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Acerca de Un teatro anómalo. Ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo.

Antonio Fernández Insuela

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La segunda sección del libro que comentamos, “Censuras” (pp. 157-230), me parece especialmente interesante, pues, además de la censura burocrática oficial y de la inevitable autocensura (incluso en autores que afirman escribir sin cortapisas), existen otras censuras (instituciones poderosas, empresarios, críticos, etc.). Pero, en mi opinión, hay un muy pequeño defecto formal, que no afecta para nada a los contenidos del volumen: creo que los artículos de Anne Laure Feuillastre y de María Serrano Aguilar tendrían que haber figurado en esta sección, no en la anterior.

El primer artículo de “Censuras” es el de Alba Gómez García (Universität Passau), “De las identidades posibles en el teatro comercial de posguerra: la homosexualidad femenina” (pp. 159-176), título que sería más preciso si tras “femenina” añadiese “en ¿Odio?, de Rafael Rosillo y Josita Hernán”. La investigadora, especialista en la trayectoria artística de esta peculiar mujer que fue actriz, empresaria teatral independiente, profesora y directora de teatro, ubica la obra ¿Odio? en el contexto español de fines de los años cuarenta del siglo XX, que, como es obvio, fue especialmente difícil para numerosos temas, muy vigilados por la censura, entre ellos el de la homosexualidad y, más concretamente, el lesbianismo. Ello la conduce a dividir su artículo en cuatro apartados de títulos orientativos, si bien el tercero, “La censura económica y mediática del sistema teatral en la posguerra” (pp.168-171), al centrarse solo en el caso de ¿Odio?, debería titularse algo así como “Recepción crítica de ¿Odio?”, y el cuarto, “El “posibilismo identitario” ante las censuras del teatro de los cuarenta” (pp. 171-174), dado que su contenido en buena medida se basa en apartados anteriores, podría titularse “Conclusiones”. Y creo que hay que señalar que este artículo está muy relacionado con otro trabajo de Alba Gómez García (2020), coetáneo pero más sintético.

Estamos ante un trabajo muy documentado con análisis, argumentaciones y juicios muy justificados al tratar cuestiones clave en todas las circunstancias que rodean al teatro español de los años cuarenta (y lustros posteriores hasta la transición democrática). Especial relevancia tiene en el estudio el problema del posibilismo que debieron cultivar quienes querían representar sus obras de tema “peligroso” en España, para lo cual las peripecias que Rafael Rosillo y Josita Hernán pasaron con ¿Odio? se nos muestran con detalle y ponderación. En esta obra presentaron, de modo deliberadamente impreciso, la verdadera personalidad de la protagonista Beatriz, haciendo que la acción girase más hacia situaciones existencialistas que hacia su condición de lesbiana –Alba Gómez García recuerda que A puerta cerrada, de Sartre, se representó en Madrid por el Teatro de Cámara en 1947–. Táctica que resultó fructífera, pues los censores se centraron en el existencialismo y exigieron diversos cortes en el texto, pero no se dieron cuenta del lesbianismo y, si lo intuyeron, consideraron que, como dice uno de ellos, “no se traduce claramente en la obra, lo que es de alabar” (p. 167). Sí lo percibieron unos muy pocos críticos cuando se estrenó en 1949, pero “evitaron los juicios moralistas” (p. 170). Lo único que echo en falta al hilo de la muy rápida resolución del favorable expediente de censura –previos cortes en el texto– es que la autora no se plantee, al menos como hipótesis, que la intervención de una relevante jerarquía administrativa quizá tenga que ver con el hecho de que Rafael Rosillo Herrero era hijo de un alto financiero y aristócrata, el conde de Rosillo. Y pienso que sería muy deseable que Alba Gómez García llevase a cabo una edición de ¿Odio?, obra que creo está inédita, pues la investigadora no cita ninguna edición.

