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Efeméride

Primeros tientos de los Martínez Sierra en el teatro:
Saltimbanquis (1905)

Alba Gómez

Página 3

3. Saltimbanquis, la ruptura moderada

Si algo diferencia a Saltimbanquis del resto de obras de Teatro de ensueño, es su timidez en cuanto a la voluntad rupturista de sus autores. María Lejárraga achacó las convenciones de Saltimbanquis al diletantismo de dos escritores en ciernes:

Saltimbanquis, poema dramático escrito casi en la adolescencia, tenía todas las características pueriles que requiere un buen libreto: claridad de asunto, violencia de situaciones, inflexibilidad de línea, caracteres bien dibujados, pero sin complicación psicológica […]. Realismo castellano idealizado con las emociones de infancia: la feria, los titiriteros que pasan por el pueblo, el casi imperceptible aroma de lirismo shakesperiano que fue lumbre primera de nuestra inspiración juvenil. (Martínez Sierra, 1953: 115)

A grandes rasgos, Saltimbanquis reflexiona sobre los límites de la representación cuando los personajes de la comedia son actores, actrices y artistas de circo. Para Salaün, este es el aspecto más banal de la obra, insistir en la equívoca relación del teatro y la vida –recordemos el desencuentro del arte y la vida en las óperas Pagliacci (1892), de Ruggero Leoncavallo, y Les Saltimbanques (1899) de Louis Ganne y Maurice Ordonneau–, si bien la convención temática que plantea (“teatro sobre teatro”) puede tomarse como indicio de que los autores estaban intentando explorar el lenguaje de la escena (Salaün, 1999: 91). En este sentido, Saltimbanquis contiene una proposición valiosa, que mira singularmente por el trabajo interpretativo. Las acotaciones demandan refinamiento y contención en el gesto, el movimiento y la expresión –por ejemplo, Boby y Juanito “tienen gestos de farsa hasta en la vida” (Martínez Sierra, 1911: 109)–, además de cuidar la caracterización de los personajes. Es más, ya en esta primera comedia, los Martínez Sierra manifiestan su interés por los personajes femeninos y avanzan la nota señera de su producción dramática posterior: el empleo de sutiles inflexiones de voz y el manejo del silencio. La escena X del acto I, que transcribimos íntegramente, ilustra esta idea:

(Queda un momento en silencio.) ¡Ah! ¿Qué he hecho? (Sale a la puerta apresuradamente.) ¡Cecilia! ¡Cecilia! (Vuelve a entrar y se deja caer sobre un banco.) ¡Se fue! ¿Y Puck? ¡Solo! (Con alegría, como comprendiéndose a sí misma.) ¡Solo! ¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Por qué me alegro de que se haya ido? No quiero alegrarme. ¡Si era su vida! Soy mala, muy mala… (Pensativa.) ¿Por qué? ¡Ah! ¡Es que Puck es mi alma y yo no lo sabía!

Entonces todo calla. La enamorada esconde el rostro entre las manos y llora, anonadada por la revelación. Hay tristeza infinita en el aire. De pronto rompe la quietud un fiero alarido: es el cornetín que clarinea. Los payasos vuelven y he aquí que la voz de Puck modula a lo lejos el comienzo estrepitoso de su arenga: –¡Respetable público! (1911: 137-138).

Tampoco es anecdótico que el argumento de Saltimbanquis dependa de los desencuentros amorosos de una figura masculina pusilánime y cobarde, y de dos mujeres valientes, opuestas entre sí. Como es sabido, el teatro de los Martínez Sierra recurrió con frecuencia a este asunto y, tan es así, que ha dado lugar a que se haya especulado hasta el agotamiento con la proximidad de los argumentos teatrales y la relación personal de María, Gregorio y Catalina Bárcena (Gómez y Checa, 2023: 38).

