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Silencio y discreción en la obra de un tertuliano:
Fernando Fernán-Gómez

Juan A. Ríos Carratalá

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La película de David Trueba y Luis Alegre supone la culminación de esa trayectoria donde siempre estuvo presente el arte de la conversación, pero dista mucho de ser el único ejemplo resaltable. De Fernando Fernán-Gómez a menudo se dijo que, subido a un escenario, le bastaba leer la guía telefónica para interesar al público. A tanto no llegó su osadía, pero el actor montó monólogos en 1992 donde se limitó a leer anuncios por palabras publicados en la prensa. El resultado fue un espectáculo rescatado en parte por los citados cineastas en su edición del DVD de La silla de Fernando (Trueba y Alegre, 2007). Al igual que el humor radica en la mirada capaz de transformar la realidad, el espectáculo en esta ocasión radicaba en la utilización de la palabra, gracias también a una portentosa voz cuyas cualidades dramáticas tanto nos han hecho disfrutar. Con tan elementales recursos, a la par que fundamentales, Fernando Fernán-Gómez convertía cada velada en un espectáculo solo disfrutado por su círculo de amistades. De acuerdo; también comprendemos el propósito de David Trueba y Luis Alegre de democratizar ese privilegio mediante la realización de su entrevista-documental, pero en última instancia el autor de El viaje a ninguna parte nunca dejó de mantener una prolongada conversación con sus lectores o espectadores.

Juan Tébar afrontó a principios de los ochenta la justificación de la cada vez más patente conversión del actor en escritor. El proceso se acentuaría en los años posteriores y, al analizarlo, el amigo e interlocutor de Fernando Fernán-Gómez realiza una afirmación clarificadora de lo que pretendemos explicar en este artículo: “Eso indica que, para ti, escribir es algo que busca una comunicación inmediata” (1984: 49). En efecto, la busca al igual que ocurre con la conversación. Y en ese mismo sentido resulta lógico el interés del autor por un género como la picaresca, donde Lázaro o cualquier otro protagonista nos da explicaciones sobre sus días como si de una conversación se tratara. Esta inmediatez de lo conversacional le permite, asimismo, pasar de un tema a otro sin otro hilo común más allá del fáctico establecido entre los interlocutores. Fernando Fernán-Gómez fue un maestro en los saltos de lo más profundo a lo coloquial, de lo reflexivo a lo anecdótico, de lo dramático a lo humorístico…, siempre con la argamasa de un estilo donde prevalece la comunicación directa por encima de cualquier otro posible objetivo. Al fin y al cabo, el autor no solo carecía de fantasmas interiores, aquellos que podrían haberle llevado por caminos complejos y alejados de lo cotidiano, sino que también evitó hacer el fantasma a la hora de escribir. Fernando Fernán-Gómez sabía que su herramienta perfeccionada por el tiempo y su trabajo era la de la conversación. La pulió con verdadero mimo hasta el final de sus días.

Algunas afirmaciones de diferentes personas, por repetidas y justificadas, se pueden convertir en dogmas que conviene aceptar sin remilgos o dudas de descreídos. Juan Tébar afirma que su amigo es “el mejor conversador que he conocido”. Tanto es así que, “incluso afónico, consigue sorprendentes efectos de embelesamiento entre el personal” (1984: 9). Diego Galán, Enrique Brasó, David Trueba, Luis Alegre… afirman poco más o menos lo mismo, como otros muchos que tuvieron el privilegio de compartir la experiencia de conversar con Fernando Fernán-Gómez, que también era hombre acostumbrado a escuchar u observar con afán de conocer. Lo hacía como si el sentido de sus continuas paradojas estuviera en cualquier recoveco de lo aprendido sin renunciar a la capacidad de dejarse sorprender. Así lo transmite cuando por ejemplo imprime un carácter propio e irrepetible al personaje del maestro Don Gregorio en La lengua de las mariposas (1999), de José Luis Cuerda, con guion de Rafael Azcona a partir de diferentes textos de Manuel Rivas Fig. 10. Su celebrado discurso de docente republicano y regeneracionista, confiado en el papel de la educación como vía hacia la libertad, es una celebración de la palabra como fuerza carismática. Resulta firme, pero al mismo tiempo es amable y envolvente. Ante algunas reacciones de los adultos puede quebrarse momentáneamente. Apenas importa, pronto recupera su fuerza sin renunciar a las emociones. Esa escena de un par de minutos en la película del añorado José Luis Cuerda resume como pocas el trabajo de Fernando Fernán-Gómez, que fue brillante en lo interpretativo y supo transmitir con eficacia el poder de la inmediatez, de la comunicación sin intermediarios, a sus escritos. Otros le llaman sencillez y los exigentes hablan de descuido, de cuya complejidad estilística demasiado se ha escrito como para recordarlo en un artículo.

Los grandes maestros basan su prestigio a menudo en la sabia utilización de recursos elementales. El conversador y tertuliano Fernando Fernán-Gómez es un excelente ejemplo. Sus lecturas fueron ricas y profundas hasta el punto de que su cultura se consideró excepcional en el panorama de los intérpretes de una generación ya desaparecida, pero todavía presente en el imaginario colectivo. La capacidad de observación también fue otro de los rasgos que le definieron y le ayudaron a suplantar con experiencia lo no aprendido en las aulas. Ambas fuentes confluyeron en una personalidad que se hacía respetar entre quienes respetan sin necesidad de advertencias. El resto forma parte de una insolencia colectiva que tanto molestaba a un Fernando Fernán-Gómez sincero hasta lo políticamente incorrecto. Así el supuesto antipático de algunas evocaciones caricaturescas de los medios de comunicación fue entablando amistades sólidas y variadas, repartidas con sujetos de diferentes generaciones y condiciones que le iban suministrando sabia nueva para su insaciable curiosidad. El proceso siempre se culminaba gracias a largas horas de conversación en su casa, que llegada la etapa de vejez sustituyeron a las muchísimas consumidas en las tertulias del café Gijón y otros lugares de encuentro. La localización cambió con los hábitos personales y colectivos, pero la base de la experiencia permaneció: el placer de la conversación como aprendizaje, intercambio y criterio para crear un estilo tan propio como aparentemente inexistente. El resultado es una comunicación fluida y atractiva para los paladares que todavía saben del citado placer.