El segundo estudio de la sección “Censuras” es el de Francesc Foguet i Boreu (Universitat Autònoma de Barcelona) “La censura preventiva del teatro de Llorenç Villalonga (1954-1965)” (pp. 177-196). El investigador, especialista en teatro español del interior y del exilio, nos ofrece un muy denso artículo sobre los juicios de la censura respecto de las ediciones y las representaciones de las obras del autor mallorquín, falangista, monárquico y liberal conservador. Para ello consultó ocho expedientes de censura conservados en el AGA, siete sobre textos de Villalonga en catalán y uno sobre Despropósitos, la traducción castellana de Desbarats. Dijimos “muy denso” porque la información sobre el autor y su teatro es tan abundante –y tan necesaria para lectores poco conocedores de la cultura en catalán– que incluye notas con tanta información como el cuerpo principal de ciertas páginas. Las cinco páginas iniciales están dedicadas a informar de la trayectoria ideológica y teatral del autor estudiado, que hasta 1962 no es representado en escenarios catalanes. En palabras de Foguet i Boreu, “[m]ás bien pocas son las ocasiones en las que su teatro fue representado en los escenarios catalanes durante la dictadura franquista” (p.179). De esas escasas representaciones nos da sucinta noticia. Y señala que

 [v]arias de las novelas de Villalonga fueron prohibidas por la censura franquista, como, por ejemplo, Mme. Dillon, publicada en 1937, pero después considerada inmoral y vedada en varias ocasiones hasta publicarse –sutilmente autocensurada– con el título de L’hereva de donya Obdúlia en 1964 (p. 181, n. 7).

 

A continuación, el investigador ofrece los juicios que la censura emitió sobre las obras teatrales de Villalonga presentadas para su edición. En 1954 se archiva, sin resolver, Faust, “por tratarse de una traducción catalana”, decisión que a Foguet i Boreu le parece una muestra de la arbitrariedad de los criterios que utilizaba la censura (pues, en realidad, Villalonga no traduce la obra de Goethe, sino que adapta la primera parte de su propia novela Bearn). Y al año siguiente, una petición idéntica se autoriza, pero con supresión de frases como “Déu i el Dimoni s’han d’arreglar qualque día”. Otras obras pasaron aun con menos problemas, con la excepción de Desbarats, de la que en 1965 un censor pide se prohíba porque una de sus piezas se desarrolla en el cielo y en el infierno, en tanto que otro pidió se tachara el nombre de Franco y dos páginas por irreverentes e inmorales. Se aprobó la obra con algunas de las supresiones que se pedían. En una página a dos columnas muestra el investigador las diferencias entre el texto presentado a censura y la versión definitiva de los fragmentos cuya supresión se pedía. Ni qué decir tiene que, obviamente, se suprime la alusión a Franco. Y en 1974 se autoriza sin supresiones la traducción castellana en dos volúmenes por Edicusa. Quizá, nos parece, esa fecha tardía y el hecho de que se trata de libros, no de representaciones, explique el que los textos teatrales de Villalonga se publicaron con pocas o ninguna tachadura.

 Por lo que concierne a los permisos para representaciones, Foguet i Boreu muestran el diferente trato que merecieron la adaptación de la novela Mort de dama y Desbarats. Las dos veces que en 1970 Ricard Salvat con su EADAG presentó a censura la primera, la obra fue permitida sin corte alguno para mayores de 18 años. Por su parte, Desbarats, también en 1970, tuvo un proceso más complicado y amplio, con intervenciones positivas y defensoras de la calidad estética de las piezas que constituyen dicho texto o de censores como María Nieves Sunyer, Juan Emilio Aragonés y Francisco Galí. Aunque se le formulan diversos reproches –un crítico llega a pedir la prohibición de Hi feren ben aprop–, Desbarats es autorizada para sesiones de cámara y con una sola tachadura (un “¡Viva Franco!”) (p. 191). Y finaliza sus informaciones y comentarios Foguet i Boreu en el muy breve apartado “Censura preventiva” (pp. 192-193) en el que afirma que en el caso de Llorenç Villalonga

la censura franquista actuó de forma más bien preventiva [la censura administrativa casi siempre es preventiva] hacia ciertas desfachateces o extravagancias irreverentes de cariz político, moral o religioso que importunaban a los veladores del orden y la moral oficiales,

 

si bien “su dramaturgia no fue tan censurada como la de otros autores catalanes inequívocamente antifranquistas” (p.193). Situación esta última que, añado, es esperable, dada la diferente intensidad de la crítica en ambos casos y porque la censura, como con frecuencia se explicita en los informes, tenía en cuenta la personalidad política de los dramaturgos.

