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Tricicle: historia de una paradoja

Juan A. RÍOS CARRATALÁ

Página 2

La frescura de la tradición y otras paradojas

La ficción humorística capaz de llegar al gran público, un concepto ahora en decadencia por la prevalencia de la fragmentación, parece amparada en la improvisación y la espontaneidad para alcanzar su objetivo. El proceso de creación es más complejo y contradice la apariencia. En realidad, esa ficción se rige por normas de obligado cumplimiento sin necesidad de que el conjunto figure en un código preceptivo, cerrado y explícito. El acatamiento de las mismas, a menudo intuitivo o fruto de la experiencia compartida de los creadores, deja un amplio margen de libertad a la hora de la concreción. También supone una constante de la que resulta difícil escapar si el humorista pretende triunfar. El desconcierto del público ante una propuesta humorística demasiado transgresora quiebra una relación basada en la confianza. El consiguiente distanciamiento congela la posible sonrisa de la mayoría.

Una de esas normas implícitas nos lleva al terreno de la paradoja, que siempre resulta fértil cuando de sonrisas se trata. Las claves de lo que nos provoca tan grata reacción permanecen inalterables, en lo fundamental, a lo largo del tiempo. A veces con una constancia que sorprende a quien inicia sus estudios sobre estas manifestaciones del humor en la ficción, donde lo cultural de cualquier creación queda solapado con lo antropológico de la necesidad de reír. Esta circunstancia ha permitido a los teóricos o los filósofos establecer las categorías y los mecanismos en la ficción humorística que operan al margen de las variantes de un determinado contexto histórico. La consiguiente lista es más reiterativa que prolija, aunque la nomenclatura de la misma varía en cada ensayo por un afán de aparentar novedad. La experiencia de consultar la oportuna bibliografía para redactar La memoria del humor (2005) y La sonrisa del inútil (2008) me hizo escéptico en este sentido.

A pesar de esa fijeza en lo fundamental, la apariencia o la concreción de los citados mecanismos debe ser constantemente renovada por los humoristas, de tal manera que el público imagine encontrarse ante una manifestación creativa concebida para un presente efímero e inmediato. La ficción humorística está bien anclada en la tradición porque, en lo esencial, nos reímos de lo mismo desde siempre. Plauto permanece a la vuelta de la esquina esperándonos para soltar unas risas, al igual que tantos otros referentes inexcusables que jalonan las distintas épocas de esa ficción. Sus claves siguen de actualidad, pero ese mismo humor tiende a manifestarse como novedad de apariencia renovada y propicia la convicción de haber descubierto un filón, que en realidad ya estaba ahí con la seguridad de que nunca se agotará.

La necesidad de contar con esa frescura aparente en la ficción humorística se ha acentuado durante las últimas décadas. Los tiempos de la cultura también sufren las consecuencias de un omnipresente acelerón cuyos resultados cuentan con una obsolescencia tan programada como generalizada. A estas alturas, contemplar las grabaciones de los humoristas que triunfaron en España durante los años setenta u ochenta, por ejemplo, suele ser una invitación a sumergirnos en el túnel del tiempo para terminar allá donde nos cuesta reconocernos. Viéndolas, cabe esperar alguna sonrisa basada en la memoria de otra etapa vital, la de la juventud, pero la chispa capaz de producir la carcajada casi ha desaparecido. Incluso nos sorprendemos a nosotros mismos como sujetos rientes de esa ficción.

La referida experiencia llega hasta extremos notables cuando abordamos la ficción humorística en el ámbito docente. La exposición en clase de modelos del siglo XX –irse más atrás solo agravaría el problema– provoca interés y hasta una cierta admiración. De acuerdo, pero apenas suscita sonrisas entre un alumnado acostumbrado a disfrutar con humoristas tan efímeros e inmediatos como relacionados con su generación: son los suyos, al igual que otros fueron los nuestros.

Desde hace muchos cursos recurro en clase a grabaciones de comedias de Arniches (Fig. 1), Mihura (Fig. 2) o Jardiel (Fig. 3) como jalones del humor en el teatro español. La experiencia docente es positiva porque, entre otros motivos, ayuda a entender de qué se reían nuestros antepasados y a establecer la oportuna comparación con el presente. Los resultados nos remiten a mentalidades que consideramos más remotas de lo que en realidad, y desde un punto de vista histórico, están, aunque las conozcamos gracias a mecanismos que responden a las constantes del humor. La historia de este alumbra el conocimiento del pasado, pero apenas recuerdo algunas sonrisas entre el alumnado y no solo porque falte el necesario calor del directo. El transcurso del tiempo enfría la respuesta humorística. A efectos prácticos, importa poco que su motivación permanezca anclada en una tradición que en lo fundamental sigue operativa.

La televisión ha prescindido de una programación de ámbito familiar o destinada a ser disfrutada con toda la familia sentada alrededor del receptor. El modelo que triunfó décadas atrás, con rasgos costumbristas o sociológicos de fácil plasmación por su uniformidad, ha quedado eclipsado sin mediar demasiadas explicaciones. El resultado hace irreconocible nuestra experiencia como telespectadores si hemos superado los sesenta años y, por supuesto, apenas encontramos propuestas capaces de provocar el interés coincidente de varias generaciones. El humor no constituye una excepción en este sentido. Al margen de que los programas humorísticos hayan quedado reducidos a la mínima expresión ante la competencia de otros medios, ningún responsable televisivo plantea la posibilidad de un hueco en prime time para la sonrisa familiar más allá del ritual de la Nochebuena. Y este último como parte de una tradición, reciente en términos históricos, que merece un respeto para evitar la susceptibilidad herida de los telespectadores.

