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Efeméride

Primeros tientos de los Martínez Sierra en el teatro:
Saltimbanquis (1905)

Alba Gómez

Página 2

1.Introducción

Este ensayo propone un recorrido transversal por la obra de teatro Saltimbanquis para sondear el origen y las influencias de la pieza en la escena social y cultural de la España de comienzos del siglo XX. Parece innegable que, teatralmente, la obra de los Martínez Sierra ha acusado el paso del tiempo con dificultades, hasta el punto de figurar en las categorías menores del canon autoral (vid. Salaün, 1999: 10-12). Sin embargo, no es menos cierto que Saltimbanquis y el volumen en que se enmarca poseen un valor intrínseco como testigos de un tiempo liminar, una época de transición. En palabras de Salaün –autor de una espléndida edición crítica de Teatro de ensueño (Fig. 1)–, “cualquiera que sea el valor estético que se le atribuya (…), este libro [Teatro de ensueño] ofrece un terreno privilegiado para ‘observar’, muy concretamente, la penetración de las corrientes modernas en España”. Del mismo modo, “estas obritas cortas ofrecen un testimonio interesante sobre la colaboración entre las artes (y particularmente las artes gráficas y la música)” (Salaün, 1999: 13).

Así pues, la importancia de Saltimbanquis radica en ser una de las primeras obras teatrales (y la primera en tres actos) de María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, y esta circunstancia es relevante en la medida en que ambos contribuyeron al éxito de un proyecto sobresaliente en la historia de la escena contemporánea: el Teatro de Arte (1915-1926). Además, Saltimbanquis proporcionó la base del libreto de Las golondrinas (1914), que Lejárraga y Cipriano de Rivas Cherif adaptaron para satisfacer las necesidades del compositor José María Usandizaga, autor de la música. Por otra parte, el valor de Saltimbanquis se actualiza ante la posibilidad de trascender el análisis textual y de considerar el contexto en que fue escrita, así como sus posibles influencias. En última instancia, hemos de señalar que Saltimbanquis ha adquirido notoriedad gracias al reciente montaje de Las golondrinas, que dirigieron Óliver Díaz (dirección musical) y Giancarlo del Monaco (dirección de escena) (Fig. 2) (vid. Teatro de la Zarzuela, 2016).

En definitiva, nuestra aproximación tanteará varios niveles de lectura: la biografía de los autores, sus formas de colaboración y de sociabilidad; la propuesta estética de Saltimbanquis y los temas recurrentes; y, en última instancia, la relación de la pieza con el momento histórico y el contexto de recepción.

2. Motivos y amistades de una pareja de colaboradores

El teatro fue una de las muchas afinidades que unió a María de la O Lejárraga (1874-1974) y a Gregorio Martínez Sierra (1881-1947). Al fin y al cabo, ambos habían crecido en las inmediaciones de los escenarios. Con apenas seis años, Lejárraga se consumó como espectadora incondicional (Martínez Sierra, 1989: 276-277) y prosiguió su aprendizaje en casa, con la ayuda de un teatrito de cartón. Martínez Sierra descendía de una familia industriosa que advirtió la oportunidad de negocio en la electricidad y decidió aplicarla al medio escénico. Paradójicamente, el teatro europeo comenzaba a reivindicar la luz como el cincel definitivo con el que esculpir el teatro en escena y escapar así de la convención naturalista. Pues bien, un nieto del reputado Ildefonso Sierra, fundador de la Casa Sierra, no podía por menos que asistir al teatro desde la privilegiada concha del apuntador (Martínez Sierra, 1953: 23-26). Así pues, la frecuencia de los teatros, ya en la butaca o en la guarida del consueta, moldeó las aficiones de María y Gregorio, y condicionó sus anhelos hacia el deseo de escribir y, sobre todo, de “hacer” teatro.