El tercer artículo de “Censuras” es el de Giuseppina Notaro ((Università degli Studi di Napoli “L´Orientale”) “La censura anula toda identidad: Diálogos de la herejía y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas de Agustín Gómez Arcos” (pp. 197-210). La autora, especialista en escritores bilingües en el exilio como Jorge Semprún o Gómez Arcos y en las identidades, ofrece, acudiendo a la pertinente bibliografía sobre el autor (en especial y lógicamente, a Feldman, 2002), una muy trabada visión de la trayectoria vital y teatral del escritor almeriense que a fines de los años sesenta se marchó al exilio francés, por el maltrato que recibió de la censura franquista en las obras que figuran en el título del artículo. En ese destierro se convirtió en autor en lengua francesa y obtuvo un reconocimiento que se le negaba bajo el franquismo. La investigadora utiliza unas interesantes opiniones de Gómez Arcos sobre la relación entre lengua y libertad, en las que ataca duramente a la censura y donde vincula segunda lengua y libertad:

La segunda lengua te infunde fuerza para gritar aquello que la lengua materna te prohíbe. […] El día en que la lengua francesa puso a mi alcance esta posibilidad fue sin duda el día más pleno de mi vida. Ese día comprendí que nadie en mi propio país, ninguna institución, tendría nunca más el poder de hacerme callar (p. 203). 

 

Opiniones que, quizá, podría haber analizado la profesora Notaro, porque podemos preguntarnos si el dramaturgo es libre por escribir en francés o por vivir en un país democrático donde no hay censura y tiene como idioma oficial dicha lengua. Cuestión que, en último caso, podemos vincular al concepto de identidad, como muestra adecuadamente la investigadora, o, pienso, a la definición de patria: ¿la lengua, la infancia, el lugar donde se es feliz, el lugar donde se vive en libertad y justicia…? Y ¿cuál fue la patria –o las patrias– de un autor que encarnó como pocos las muy duras limitaciones que el franquismo imponía a cualquier escritor disidente como lo fue Agustín Gómez-Arcos? Un dramaturgo para el que, en acertadas palabras de Giuseppina Notaro, “[l]a libertad, desde su infancia, es el valor más importante y [que] no puede aceptar que sea aniquilada” (p. 203), por lo que prácticamente no existió bajo el franquismo.