En Saltimbanquis, la terna se materializa en Cecilia, Lina y Puck, miembros de una compañía ambulante. A Cecilia le hastía la precariedad de su vida nómada, “sin patria ni hogar” (Martínez Sierra, 1911: 102). No tiene ganas de continuar actuando, ni siquiera por su pareja, Puck. Por el contrario, Lina se contenta con la ilusión que la presencia de la farándula despierta allí donde actúan. Para la joven Lina –secretamente enamorada de Puck–, la vida es el teatro y viceversa, mientras que Cecilia necesita encontrar las respuestas lejos de los disfraces, las pelucas, las pinturas. Aborrece la máscara y, en definitiva, la monotonía y la existencia ácrona que tienen por condena quienes viven para representar. En su lugar, desearía una identidad propia, paralela a su vocación artística, con la que experimentar el tiempo a voluntad. En cuanto a Puck, que completa el triángulo amoroso –no es más que el recuerdo desvaído y sombrío del duende shakespeariano–, rehúsa pasivamente la oportunidad de retirarse la máscara y mirar con sus propios ojos: “No sabemos ni donde hemos nacido […] y por no tener, no tengo ni nombre de persona. Me llaman Puck, mi nombre de payaso, mi nombre de farsa, sólo de farsa…” (1911: 124). Semejante renuncia a sí mismo funciona como excusa para culpar a Cecilia de los brutales celos que lo invaden ante el temor de perderla: “No soy yo (muy suave), no es mi cariño: eres tú, que no sabes quererme” (1911: 123). Cecilia es consciente del peligro que corre junto a Puck, así como del deprimente futuro que la espera –“Todos los palurdos de España han soñado conmigo en sus camastros; en todas las tabernas de villorrio se celebran mis piernas” (1911: 133-134)–, así que abandonará la compañía al término del primer acto y huirá a París, donde se curte como vedette bajo la protección de sucesivos caballos blancos.

El resto de la obra transcurre cuatro años después de lo acontecido en el primer acto. La compañía de titiriteros se ha vuelto famosa, ha sofisticado sus actuaciones y sus miembros se hacen llamar los Sanders. Además, han cambiado su barraca por un flamante circo. El eco de sus triunfos trae de vuelta a Cecilia, que asiste de incógnito a una función, oculta tras su máscara estelar (“la bella Nelly”), con el secreto propósito de reencontrarse con Puck. Curiosamente, esta metamorfosis1 de regusto inglés –era la moda en los escenarios (Salaün, 1999: 92)– no afecta por igual a la compañía y a la actriz: mientras que la conversión de los titiriteros no altera su sencillez y buen corazón, el cambio físico de Cecilia comporta una connotación moral negativa. He aquí el diálogo que mantienen sus antiguos compañeros, nada más verla de nuevo:

JUANITO.– Y está más guapetona… y más bien vestida. Se ha vuelto rubia.

BOBY.– Yo le pregunté si seguía arruinando fenómenos con las pantorrillas y se me echó a reír.

JUANITO.– Ahora arruina condes: para eso ha aprendido a hablar en francés. (Martínez Sierra, 1911: 192).

La risueña y fiel Lina se erige entonces como antítesis de Cecilia: ambas son actrices, pero Lina, la más joven, conserva la bondad, la ingenuidad y el idealismo de su pasado trashumante. Ahora bien, esta oposición no es completa –en ocasiones, cae en la ambigüedad– y no busca imprimir dinamismo en los caracteres, ni precisar la tensión del triángulo amoroso. Y esto es así porque, en el fondo, las dos mujeres son infelices y la insatisfacción es, por encima de sus atributos, su rasgo sobresaliente. Visto así, Saltimbanquis prefiere alejarse de la farsa para seguir la estela que, apenas unos años antes, había explorado Anton Chejov en La gaviota (1895) o en Tío Vania (1899); especialmente en la primera, en virtud del fugaz recuerdo que Nina e Irina Arkadina nos suscitan en Lina y Cecilia. Los Martínez Sierra también presentan la profesión artística como un medio de vida respetable para una mujer y digno de admiración. En todo caso, las fallas morales de Cecilia obedecen a la alternativa que elige para huir de la máscara, conquistar su libertad y ascender socialmente, esto es, con la ayuda de acaudalados caballeros. De todos modos, aunque la caracterización de Cecilia evita abundar en estereotipos negativos, los autores le deparan un rancio castigo de redención: la muerte.

En cuanto a Puck, el tercero en discordia, tras la huida de Cecilia en el primer acto, terminó conformándose con la calidez de Lina. Sin embargo, Puck reconoce que sigue amando a Cecilia. Cuando se reúne con ella, no soporta la libertad que ha conquistado. Presa del arrebato, Puck asesina a Cecilia fuera de escena y acude aterrorizado a buscar a Lina para rogarle misericordia. Ella reafirma su amor y acepta seguirlo al exilio, sin atisbar las posibles consecuencias. Saltimbanquis concluye con un llamativo final, abierto y amoral.