Luego de varias colaboraciones juntos, y tras haber pasado por la vicaría en 1900, Lejárraga y Martínez Sierra terminaron su primera pieza dramática en tres actos, que titularon Saltimbanquis. Culminar esta vieja ambición compartida no había resultado sencillo: “escribíamos ingenuos esbozos que a nosotros se nos antojaban representables –recordaba la propia María– […] Adiestramiento inconsciente en el mecanismo dramático fueron también nuestros Diálogos fantásticos” (1953: 33). En efecto, antes de Teatro de ensueño, la pareja publicó en 1899 el citado volumen. En él es manifiesto el influjo del auto calderoniano, del Shakespeare mágico, así como de Benavente y su Teatro fantástico (1892), considerado “el texto fundacional del teatro modernista (simbolista) en España” (Huerta y Peral, 2001: 19). No por casualidad, era al futuro autor de Los intereses creados (1907) a quien la pareja le ofrecía aquellos primeros tientos, “graciosas libélulas” o “ensueños” teatrales (Martínez Sierra, 1899: 3).

Casi un lustro después, Teatro de ensueño llegaba a la imprenta (Fig. 3) para prolongar una suerte de “laboratorio simbolista” (Salaün, 1999: 49). En principio, se trataba de un proyecto sin pretensiones de alcanzar las tablas, ni mucho menos el éxito comercial; acaso con la excepción de Saltimbanquis, como explicaremos después. Lo cierto es que al joven matrimonio no le habría venido nada mal disponer de ingresos adicionales, aún a costa de comprometer sus deseos de renovación. Tampoco hubiera sido un mal momento para intentarlo, dado que el panorama teatral español gozaba de plena salud y la cadena de producción respondía vigorosamente a la demanda masiva de espectáculos cada vez más variados (Salaün y Robin, 1991: 131-132). No en vano, aún nos encontramos en 1905: faltan casi diez años para que Martínez Sierra funde el Teatro de Arte y realice astutas piruetas empresariales conducentes a equilibrar el arte teatral y el negocio de la taquilla. Sobre todo, todavía ha de transcurrir el tiempo necesario para que Gregorio eduque su sensibilidad plástica, asuma su pionera condición de director de escena y demuestre que el teatro no vale más por su dimensión literaria que por su factura escénica, tal y como tendía a sostener la crítica de su tiempo. Precisamente, el año de publicación de Teatro de ensueño coincidió con un viaje trascendental para la formación del joven. Sus frecuentes problemas de salud llevaron al matrimonio Martínez Sierra a realizar un viaje por Europa pensado para que Gregorio pudiera descansar. En vez de eso, durante su estancia en París, el enfermizo escritor se dedicó a visitar asiduamente los teatros y acabó doctorándose –al decir de la propia María en Gregorio y yo– en dirección de escena contemporánea (Fig. 4) (Checa, 1998: 149).

Pero, de momento en 1905, Teatro de ensueño se halla en un estadio ideal, militante en su adhesión simbolista. Salaün ha observado con acierto que la obra nació como un típico objeto modernista, el producto colectivo de una cohorte de artistas en comunión con sus ideas estéticas (1999: 71-72). Por Teatro de ensueño desfilaron Rubén Darío, prologuista y padrino espiritual de la criatura, y Santiago Rusiñol, que prestó una de sus pinturas –un jardín, tema modernista por excelencia– para ilustrar la portada. Unos años antes, en 1891, Rusiñol había estrenado L’alegria que passa, que puede considerarse introductor del tema circense en las artes escénicas españolas (Cascudo, 2014: 135-136; cf. Huerta y Peral, 2001: 33). No obstante, la colaboración de otra amistad entrañable, Juan Ramón Jiménez, resultó aún más decisiva para Teatro de ensueño, pues creó una serie de coloridas estampas líricas, magistrales en su confección, que aportaron cohesión y dinamismo a las obritas (Salgado, 1970; Rubio, 1989).

