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Silencio y discreción en la obra de un tertuliano:
Fernando Fernán-Gómez

Juan A. Ríos Carratalá

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El citado olvido no constituye una excepción o una anomalía en El tiempo amarillo. Otros más notables se han puesto de relieve por quienes consideran estas obras como una especie de declaración jurada ante notario. Así se le echó en cara al autor la parquedad o la ausencia total de información acerca de sus parejas e hijos, al igual que ocurriera con otros asuntos de índole familiar. Fernando Fernán-Gómez justifica en varias ocasiones su discreción al respecto. También recurre al pudor, pero algunos lectores se sienten estafados ante la ausencia de pormenores íntimos y presuponen que el contrato de lectura debe incluirlos. El debate viene de lejos y nunca terminará. En cualquier caso, es indudable que el autor de El tiempo amarillo opta por la selección de los materiales biográficos en función de su proyección pública o su capacidad de iluminar una época más allá del ámbito estrictamente personal. Este criterio justifica la práctica ausencia de las parejas sentimentales, pero no tanto la de los baches en su trayectoria creativa o la de problemas judiciales como los protagonizados, sin ninguna voluntad de protagonismo, en Córdoba. El lector que los conoce por otras fuentes debe hilar más fino a la hora de buscar una justificación.

Fernando Fernán-Gómez es definitivamente un hombre de otra época porque nunca se consideró víctima u ofendido, al menos en público. Razones no le faltaron a lo largo de una biografía marcada por la lucidez en el análisis y el sentido de la independencia, que le llevó a aceptar las contradicciones de la vida con una pasmosa naturalidad. Esta última no es sinónimo de resignación en su caso. El actor siempre estuvo dispuesto a lidiar con los inconvenientes de lo absurdo sin recurrir al victimismo de quienes se sienten ofendidos por cualquier nimiedad e intentan rentabilizar esa circunstancia. En un ambiente tan deudor de la mirada ajena como el teatral o el cinematográfico, Fernando Fernán-Gómez encontraría múltiples ejemplos de esa actitud, a menudo derivados de un ego que parece consustancial con la profesión. La tentación de caer en estériles polémicas sobre los agravios comparativos sería notable. Sin embargo, la evitó sin hacer gala de este rechazo y, puestos a relatar algunos pormenores desgraciados de su trayectoria, siempre lo hizo de manera comedida y en un tono escéptico propio de un hombre tan experimentado como descreído.

Un ejemplo paradigmático de esta actitud es lo sucedido con motivo de la firma de una carta relacionada con la represión en la Asturias de principios de los años sesenta. Fernando Fernán-Gómez firmó “la carta de los 102” junto con otros intelectuales o personalidades del mundo de la cultura. La consecuencia en su caso fue una declaración ante la juez rematada con una curiosa anécdota (Galán, 1997: 222) y, sobre todo, el veto profesional durante años y el ostracismo más absoluto, aunque no coincidiera con Paco Rabal acerca del alcance real del mismo. La situación, en cualquier caso, fue dura. Así eran las represalias de una dictadura nada acostumbrada a las peticiones colectivas: “En 1963, al ministro de Información, que acababa de pedir diálogo, se le olvidó informarnos a unos cuantos de que no debíamos escribirle una carta preguntándole si era cierto que en Asturias se torturaba a los mineros que protestaban; nosotros escribimos la carta, y al día siguiente casi toda la prensa del país se volvió contra los firmantes. A partir de ese momento, yo era rojo” (1998: 461).

Fernando Fernán-Gómez calla acerca de las consecuencias concretas de ese ostracismo en la cotidianidad, que solo conocemos gracias a otras fuentes. Vivir de prestado durante unos meses no fue la menor. Pasado el tiempo e instalado en el discurso del recuerdo, el actor prefiere introducir un punto de ironía en sus manifestaciones y juega con las paradojas, una de sus constantes como conversador incapaz de renunciar al silogismo cuando desemboca en una relativa sorpresa. El ministro Manuel Fraga Iribarne no se despistó en lo referente al aviso a quienes creyeron cierta su invitación al diálogo, pero al cabo de casi cuarenta años la cuestión del posterior ostracismo no debe tomarse a pecho, a pesar de que en su momento le obligó a vivir de préstamo gracias a los amigos: “En fin, todo esto, que aún permanece en la memoria, algún día caerá en el olvido” (1998: 462).

Fernando Fernán-Gómez lo pasó realmente mal por aquel veto implícito del cual solo le salvaron algunos amigos como Jaime de Armiñán o el periodista Emilio Romero, que le encargaron trabajos de dirección e interpretación cuando muchos le ignoraban o le evitaban (Galán, 1997: 221). Su situación económica y profesional era precaria. Por entonces, el actor ni siquiera confiaba en la continuidad de una observación numerosas veces repetida con motivo de las entrevistas o las charlas. En la España del franquismo, tan aislada y mediocre, un éxito no te consagra ni te asegura el siguiente trabajo, pero un fracaso tampoco te condena a la inactividad. Así se podía ir tirando como actor o director; sin demasiadas aspiraciones, pero con una precariedad controlada. El problema era que el poder político era capaz de alterar esta modesta aspiración y dejar al actor en la indigencia por culpa de firmar una carta, justo cuando el ministro Manuel Fraga Iribarne había pedido diálogo porque la campaña de los XXV Años de Paz estaba en el horizonte (Ríos Carratalá, 2021).