Además de la metateatralidad de la obra y de su atención por el trabajo actoral, hemos de añadir un tercer rasgo distintivo. El dramatis personae anuncia la vocación paródica que late en un texto poblado de figuras populares, reconocibles por el lector contemporáneo a Saltimbanquis y sus noveles autores: de un lado, las referencias literarias de Puck y el poeta Juan Ramón –del que hablaremos a continuación– son fácilmente identificables; como también lo son el caricato, la écuyère (jinete acrobática), la chanteuse (“una cupletista que es o se las da de francesa”, Salaün, 1999: 200), la fornida y andrógina mujer atleta (Leonor) y otros que se mencionan: la bella del trapecio, el hombre sierpe (el gran contorsionista), Miss Marta (la domadora de focas) o el hombre de los fenómenos y el chico de las siete cabezas (referencia a los espectáculos de freaks o monstruosidades). La parodia quiere latir también en la condición tornadiza de estos titiriteros sin nombre que, de manera inesperada e inexplicable, alcanzan las cotas más altas del arte escénico bajo la pretendidamente distinguida denominación de Sanders. Si en el primer acto, la compañía se dedicaba a montar “comedias de romances de ciego” (Martínez Sierra, 1911: 103), en el segundo y tercer acto sus componentes deslumbran al público interpretando las delicadas pantomimas del poeta Juan Ramón; pantomimas que, por cierto, prevén que los actores luzcan como los personajes de la Commedia dell’arte. Entendemos este guiño no sólo como una pauta interpretativa de los autores a los actores, sino como una apuesta de los primeros por la genuina y autónoma creatividad de los segundos en relación al texto dramático (Allardyce, 1977). Hay un elemento más que acentúa la intención paródica de Saltimbanquis: la música que completa la pantomima de Juan Ramón, que Lina-Colombina interpreta con clamoroso éxito, no es otra que la burlesca Marche funèbre d’une marionnette, de Charles Gounod (1872).

La trasposición de Juan Ramón Jiménez en el poeta que acompaña a los Sanders merece un comentario aparte. Ya hemos aludido a su fundamental colaboración en Teatro de ensueño y a la sincera amistad y proyectos en común que lo unían a los Martínez Sierra. Pero, más allá de introducirse en la ficción de Saltimbanquis, este trasunto respira como el auténtico poeta, con declaraciones como esta: “¿A que se acuerda usted con más cariño de algunas tristezas de las hondas que de todas sus alegrías?” (Gullón, 1961: 21). A decir verdad, es mucho más conocida la presencia de Rubén Darío en Luces de bohemia (1920-1924), pero el procedimiento es similar: Valle-Inclán articuló un personaje que recitaba como el auténtico poeta nicaragüense con vistas a obtener un testimonio ficticio, pero fidedigno, de la bohemia modernista (Caudet, 2017: 199-202). En Saltimbanquis, Juan Ramón advierte además los derroteros por los que idealmente debiera transitar el teatro y lo hace felicitando a Puck por sus dotes como director de escena: “Tiene usted una intuición poética maravillosa: la visión justa de lo que es bello, el gesto preciso” (Martínez Sierra, 1911: 168).

El espacio y el tiempo son los últimos elementos de la obra de los que nos ocuparemos aquí, de manera forzosamente breve. El primer acto transcurre en la plaza de un pueblo castellano, en el interior de una barraca ambulante. El mobiliario y los objetos abundan en la idea de que sus habitantes agotan su existencia eternamente parapetados entre la ficción y la realidad. La primera acotación avanza la inquietud plástica que subyace en la obra –donde van a primar luz, sombras, reflejos, colores, texturas, volúmenes, etc.– y, en el fondo, de la producción posterior de los Martínez Sierra:

Aquel buen sol, que con franqueza tal se entra barraca adentro, posándose en los lacios oropeles, los recama de oro. Las lentejuelas empañadas se esfuerzan por brillar; el menguado cristal del espejo despide refulgencias adamantinas; la lona amarillenta, al vestirse de luz, disfraza la tosquedad de su trama con suavidades terciopelescas, y sus rígidos pliegues tienen la majestad de pliegues de brocado. (1911: 99-100).