El matrimonio y el poeta debieron de conocerse hacia 1900. Tres años después, sus inclinaciones comunes los llevaron a fundar junto con otros colaboradores la revista referente del modernismo en España: “La empresa Helios unió a quienes la promovieron y a partir de entonces la existencia de la generación modernista es un hecho incontrovertible” (Gullón, 1961: 16). Teatro de ensueño marcó un hito en la amistad de los tres escritores, pues los Martínez Sierra no sólo confiaron en el genio de Jiménez, sino que lo transfiguraron en un personaje más de su primer muestrario teatral. Al leer la correspondencia que intercambiaron María, Gregorio y Juan Ramón en aquel tiempo –en concreto, durante la estancia de la pareja en Londres, en 1906–, nos parece que Teatro de ensueño fue la forma definitiva de no pocos esbozos anteriores: “¿Recuerda V. –le pregunta Lejárraga al poeta– todos aquellos diálogos y cuentos medio fantásticos, muy fríos, y bastante merengues, que no nos gustan ni al autor, ni a V. ni a mí? (“Sueño de Carnaval”, “Pantomima”, etc., etc.) (1961: 91). En los diez años siguientes, la literatura y la vida corrieron paralelas en esta historia de colaboración para dejarnos evidencias de un vínculo profundo: desde la dedicatoria íntegra al poeta del siguiente libro de los Martínez Sierra, Motivos (1905), hasta el “arreglo” matrimonial entre Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, que se decidió en casa de Gregorio y María (Martínez Sierra, 1953: 169). La amistad entre los dos hombres se apagaría con el nacimiento del Teatro de Arte. La ajetreada vida del ahora empresario y director de escena no debió de agradar al poeta y, sencillamente, ambos dejaron que sus caminos se separaran (Gullón, 1961: 38-39).

La convicción simbolista de la primera colección teatral de los Martínez Sierra granjeó a sus obritas el apelativo de irrepresentables por parte de la crítica de su tiempo. Tan sólo Saltimbanquis obtuvo el beneficio de la duda. Empero, Salaün afirma lo contrario, que las cuatro piezas del libro son representables (1999: 81-82). Desde luego, cabe suponer que María y en concreto Gregorio, fieles a la responsabilidad adquirida con la renovación teatral, plantearan su Teatro de ensueño con la vaga esperanza de maniobrar efectivamente con él. Martínez Sierra ya poseía alguna experiencia en semejantes lides, luego de sus correrías escénicas más o menos serias en compañía de Benavente y Valle-Inclán, en el fracasado Teatro Artístico Libre (1899) (Rubio, 1998: 36-37; cf. Aguilera, 2018). Las dificultades de Adrià Gual para desarrollar su Teatre Íntim (1898), sumadas al naufragio de los efímeros intentos que lo sucedieron, incluido el Teatro Artístico Libre, convirtieron a estos proyectos en auténticas quimeras. Hacia 1911, el diagnóstico de Enrique Díez Canedo seguiría desalentando a los escritores y dramaturgos que se empeñaban en materializar las nuevas ideas del teatro: “Todos los intentos de teatro de arte –aseveraba el crítico– suelen emprenderse aquí con suma escasez de medios y por aficionados o comediantes mediocres” (cit. Checa, 2015: 517).

