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Silencio y discreción en la obra de un tertuliano:
Fernando Fernán-Gómez

Juan A. Ríos Carratalá

Página 2

“Yo debo tener muy pocos fantasmas de esos

interiores y, además, todo lo que he escrito no

es profundo”

(Fernando Fernán-Gómez)

Los silencios pueden ser elocuentes como una manifestación de la discreción, sobre todo cuando el emisor de ese mensaje silente es una persona de verbo fácil, coherente y brillante que domina la técnica de la conversación y aspira a compartir el placer de la misma con los amigos, especialmente los “de toda la vida” como categoría a renovar. Y sin tasa en el tiempo ni prisas, porque la charla debe discurrir al ritmo lento de lo inútil en apariencia.

La trayectoria de Fernando Fernán-Gómez Fig. 1 reúne múltiples facetas donde su aportación destacó con luz propia. La de asiduo tertuliano, amante de las paradojas y conversador deslumbrante dista mucho de ser la más recordada en la bibliografía sobre el polifacético madrileño nacido en ultramar. Tal vez por la fugacidad de su testimonio o la falta de valoración de lo supuesto como atributo natural.

Apenas importa determinar la causa de este relativo menosprecio porque las evidencias lo convierten en injusto. Fernando Fernán-Gómez dominaba la poética de la conversación a base de una asidua práctica y quienes le conocieron en persona subrayaron con admiración esta faceta y hasta se consideraron unos privilegiados por su disfrute: “Cualquiera puede apreciar sus decisivas aportaciones como actor, escritor y director de cine. Sin embargo, solo unos pocos privilegiados conocen hasta qué punto Fernando, sentado en una silla, es capaz de convertir una charla en algo más que una charla. Esta película aspira a que esos privilegiados no sean tan pocos”, afirman Luis Alegre y David Trueba en su presentación de la entrevista-documental La silla de Fernando (2006).

La iniciativa de grabar a Fernando Fernán-Gómez sin otro motivo que preservar y difundir el placer de la conversación no supone una extravagancia de incondicionales, aunque Luis Alegre y David Trueba lo fueran por razones de amistad Fig. 2. Algunos otros de los amigos del actor sintieron la necesidad de compartir el citado privilegio y procuraron trasladar el arte de la conversación cultivado por Fernando Fernán-Gómez, siempre dispuesto si mediaba una buena relación, a libros como los editados por Juan Tébar (1984) Fig. 3, Diego Galán (1997) Fig. 4 y Enrique Brasó (2002) Fig. 5. A la lista de estas conversaciones librescas debemos añadir extensas entrevistas como la realizada por la redacción de Nickel Odeon (Garci, 1997). También contamos con la citada película de Fernando Trueba y Luis Alegre, que ahora se puede disfrutar en una versión mucho más extensa gracias a la edición en DVD. El trabajo de todos estos amigos supone un homenaje a quien solo necesitaba una cámara, una silla y su verbo para seducir al público hablando de lo humano y lo divino. Cualidades nunca le faltaron en el uso de la palabra, y por esa misma razón, los silencios de Fernando Fernán-Gómez también son significativos, incluso elocuentes cuando intuimos una justificación nunca explicada de acuerdo con los preceptos de la discreción.

La preparación de una monografía dedicada a la lucha por la libertad de expresión durante la Transición me condujo a una olvidada película dirigida por Fernando Fernán-Gómez en sus horas más bajas, que las hubo y a veces resultaron dramáticas por su persistencia. Me estoy refiriendo a La querida (1976), un prescindible y convencional film al servicio de la cantante Rocío Jurado, que por entonces estaba a punto de casarse con el boxeador Pedro Carrasco y acaparaba las páginas de la prensa del corazón Fig. 6. La justificación de tan singular propósito investigador se relaciona con una circunstancia ajena a los improbables valores cinematográficos de esta película. La misma, más en concreto su publicidad en prensa, fue denunciada por una asociación de familias numerosas radicada en Córdoba. Sus ofendidos representantes estaban consternados por una afirmación de la protagonista que, según la denuncia, no solo faltaba al respeto de las mujeres andaluzas, sino que también propiciaba la prostitución en la región.

El asunto llegó a manos de un fiscal y un juez con mentalidades propias de la época después de que se produjera el consiguiente escándalo en la prensa. Las secciones de cartas al director se poblaron de misivas dirigidas por madres de familia andaluzas que habían llegado vírgenes al matrimonio. Y no por ser unos “marimachos”, pues luego habían tenido varios hijos bendecidos por la Iglesia. Cuando el revuelo acerca de lo afirmado por la protagonista de La querida ya se había acallado por su propia inconsistencia jurídica y cultural, se celebró el juicio en la capital cordobesa contra el director, el productor, los guionistas, el propietario de la sala donde se proyectó la película y el director del periódico que publicó el anuncio con la polémica frase. La copia proyectada llegó a ser secuestrada por orden judicial, pero un año después todos los procesados fueron absueltos. El calvario de la intolerancia azuzada por una asociación de familias numerosas había terminado. Y, por supuesto, la prostitución en Andalucía quedó inalterada por la suerte de una producción de Vicente Andrés Gómez que, a partir de entonces, se publicitó con éxito gracias al escándalo montado por una descontextualizada frase de Manuela, la protagonista.

El berlanguiano episodio había quedado reducido a una anécdota para el recuerdo. Una vez reconstruido gracias a la hemeroteca, lo relato con detalle en mi ensayo Censores y ofendidos porque lo absurdo, al tiempo que real, también define una época abundante en contradicciones. La justificación de incluir la polémica en torno a La querida no radica en su intrínseca importancia. La pretensión sería absurda. Lo acaecido en Córdoba tan solo es uno de los numerosos conflictos que se sucedieron por entonces para asentar la libertad de expresión, que tuvo grandes y heroicos protagonistas mientras que otros menores fueron buscándose la vida con frecuentes visitas a los juzgados.

Estos episodios menudos de la historia cultural cuentan con escasos testimonios y menos documentos. El trabajo del historiador es complejo por la falta de referencias y, por supuesto, en ese marco de precariedad documental la existencia de unas memorias publicadas por uno de los protagonistas supone una especie de oasis. El tiempo amarillo (1998), de Fernando Fernán-Gómez, representa una excelente fuente de información para conocer la trastienda de múltiples episodios de nuestra cinematografía, sobre todo los acaecidos durante el período franquista Fig. 7. Nadie cuestiona esta afirmación. Sin embargo, el silencio de sus páginas es total en torno a La querida. El lúcido memorialista recurre a la colaboración de una documentalista para evitar errores o lagunas, pero ni siquiera nombra la película y, como es lógico, nada se dice de la consiguiente polémica que derivó en un procesamiento. La querida no existe a efectos de la memoria, aunque encontremos referencias a la misma en algunas entrevistas, siempre sin citar la denuncia y el posterior juicio.