Fernando Fernán-Gómez tal vez haya sido el único actor español capaz de justificar su trayectoria profesional con un lujo de argumentos solo al alcance de algunos especialistas. El libro de conversaciones con Enrique Brasó es un buen ejemplo, pero la tónica se repite en diferentes publicaciones. Visto el panorama de los materiales habitualmente a nuestro alcance, convendría repasar ese libro como aliviadero cuando los historiadores del teatro encontramos tantas respuestas convencionales en las entrevistas realizadas a los intérpretes. Las observaciones del actor son atinadas y, en cualquier caso, nunca pecan de prepotentes porque parten de la duda sistemática del escéptico con prontos afirmativos. Fernando Fernán-Gómez en conversación con Juan Tébar define, por ejemplo, el teatro de vanguardia a partir de una evidencia: “Todos sabemos lo que es: en el primer cuadro hablan un hada y un boxeador, y en el segundo, una domadora y un paralítico. Eso es el teatro de vanguardia” (1984: 83). Así, sin más, porque nos encontramos en el marco de una conversación.

La boutade, en realidad, no lo es tanto como aparenta. Bien colocada y con sentido de la oportunidad, la afirmación representa una evidencia acorde con numerosas experiencias. Claro está que podríamos introducir matizaciones partiendo del mismo ejemplo, pero la tarea sería propia de otros marcos comunicativos. La conversación necesita de jalones marcados por la contundencia de lo evidente. El mismo Fernando Fernán-Gómez como hombre honestamente contradictorio, acabó escribiendo un teatro cercano a ese concepto de lo vanguardista, aunque sin hadas, boxeadores, domadoras o paralíticos. Y lo hizo tras el éxito del costumbrismo presente en Las bicicletas son para el verano. Tal vez porque el dramaturgo nunca siguió en exclusiva una línea creativa, como tampoco mantuvo una sola conversación con los mismos interlocutores. El placer habría acabado pronto y Fernando Fernán-Gómez, ayuno de creencias sobrenaturales, apostó por lo terrenal de los placeres “táctiles” o al alcance de una vida que pretendió llevar con lujo y confort. La consecución del objetivo vital fue intermitente en una España poco generosa con sus cómicos. Entre otros motivos, “el de Balarrasa” apenas pudo gozar de tales gollerías porque el actor solo aspiró a que ese lujo le permitiera gastar horas y horas en lecturas entreveradas con conversaciones.

Volvamos al principio del artículo para evitar perdernos entre las derivadas de una conversación. La silla de Fernando dio asiento a una mente privilegiada que anduvo por los rincones más feraces de la literatura, supo de multitud de experiencias ajenas y otras las vivió con la intensidad de un observador sagaz. Fernando Fernán-Gómez triunfó como creador cuando se remitió a su mundo, el de los cómicos, para convertir este monumental bagaje en conversaciones destinadas al disfrute de sus interlocutores y obras cuyos lectores o espectadores tuvieron esa misma oportunidad. Ahí está su legado, el propio de quien ya debe permanecer entre los clásicos, aquellos que nos merecen confianza porque trascienden su momento con altura de miras. Si el requisito se cumple como parece evidente, no le podemos exigir al mismo autor que recuerde lo sucedido con motivo de una mediocre película. Menos todavía la denuncia de unos intolerantes de los que no queda ni el más mínimo rastro para la historia, salvo en lo referente al absurdo carpetovetónico. Lo hubo, y con abundancia, en la Córdoba de 1976 porque salíamos de una dictadura tan violenta como casposa. Ese absurdo de la intolerancia nunca anidó en la mente de un Fernando Fernán-Gómez, un actor que tuvo el detalle de prescindir del victimismo porque no ejerció de ofendido profesional o asiduo. Visto el panorama que nos rodea, conviene sentarse cerca de la silla de Fernando a la espera de un buen rato de conversación distendida, variada y ocurrente. Las chispas de la inteligencia y la lucidez llegarán de manera inevitable.

BIBLIOGRAFÍA CITADA
  • Brasó, Enrique (2002), Conversaciones con Fernando Fernán Gómez, Madrid, Espasa.
  • Fernán-Gómez, Fernando (1998), El tiempo amarillo. Memorias ampliadas (1921-1997), Madrid, Debate.
  • Galán, Diego (1997), La buena memoria de Fernando Fernán-Gómez y Eduardo Haro Tecglen, Madrid, Alfaguara.
  • Garci, José Luis et alii. (1997), “Nickel Odeon entrevista a Fernando Fernán-Gómez”, Nickel Odeon, n.º 7, pp. 40-97.
  • Ríos Carratalá, Juan Antonio (2021), Petróleo, monjas y poetas. Otras historias de 1964, Sevilla, Renacimiento-Universidad de Alicante.
  • Tébar, Juan (1984), Fernando Fernán-Gómez, autor. Diálogo en tres actos, Madrid, Anjama.
  • Trueba, David y Luis Alegre (2007), La silla de Fernando, Madrid, Plot Ediciones.