Y cierra la sección “Censuras” el artículo de Masa Kmet (Universidad Complutense de Madrid) “Teatro no profesional frente a la censura franquista. El caso del grupo Pequeño Teatro Dido” (pp. 211-230). La autora, que investiga sobre el teatro aficionado y el teatro independiente bajo el franquismo, dedica el presente trabajo a uno de los grupos de cámara más importantes y duraderos (1954-1964) de Madrid y quizá de España. Es un verdadero acto de justicia el reconocimiento que la investigadora eslovena dedica a este grupo, al igual que hace en un artículo aparecido previamente acerca de un traductor y director muy vinculado a Dido, Trino Martínez Trives (Kmet, 2020). En las siete páginas iniciales expone cuestiones conceptuales e informativas sobre los grupos de cámara y de teatro independiente y sobre el modo de actuar la censura. Se trata, a mi entender, de páginas muy correctas en su contenido, si bien quizá sean demasiadas en un artículo de veinte páginas y con una afirmación, al menos, discutible: la de que los grupos más afectados por la censura “fueron los grupos no profesionales” (p. 211). A continuación, resume los objetivos que animaban Pequeño Teatro Dido1, grupo de teatro de cámara fundado y dirigido por Josefina Sánchez Pedreño, murciana de origen, “jurista y liberal”, como la calificó el profesor Antonio Morales. Su pretensión fundamental era dar a conocer en Madrid “obras españolas y extranjeras prohibidas para representaciones oficiales” (p. 218), para lo cual organizaban una compañía de actores profesionales que cambiaban en cada obra, autorizada solo para una función. En total representóunas cincuenta obras, entre las que incluyeron representaciones de autores jóvenes españoles. Por otra parte, en 1959 crea el premio “Valle-Inclán” para autores noveles españoles e hispanoamericanos; no está dotado con premio económico, sino con el estreno de la obra. Tras estas informaciones forzosamente sintéticas, la autora pasa a analizar los problemas de Dido con la censura, a partir de la consulta de cinco expedientes en el AGA. Señala las dificultades para saber cuántas obras presentaron a examen, la preferencia de Dido por textos extranjeros –más toleradas por los censores, pues la acción que presentaban no se refería al régimen franquista–, y resume los criterios y decisiones que adoptó la censura en las tres únicas obras que le prohibieron: “Divinas palabras, de Valle-Inclán; Don Juan en el infierno, de George Bernard Shaw, y La hostelera, de Jacques Audiberti” (p. 222). En la prohibición de la primera, llevada a cabo en 1958, la causa fundamental son las escenas finales, que para el crítico más tolerante y más defensor del valor literario de la obra son “imposibles de adaptación en teatro por de [sic] cámara que fuese”, y para el otro, religioso de profesión, “espectáculo en que convierte el autor la exhibición del mal, con la agravante de unas “Palabras divinas”, que ninguna explicación recta puede tener en este texto concreto” (p. 223). Será autorizada para teatro comercial en 1961, lo que demuestra, según la autora, “la subjetividad, cuando no arbitrariedad, de los censores (p. 224). La obra de Audiberti fue prohibida en 1956 por motivos morales. Y la de Shaw también fue prohibida en 1956, porque se consideraba que iba en contra de la ortodoxia católica, ya fuese sobre la visión del infierno, el libre examen, el amor, etc. En 1959, tras otra petición de Sánchez Pedreño, fue autorizada para dos montajes ante estudiantes extranjeras de dos sedes madrileñas de universidades norteamericanas. Y antes de unas breves y acertadas conclusiones se refiere a la “censura económica”, es decir, las limitaciones al apoyo económico por parte de los organismos culturales oficiales. En el aspecto bibliográfico, me parece que podría haberse citado el muy útil artículo documental de Bárbara Bloin (2007).

La sección tercera del volumen, “Fronteras”, la abre el artículo “Dramaturgos irlandeses en la cultura teatral en España durante el franquismo” (pp. 233-271), de la profesora Raquel Merino Álvarez (Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea), especialista en el teatro inglés y en sus traducciones al castellano. La autora no dedica las primeras páginas a cuestiones de tipo teórico o informativo sobre la censura, sino que desde el primer momento señala que en sus indagaciones en el AGA ha encontrado expedientes de censura sobre ocho autores irlandeses: “Oscar Wilde, George Bernard Shaw, John Millington Synge, Samuel Beckett, Sean O’Casey, James Joyce, Brendan Behan y William Butler Yeats” (p. 234), siete de ellos traducidos al castellano, cinco al catalán y tres al gallego, que en total generan “algo más de un centenar de entradas de autores irlandeses” (ib.). Los más frecuentes son Beckett, Shaw y Wilde. Los que ya habían sido representados “en el primer tercio del siglo XX (Wilde, Shaw y Synge) reaparecen tras la Guerra Civil con reposiciones, y a partir de 1955 se registran, sobre todo, estrenos” (ib.). Después de estas informaciones y contando también con aportaciones de especialistas en el tema como Marta Mateo Bartolomé o María Antonia de Isabel Estrada, se refiere sintética y diacrónicamente a la trayectoria bajo el franquismo de unos y otros autores (pp. 234-237) y señala que los dramaturgos irlandeses sirvieron para tratar “cuestiones de identidad lingüística, nacional o ideológica”.

