanquis, volatineros y maromeros se adhirieron al paisaje humano que peregrinó a Santiago de Compostela. Muchos de ellos provenían de Centroeuropa, los popularmente denominados “húngaros” (vid. Por el sendero florido, en Martínez Sierra, 1911). Al igual que otros grupos y comunidades nómadas –bohemios, cíngaros, vagabundos, ciegos, etc.–, las gentes del circo no eran bien vistas y se congregaban en la periferia de las ciudades (cf. Petiteau, 2023). No fue hasta bien entrado el siglo XVIII cuando estos habilidosos individuos tuvieron la oportunidad de profesionalizarse y dignificar de ese modo su oficio, con los primeros proyectos empresariales estables, que partieron de Inglaterra y se diseminaron por Europa y Estados Unidos (Torrebadella-Flix, 2013: 69-70). En este sentido, cabe señalar que, para escribir Saltimbanquis, María y Gregorio tuvieron en cuenta este imaginario, que alimentó los melodramáticos cuentos para niños sobre titiriteros ambulantes, y que ellos también habían leído en su infancia (Martínez Sierra, 1953: 35). Porque, en el crepúsculo del siglo XIX, antesala del progreso definitivo, el circo de los saltimbanquis parecía cosa de chiquillos. En la prensa podían leerse descripciones como la siguiente, extraída de una crónica de la actualidad escénica de Madrid, de febrero de 1885:
Y, en efecto, sólo los niños y los idiotas siguen ahora en mermado montón el carro medio derruido del arruinado Carnaval, semejante en esto al viejo saltimbanqui que va rodando de pueblo en pueblo, y de feria en feria el destartalado barracón que ya no atrae la curiosidad de los patanes. […] Recoge sus bártulos, arrea el borriquillo que, con las cuatro tablas rotas y los cuatro trajes agujereados, constituyen su única fortuna, y se pierde en la soledad inmensa de los campos […]. Llegará un año en que el saltimbanqui no vendrá y nadie le echará de menos. (Olavarría, 1885).
Esta antigua condición sitiada en los márgenes se postergó durante mucho tiempo, ya en novelas próximas a los Martínez Sierra, como Saltimbanquis (1923) –predecesora de La tragedia errante (1913)–, de José Francés, como en producciones más próximas a nuestro presente: así, la canción “El titiritero” (1969), de Joan Manuel Serrat. No obstante, ilustraremos la subalternidad del saltimbanqui, entre tópico y realidad, con el testimonio de Ramón Gómez de la Serna en su imprescindible obra El circo (1917):
Los saltimbanquis son los que trabajan en las plazas públicas. Ya hay pocos. Han ido muriendo de hacer grandes esfuerzos sin comer casi. Otros han querido hacer grandes cosas superiores a las que se hacen en los grandes circos, y se han matado.
[…] Algo de suceso callejero, de suceso sangriento, de suceso de desahucio trágico, de una familia que se muere entre estertores, tiene el espectáculo de los saltimbanquis.
[…] Pobres saltimbanquis con zapatos viejos y trajes descoloridos, familias tuberculosas de un color cetrino; pobres gentes sucias, que muy de vez en cuando se tiran, con traje y todo –por eso están descoloridos–, al agua de los ríos pobres de las ciudades y se bañan como esos esqueletos de niños que se ven entre el lodo y el agua de los ríos famélicos. (Gómez de la Serna, 1968: 193-194).
No es esta miseria, sino el desencanto vital lo que cristaliza poetizado en Saltimbanquis hasta desconcertar al lector, que percibe el aroma de la insatisfacción a través de la peripecia de unos titiriteros tamizados por la nostalgia. La crudeza que acusan los referentes de carne y hueso es demasiado incómoda, quizá violenta. Debe quedar oculta y tampoco debe asomarse en forma de pantomima excesiva. La primera obra teatral en tres actos de los Martínez Sierra es una parodia triste y desapasionada del circo y sus gentes. Es un canto a la nostalgia construido sobre la palabra que, a la postre, cede al imperativo del trasnochado móvil de las pasiones. No en vano, Saltimbanquis persiste en su mirada distante hacia esas vidas eternamente mudables y rehúsa juzgar el crimen final. En fin, en la pieza laten dos vías de expresión paralelas cuya interpretación descansa en las literaturas europeas: por un lado, Ibsen, Strindberg y Wedekind, como adalides de la ruptura con lo real en nombre del arte; por otro, Maeterlinck, Darío, Juan Ramón, d’Annunzio o Yeats, que liberan al arte de la funcionalidad y lo alientan a reivindicar la belleza en exclusiva (Saläun, 1999: 24-25). Además, Saltimbanquis quiere ser fiel al espíritu de una generación que ha crecido siendo testigo del declive político, económico y social de España, prácticamente a la deriva en los albores del siglo XX. Ricardo Gullón definió magistralmente la actitud de esta juventud, que es también la de María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra:
Ensueño, dolor, tristeza son palabras clave de la generación. Un grupo de jóvenes escritores se sitúa frente al ambiente en actitud disconforme. No son rebeldes, pues para serlo les falta la percepción de los problemas sociales de su pueblo y el sentido de adscripción a la comunidad, pero les cansa la grandilocuencia y vacuidad de los detentadores del poder y se inclinan a la creación de una retórica propia. Frente a lo declamatorio y solemne esbozan un ademán de resistencia que, acaso por falta de energía, se confina en el ámbito del arte. (Gullón, 1961: 12-13).
El legado teatral más valioso de Saltimbanquis reside precisamente en lo que no pudo ser –su representación en un teatro–, es decir, ese ademán callado que acabó erigiéndose como faro para iluminar el teatro y la vida bajo el tamiz de otra sensibilidad. Su secreto duerme todavía en las acotaciones.