La situación fue compleja para Fernando Fernán-Gómez, pero nunca insólita en un contexto donde otros creadores atravesaron a pie una zona desértica provistos de equipamientos de distintas calidades. La diferencia, por ejemplo, de la travesía del actor con respecto a la del Berlanga condenado al mismo destino tras estrenar El verdugo (1964), la película que le convirtió –según el general Franco– en algo peor que un comunista, pues era un mal español, es fácil de percibir Fig. 8. Fernando Fernán-Gómez solo vivía de su trabajo y no disponía de una familia adinerada que le permitiera atravesar el desierto del ostracismo por haber firmado un manifiesto. El director valenciano, sin embargo, podía afrontar el parón de varios años sin preocupaciones económicas y refugiado en sus obsesiones con una actitud a veces cercana al nihilismo. La definición como “anarquista burgués” resultaba agradecida para describirle en esta faceta. La situación fue mucho más agobiante para Fernando Fernán-Gómez, que nunca dispuso de un tiempo gratuito para sus obsesiones. No obstante, en El tiempo amarillo esta etapa de dificultades apenas ocupa unos pocos párrafos donde la perplejidad se impone al victimismo. Al cabo de los años y llegado el momento del balance, el actor prefiere el relato escueto, discreto y un tanto desencantado. Se aleja así por completo de la exhibición de los males sufridos a la espera de la admiración, la solidaridad o la comprensión del lector. Y recurre, por el contrario, al recuerdo de anécdotas como la protagonizada por el dramaturgo y censor Sebastián Bautista de la Torre. El actor había recibido una multa por besar en escena demasiadas veces a la protagonista de la comedia, concretamente siete. Personado en las oficinas de la censura con el libreto en mano, Fernando Fernán-Gómez le demostró que las autorizadas eran once. Don Sebastián se mostró comprensivo con un informe donde decía que “habiéndose comprobado que dio siete besos y estando autorizados once, quedan a su favor cuatro besos y se le levanta la sanción” (Galán, 1997: 228).

Si la firma de un manifiesto cuando el franquismo andaba enfrascado en los preparativos de los XXV Años de Paz no justifica la lamentación, por sus consecuencias propias de una dictadura, la denuncia de una asociación familiar de Córdoba ni siquiera merece una línea, a pesar de implicar un proceso judicial con las correspondientes molestias. El mejor desprecio ante este ejemplo de intolerancia propia del Celtiberia Show de Luis Carandell es el olvido y Fernando Fernán-Gómez actúa en consecuencia. El buen conversador sabe que la memoria es selectiva y al interlocutor no hay que agotarlo con el relato de batallas menores, cuyo significado conduce a los terrenos de la obviedad. El actor en sus memorias, tan deudoras del estilo conversacional, prefiere modular la realidad seleccionada para convertirla en materia de paradojas. Su sentido asombra a quienes, por desgracia, no tenemos la capacidad de observación de un hombre acostumbrado a la reflexión capaz de concretarse en una tertulia, sin los fantasmas interiores de los que habla la cita inicial y con la sencillez de una conversación entre amigos. Su discurrir es una invitación a la sabiduría basada en la experiencia así compartida, que le lleva por ejemplo a definir las penurias de la autarquía, la pobreza o la falsedad de lo poco que estaba al alcance de los españoles, con un diálogo entre un cliente y un camarero que no precisa de explicaciones: “Deme usted un café”. “Sí”. “Pero, ¿es café?”. “Sí, señor”. “¿Café, café?”. “Sí, señor”. “Pero, ¿café, café, café?”. “No, señor, eso ya no” (Galán, 1997: 92).

La sencillez en la exposición forma parte de una trabajada apariencia en el caso de Fernando Fernán-Gómez. Los muchos años de tertuliano dieron su fruto. Este rasgo definitorio de una personalidad se extiende desde su estilo conversacional al literario de sus relatos o dramas, tan deudores de un autor más acostumbrado a hablar que a pensar, aunque el primer verbo implica el segundo cuando se trata de un maestro de la charla. El resultado es que tanto el lector como el espectador tienen la impresión de encontrarse ante una continua conversación con Fernando Fernán-Gómez, donde a veces el actor es el protagonista y en otras ocasiones solo el responsable de lo que dicen sus personajes. Así, por ejemplo, cuando don Luis al final de Las bicicletas son para el verano Fig. 9 afirma que no ha llegado la Paz, sino la Victoria –una frase clave para entender toda una época–, los espectadores nos encontramos ante un hallazgo donde intuimos la huella de un Fernando Fernán-Gómez acostumbrado a colocar este tipo de afirmaciones en una tertulia o una conversación, con silencio previo, impostura adecuada y tono pertinente; es decir, con el sentido del espectáculo que le caracterizó como conversador.

Fernando Fernán-Gómez siempre fue actor, también cuando conversaba con los amigos y se definía como un cómico. Así lo puso de manifiesto David Trueba al presentar su citada película el 24 de noviembre de 2017 en el programa Historia de nuestro cine, de RTVE. Su utilización de la mirada, el gesto, las pausas, los silencios… es la propia de una interpretación que tenía perfectamente interiorizada y que fluía con una pasmosa facilidad. De hecho, la transcripción literal de sus intervenciones podría editarse sin apenas retoques. El resultado es la fascinación que el conversador ejerce sobre el interlocutor convertido en espectador. En la base solo está el incuestionable placer de la charla para Fernando Fernán-Gómez, que no es cuestión baladí, pero la concreción del mismo escapa de cualquier improvisación fruto de una verdadera naturalidad. El actor ha sido un habitual de las tertulias literarias desde la posguerra, ha suplido su falta de estudios académicos o profesionales con la escuela de esos cafés donde consumió largas veladas durante décadas y, llegado a la etapa de una lúcida vejez, se permite dar lecciones con la palabra convertida en espectáculo.