De los ocho autores selecciona a tres (Shaw, Synge y O’Casey) para exponer las decisiones de la censura respecto de ellos. De Shaw (pp. 237-240) trata el caso de Pigmalión, ya representada en la preguerra española y que se vuelve a representar desde 1942. De modo sintético, podemos ver que se autoriza sin problemas e incluso se permite a veces en los años sesenta su transmisión radiofónica en castellano o en catalán. Estos hechos conducen a la autora a afirmar que Shaw (en los años sesenta, entiendo) es un autor “integrado en el centro mismo de la cultura escénica en España en tiempos de apertura política” y “con vinculación con la cultura teatral en Cataluña” (p. 240).

A Synge (pp. 240-245), admirado por Juan Ramón y por Lorca, y representado antes de la guerra, se le autoriza en 1947 Jinetes hacia el mar, pero ese mismo año se le prohíbe El farsante del mundo occidental, a pesar de que iba a ser un montaje del TEU; será permitida en 1956 en el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, con dirección de Modesto Higueras, discípulo de Lorca. Desde la década de los sesenta se representan varias obras suyas; una de ellas, Deirdre de los pesares, piensa plausiblemente Raquel Merino que debido a “la posición de poder en el mundo teatral, tanto de la peticionaria [Ángeles Rubio Argüelles, del grupo malagueño ARA y esposa de Edgar Neville] como del adaptador [el crítico Alfredo Marquerie]” (p. 243). Synge se convierte en autor admirado por los grupos no profesionales como el TEI (de Juan Carlos Plaza) o Teatro Libre (de José Luis Alonso de Santos) y la censura no opone obstáculos insalvables. Y merece especial atención de la investigadora el interés que desde comienzos de los años setenta Synge despierta en grupos gallegos y catalanes del interior e incluso del exilio, que lo representan traducido a sus respectivas lenguas vernáculas. Respecto del dramaturgo irlandés, Raquel Merino señala que la “importancia singular” que tuvo en Galicia se debe a que era “exponente de una identidad celta compartida” (p. 244).

 De Sean O’Casey (pp. 245-250) la autora del artículo muestra cómo varias de sus obras subieron a los escenarios desde 1955 sin mayores problemas, bien para funciones de cámara, bien para escenarios comerciales (con el gran éxito en 1976 de Rosas rojas para mí, en traducción de Alfonso Sastre, y ese mismo año autorizado en gallego y en catalán), pero también hace ver que otras tuvieron que llegar al pleno de censura (Canta gallo acorralado, en versión de Antonio Gala en 1973) o que las representaciones de Cuento para la hora de acostarse, en versión del grupo sevillano Esperpento y estrenada en 1971, fueron suspendidas por orden gubernativa en 1973 tras una denuncia en Lugo de un censor, e incluso hubo una intervención posterior del cuerpo jurídico militar respecto de esta versión.

A continuación, en un breve apartado, la autora pone de relieve la importancia que para la difusión del teatro irlandés en España tuvieron mediadores culturales como el director Modesto Higueras, los hispanistas Charles David Ley y Walter Starkie (especialmente, este curioso y polifacético personaje), los censores, los críticos (Alfredo Marqueríe) o traductores, adaptadores y directores (Alfonso Sastre, Torrente Ballester, Adolfo Marsillach, Antonio Gala) y los grupos de teatro universitario o independiente. Y tras la bibliografía, incorpora dos anexos muy interesantes: a) el primero ofrece tres apartados: el “[n]úmero de entradas (y años) de dramaturgos irlandeses en AGA 046”, las “[o]bras de dramaturgos irlandeses con libreto en catalán y gallego en AGA 046” y las “[o]bras de dramaturgos irlandeses emitidas por televisión 1967-1981”; y b) y el segundo,  “Anexo gráfico” (pp. 258-271), está formado por la reproducción fotográfica de documentos de diversos expedientes de censura citados por Raquel Merino Álvarez.