En contraposición, la acotación inicial del segundo acto, que se desenvuelve en las elegantes dependencias de un gran teatro-circo urbano, fija su atención en los pintorescos seres que moran entre cajas, sin que por ello merme la sensualidad y la riqueza visual y sonora. La acción se desplaza, pues, desde el exterior, donde dominaba el astro rey, hacia un interior íntima y misteriosamente iluminado por lámparas, que acrecientan el contraste de luces y sombras: es el reverso de la fantasía, la dimensión más prosaica que descansa entre bambalinas, desconocida por el espectador:

En el menguado saloncillo, la “bella del trapecio” espera el momento de su número, envuelta en pieles, medio tendida en un diván, y el “hombre sierpe”, el gran contorsionista, anda no poco entretenido haciendo centellear su bruñida vestimenta bajo la luz de la pomposa araña. Una chanteuse y un karikato beben cerveza ante una mesa. Óyese aquí la risa de una ecuyère que se burla de un galanteador, y allí la conversación entre dos excéntricos, extranjeros los dos y de tierras distintas, que improvisan para entenderse un lenguaje bárbaro. Dentro, en los corredores mal alumbrados, gentes y sombras pasan y se pierden. Hay charlas sutiles y dormilonas. (1911: 139-140).

La aséptica acotación del tercer acto nada tiene que ver con las anteriores, pues se limita a concretar la disposición del cuarto de Lina a la manera en que cualquier comedia burguesa dispone una habitación común; esto es, con “paredes cubiertas de cretona con flores. Sobre la mesa un gran ramo de rosas. Un espejo de pie, de tres hojas, en el centro de la habitación: delante del espejo, mesita-tocador” (1911: 183). Incluso ha desaparecido cualquier referencia a la luz interior. Ya hemos anotado que, en su recta final, Saltimbanquis se disuelve en un conflicto pasional y culmina con un fatal desenlace; el más acorde para alguien que, como Puck, no puede sino pensar “[e]n tiempos viejos” (1911: 141) y es autor de ripios como el que sigue:

Señora, la mi señora
tengo muerto el corazón,
que vuestros fieros desdenes
me le hirieron a traición. (1911: 148).

Saltimbanquis no llegó a estrenarse. Lejárraga aclaró que la obra no carecía de interés: el eminente actor Emilio Thuiller quiso representarla en el teatro de la Comedia de Madrid, pero, al parecer, el empresario del coliseo se opuso aduciendo que la pieza era “demasiado fuera de las normas corrientes”. En realidad, la escritora no tuvo reparos en reconocer que Saltimbanquis se adhería a “los moldes del drama corriente y moliente de la época en que se escribió”, de modo que, formalmente, podía pasar por ser obra de José Echegaray, Ángel Guimerá, Santiago Rusiñol o Leopoldo Cano (Martínez Sierra, 1953: 34).

No en vano, la crítica que leyó Teatro de ensueño se detuvo precisamente en examinar Saltimbanquis, tal vez por tratarse de la pieza más asequible (Salaün, 1999: 90-91). De hecho, los Martínez Sierra y Rusiñol la retomaron en 1908 y la tradujeron al catalán (Aucells de pas). Cuatro años más tarde, Saltimbanquis caería en manos del compositor José María Usandizaga, quien, inspirándose en el texto, empezó a trabajar sin antes consultar con los Martínez Sierra. El matrimonio conocería la noticia del proyecto musical durante su estancia en San Sebastián, en 1912 (Martínez Sierra, 1953: 104). María y Gregorio aceptaron la colaboración, para lo cual la escritora recurrió a la ayuda de Cipriano de Rivas Cherif y refundió el texto basándose en la obra de Usandizaga y en Aucell de pas (Cascudo, 2014). El resultado fue una zarzuela, Las golondrinas, que se estrenó el 5 de febrero de 1914(Fig. 6, fig. 7, fig. 8 y fig. 9).



1 “El circo puede ser uno de los lugares eminentes para la revelación de lo hermoso, cuando es el lugar en el que se despliegan todos los recursos del virtuosismo muscular, cuando, en él, el hombre se transforma todo entero en algo superior e inferior al hombre: un genio alado, un sapo” (Starobinski, 2007: 24).