Frente a este eclipse de algunos de los canales tradicionales en la ficción humorística, las nuevas tecnologías ofrecen una abrumadora, caótica y dispersa oferta. Su denominador común es la inmediatez al servicio de lo rápido y efímero consumido en cualquier espacio o tiempo. Aparte de las diferentes calidades, que permiten hallazgos notables desde el punto de vista creativo, estos humoristas siempre jóvenes o de mediana edad para aparentar el vitalismo de lo fresco no pretenden precisamente sumarse al canon de los clásicos. El objetivo de sus intervenciones es llegar pronto, muy pronto, a los usuarios de las redes sociales o los consumidores de las plataformas digitales para provocar reacciones inmediatas donde la interactuación cobra protagonismo.

Los vídeos o los mensajes correspondientes apenas requieren elaboración más allá del ingenio o la ocurrencia, responden a una iniciativa individualizada a menudo y pueden convertirse en virales hasta extremos inimaginables hace unos años. El éxito resulta notable en relación con unos costes donde la producción aparece solapada con la exhibición sin mediar la distribución. La modestia en cifras de ese éxito queda compensada a menudo por la escasa inversión en tiempo y medios, pero la respuesta positiva solo aparece dentro de una comunidad donde el sesgo generacional, cultural o ideológico resulta determinante. Apenas ha habido, desde el punto de vista histórico, una ficción humorística ajena a estos grandes sesgos. No obstante, la pretensión de crearla en la actualidad parece más inviable si cabe. Tal vez porque esas comunidades han trazado fronteras a la hora de consumir dicha ficción. Ni siquiera el humor blanco las atraviesa con facilidad en una sociedad tan polarizada como dispuesta a sumar nuevos tabúes.

Los chistes orales o gráficos de toda la vida también parecen haber desaparecido hasta el punto de convertirse en una especie en peligro de extinción y, desde luego, para triunfar evitan aparentar ser de «toda la vida». El inefable Jaimito ha corrido idéntica suerte porque pocas personas admiten que un mismo sujeto, siempre imperturbable y carente de memoria, sea el protagonista década tras década. Y menos que pretenda representarnos a todos o ser un referente de aceptación universal. El gag quintaesenciado al estilo de los grandes maestros del cine, desde Charles Chaplin hasta Jacques Tati, se ha convertido en motivo de admiración, estudio e imitación, pero no tanto de un disfrute generalizado entre las sucesivas generaciones de espectadores. Siempre cabe pensar en una minoría capaz de apreciar estas manifestaciones en su justa medida y no solo como referentes ya convertidos en clásicos, pero cuesta encontrarla en el patio de butacas. Incluso cuando la buscamos en los pupitres de las aulas universitarias. Si nos movemos en un ámbito remoto como el del humor cervantino, el empeño todavía puede resultar más complejo, aunque sepamos de su actualidad escénica gracias a grupos como Ron La Lá, que nos contagia con su irresistible «cervantina» porque mantiene una relación abierta con Cervantes y otros referentes literarios de la época (Fig. 4).

El agua potable es lo primero que escasea en una población cuando se produce una inundación. La paradoja de esta circunstancia ha sido citada en múltiples ocasiones. Tal vez porque permite comprender su reiteración en otros ámbitos alejados de lo material o físico. Hay tanta ficción humorística a nuestro alrededor, como fruto de una cultura del entretenimiento basado en el espectáculo, que corren malos tiempos para el humor. Los de la poesía nunca han sido buenos, como es lógico. La afirmación sobre la paradójica escasez cobra verdadero sentido si nos referimos a aquella ficción humorística que es entendida como el fruto de una lenta maduración creativa, cuyo resultado se caracteriza por una voluntad de permanecer en el tiempo al alcance de públicos heterogéneos.

El panorama puede resultar especialmente desalentador si abogamos por las jerarquías y todavía hablamos de «buen humor» como categoría estética y ética. Los mecanismos creativos de la vanguardia humorística del siglo XX quedan atrás a modo de curiosidad propia de espíritus libres, pero conviene evitar cualquier añoranza, disfrutar de los hallazgos aislados entre una oferta abrumadora y asumir que nuestros tiempos, de tan líquidos, apenas permiten fijar lo verdaderamente representativo. El problema serio vendrá para los futuros historiadores. También para aquellos voluntariosos que se interesen por los motivos de las risas en nuestros días. La extrema fragmentación dificulta el entendimiento más allá del impresionismo.

Mientras tanto, cabe consolarse gracias a la constatación de que todas las reglas cuentan con notables excepciones y, además, paradójicamente algunas de esas excepciones triunfan en los escenarios contra cualquier pronóstico derivado de la lógica del mercado cultural. La circunstancia permite un alivio frente al determinismo. La trayectoria teatral de Tricicle durante cuarenta años tiene el aval de la agradecida presencia de 1.489.989 espectadores en sus espectáculos, según consta en su web. Al margen de las abrumadoras cifras tantas veces ignoradas por los historiadores de nuestro teatro reciente, esa trayectoria ha sido un ejemplo que invita a la reflexión porque supone un motivo de asombro por la práctica ausencia de casos parangonables.