El segundo artículo de la sección “Fronteras” es “El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas de Madrid” (pp. 273-303), de la profesora Cristina Bravo Rozas (Universidad Complutense de Madrid /ITEM), americanista especializada en la narrativa breve y el teatro contemporáneos. La autora comienza su artículo, en general organizado diacrónicamente, señalando varios hitos políticos y culturales en las relaciones entre el franquismo y los países hispanoamericanos, en un contexto político en el que España pasa de un casi total aislamiento internacional a la progresiva incorporación al mundo occidental. En los años iniciales, para romper el aislamiento, el régimen “intenta fortalecer los lazos con Hispanoamérica, considerándose el baluarte de la Hispanidad y la portadora de los valores del régimen franquista: el catolicismo y ser la guía espiritual de Hispanoamérica” (p. 276). Ello se traduce en diversas iniciativas como la creación del Consejo de la Hispanidad, el XIX Congreso de Pax Romana que en 1946 acuerda crear el Instituto Cultural Iberoamericano, el Instituto de Cultura Hispánico, etc. Estas circunstancias, según la autora “influyeron, sin duda, en la creación de los repertorios de los Teatros Nacionales, así como de los teatros comerciales, los independientes y el TEU” (p. 277).

A continuación, la investigadora pasa a documentar la presencia del teatro hispanoamericano en cada uno de estos tipos de locales, obviamente los de Madrid. El teatro comercial argentino que se representa en los pertinentes escenarios madrileños en las décadas cuarenta y cincuenta está formado por piezas de “la llamada comedia blanca o asainetada”, que solo busca distraer y divertir y que cultivan autores que a nosotros nos resultan desconocidos (Camilo Darthés y Carlos Damel, Sixto Pondal, Carlos Alberto Olivari, etc.) o poco conocidos (Enrique Suárez Deza, ya representado y editado en la preguerra). También se refiere a las compañías argentinas con actores hijos de españoles como la de Pepita Serrador o la de Lola Membrives (por errata, en la p. 282 aparece como Memvibres) que representan a otros autores del mismo país en la línea artística de los antes citados. El único autor argentino que hoy forma parte del canon académico y que fue representado en 1956 fue Carlos Gorostiza, con su obra El reloj de Baltasar, que mereció los elogios de Alfredo Marqueríe, el crítico de ABC que casi monopoliza las opiniones de la prensa madrileña que la autora aduce sobre las representaciones comerciales en esas décadas. Por lo que concierne al teatro comercial mexicano, solo se representaron dos obras: una de Federico Gamboa y otra de Nemesio García Naranjo.

A partir de 1945, instituciones como el Instituto de Cultura Hispánica, la cátedra Ramiro de Maeztu o el Colegio Universitario Nuestra Señora de Guadalupe, y publicaciones oficiales como Mundo Hispánico, Cuadernos Hispanoamericanos o Correo Literario, favorecen diversas representaciones teatrales de autores hispanoamericanos o escriben sobre el teatro de sus países. Así, los TEU y ciertos teatros de cámara dan a conocer algunos textos dramáticos de autores como el nicaragüense José de Jesús Martínez, que recibirá notables elogios por ABC o La Vanguardia Española (pp. 287-290) o el cubano Virgilio Piñera, de cuya obra Los siervos se hará una lectura dramatizada. Pero no faltó algún caso de censura: El puente, de Carlos Gorostiza, en adaptación de Buero Vallejo, fue prohibida en 1952, a pesar de su valor literario reconocido por los tres censores. Pero se impone la opinión del que afirma que “[a] lo largo y hondo de toda la obra se percibe un sentido y propósito político de enfrentar a las clases sociales, el pobre y el rico, sin que se apunte ninguna idea o solución constructiva” (p. 291)2.