Coincidimos con Salaün en que Teatro de ensueño bien pudo nacer con la callada ambición de representarse algún día. El tema de las cuatro obritas no fue escogido al azar: “A Benavente, lo mismo que a Gregorio Martínez Sierra –explicaría María Lejárraga varias décadas más tarde–, atraíale fuertemente la afición a representar, a poner en escena; estoy segura de que ambos hubieran sido completamente felices corriendo mundo en la carreta de la farándula” (Martínez Sierra, 1953: 48). Ese regusto a fantasía circense que impregna las cuatro piezas y el juego constante entre la ficción y la realidad que envuelve al oficio del cómico, unen las obritas que componen Teatro de ensueño, a saber, Por el sendero florido, Pastoral, Saltimbanquis y Cuento de labios en flor. Bien es cierto que los temas que pueblan los textos –por ejemplo, la lectura ambivalente del circo como motivo de dicha y comicidad, o de patetismo y tragedia; así como la presencia de los personajes de la Commedia dell’Arte– no aportan novedades al marchamo literario del modernismo. No obstante, la referencia aquí no apunta sólo a Benavente, sino que se remonta a Shakespeare, Maeterlinck y Mallarmé (Salaün, 1999: 74). Fieles a las preferencias de los simbolistas europeos, Martínez Sierra y sus contemporáneos se interesaron por la pantomima en particular y por la posibilidad de restaurar con ella la ilusión teatral, propia de la representación, para lo cual se imponía prestar mayor atención a la corporalidad que a la literatura dramática. Otro tanto puede decirse del propósito con que las artes plásticas recurrieron a la temática circense desde mediados del siglo XIX, en una decidida oposición a la creciente y agresiva industrialización, así como a la rectitud y frialdad del positivismo (Starobinski, 2007). Más adelante, abordaremos esta cuestión (Fig. 5).

 

Si bien la teoría y la práctica de un teatro de arte para la escena española descansaba en el apacible ambiente burgués, paradójicamente, la difusión de la pantomima se circunscribió a los ambientes populares. Es más, en las postrimerías del siglo XIX, la meca de los espectáculos de pantomima, mimo, vodevil, las variedades, las comedias melodramáticas, policíacas y truculentas, o el teatro de sombra, entre otros, se prodigaban casi exclusivamente en un controvertido enclave: el Paralelo Barcelonés. Inaugurado en 1894, allí recalaron las importaciones francesas y los espectadores que buscaban deleitarse con creaciones de dudosa moral. De toda esta diversidad de espectáculos de consumo, la tradición corporal del mimo y la pantomima –sin olvidar la marioneta, el guiñol y las primeras películas que circularon por España– brindaron valiosos resortes para modernizar o reteatralizar la escena nacional (Salaün, 1996: 340-342). En los teatros europeos, es la antesala de una escena deshumanizada, propiamente de vanguardia y exenta de la personalidad del actor. Si no reclamaron su sustitución por muñecos o directamente su supresión, los directores del siglo XX tratarán de transfigurar los vestigios del ser humano con ayuda de la máscara (Sánchez, 1999: 23-25).

La trayectoria posterior de Lejárraga y Martínez Sierra en su empresa común, el Teatro de Arte, evidencia que apostaron por la liberación del cuerpo y el trabajo gestual; especialmente Gregorio, a quien le obsesionaba la dirección de actores (Martínez Sierra 1953: 111) y cuya mirada dirigió muy pronto hacia la plasticidad que prometía el cine sobre las tablas (Checa, 2002: 48). La impronta de la pantomima fue constante en su teatro –por no hablar de las pantomimas que hicieron célebre al Teatro de Arte en sus primeros meses de andadura–, a través del desarrollo de acotaciones que exigían un pleno dominio de los códigos del teatro sin palabras, que concretaban los gestos, los movimientos y la expresión del rostro del actor. Este rasgo característico es apreciable en comedias como Primavera en otoño (1911), Los pastores (1913), Sueño de una noche de agosto (1918) e incluso en la tardía Triángulo (1930). Así pues, sirviéndose del cuerpo del intérprete, los Martínez Sierra efectuaron una escritura escénica fundada en la estética simbolista, el lenguaje cinematográfico, el ballet, la danza y la pantomima. La actriz Catalina Bárcena supo entender la propuesta y, desde 1916, la ejecutó con tal habilidad que logró aunar en su rostro y en su cuerpo la noción de un nuevo arte interpretativo, además de encarnar la identidad del Teatro de Arte (Gómez y Checa, 2023: 116-118).