En la década de los años sesenta se intensifica la presencia del teatro hispanoamericano en los escenarios de Madrid “por los cambios que operan a nivel de política cultural, así como por el incremento del teatro independiente y la creación de revistas especializadas como Primer Acto3, que en 1960 creará una sección especial dedicada al teatro hispanoamericano” (291-292). Las obras hispanoamericanas llegan además al Teatro Español y al Teatro María Guerrero. La autora cita algunos ejemplos de obras y compañías chilenas (p. ej., en 1961, Deja que los perros ladren, de Sergio Vodanovic, por el Teatro Ensayo de la Universidad Católica de Chile). Y se refiere la autora al cubano Carlos Miguel Suárez Radillo, crítico, historiador del teatro, conferenciante, director y fundador del grupo “Los Juglares”, con el que en enero de 1962 estrenó en España Historias para ser contadas, del argentino Osvaldo Dragún, enseguida publicada en la citada revista y representada por muchos teatros de cámara4. Y en esa década también contribuyen a difundir el teatro hispanoamericano la creación en 1963 por el Instituto de Cultura Hispánica del Concurso Teatral Tirso de Molina, que dio lugar a representaciones de cuatro obras, y la llegada en 1965 del chileno Jorge Díaz, que “desempeñaría un papel capital a la hora de renovar la escena madrileña, no solo por la creación de varios grupos de teatro de arte y ensayo, como Teatro Nuevo Mundo, sino por su labor pedagógica como divulgador del teatro hispanoamericano” (294). La autora recoge varias opiniones de y sobre el autor y el teatro independiente y sobre sus representaciones desde 1966 (El cepillo de dientes). Y también se refiere brevemente a otras obras: de Virgilio Piñera Dos viejos pánicos, en 1970; de Carlos Gorostiza ¿A qué jugamos?, en 1971; y de Neruda Romeo y Julieta, en 1971.

 Y, para finalizar, la investigadora cita a dos dramaturgas, la diplomática colombiana Amira de la Rosa y su obra La madre borrada (1943) y la costarricense Victoria Urbano Pérez (Agar, la esclava, dirigida y protagonizada por Josita Hernán en 1953, y La hija de Charles Green, codirigida por su autora en 1954, tras lo cual presenta una muy breve síntesis, fiel a la realidad teatral hispanoamericana en España que previamente mostró en su trabajo. Algunas erratas (“Godicelaya”, en lugar del correcto “Goiricelaya”, p. 294), alguna referencia que no aparece en la bibliografía (“Franco1940: 7.649”, p. 277) o alguna entrada bibliográfica levemente incorrecta (el artículo de la americanista Carmen Márquez Montes creemos que debe ser “Carlos Miguel Suárez Radillo, un juglar de ambas orillas”, de 2003) no empañan este muy útil trabajo, de elaboración forzosamente difícil por la amplitud temporal y la diversidad de autores, obras, compañías e instituciones políticas de que trata.


1 En los estudios teatrales y en las reseñas de sus estrenos se acostumbra a citar este grupo de dos maneras diferentes: “Pequeño Teatro Dido” y “Dido, Pequeño Teatro”. Esta segunda denominación, con el añadido “de Madrid”, es la que en tres ocasiones utiliza Josefina Sánchez Pedreño el 12 de junio de 1961en su escrito de recurso ante el Director General de Cinematografía y Teatro por la prohibición de La camisa.

2 La autora señala el número de expediente del AGA del que procede el párrafo que utiliza, lo que hace pensar que es fruto de su consulta directa. Dicho párrafo ya había sido dado a conocer por Berta Muñoz Cáliz y por Javier Huerta Calvo. Véanse al respecto las pp. 119-126 de Huerta Calvo (2011), y la “Introducción” y “Apéndice 2” de Carlos Gorostiza (Huerta Calvo, 2014).

3 Como es sabido, las obras que aparecían citadas o editadas en Primer Acto enseguida se representaban, no siempre sin dificultades, por los grupos de teatro aficionado o independiente en diversos escenarios españoles.

4 “Poco después de su aparición –junio de 1962–, la obra de Dragún era montada por innumerables grupos de cámara. Más adelante, uno de ellos lo llevaría a Televisión Española” (Monleón, 1968: 20).