Aunque hablando de auténticos protagonistas, estos, añadiendo o no la faceta de empresarios de compañía, son los intérpretes, al menos entre el público aficionado; en efecto, ellos eran la parte más visible del espectáculo escénico, probablemente en este momento el más popular, junto con los toros, si hablamos de las grandes ciudades españolas. Y ello gracias en  buena parte a una prensa que se ocupa ampliamente de toda la realidad teatral, pero sobre todo, si dejamos al margen las críticas sobre espectáculos, de las primeras figuras, actores y actrices: y es que, en realidad, y aun en medio de la penuria generalizada, el sistema de producción basa gran parte de su eficacia en los rostros y en los nombres más conocidos, es decir, en las estrellas  a las que los medios de comunicación arropa y mima: la llegada a Madrid, después del término de la Guerra, de Tina Gascó, junto a Fernando Granada, una de las compañías que más trabajó durante la Guerra en la zona nacional, es anticipada por la prensa madrileña con una campaña publicitaria, con profuso material gráfico incluido, verdaderamente notable e ilustrativa a estos efectos; por lo mismo, no es raro encontrar encendidos elogios a quienes se encumbran como primeras figuras: el crítico de ABC adjudica a Guillermo Marín, tras el estreno de El conde de Rochester, “el primer grado en la jerarquía de los actores”; o los esfuerzos promocionales por aupar a alguna intérprete con la que se busca cierto paralelismo en el el star system anglosajón (así la actriz infantil Mary-Tere, a la que se presenta en la misma senda que Shirley Temple); aunque, a veces, la propia prensa denuncia el exceso de divismo como el que manifestaba aquella famosa tiple que exigía al empresario viajar en primera, “un cuarto decentito y con un solo escalón para bajar al escenario”, todos los trajes pagados, cabecera con letras más grandes…

Papel capital, en efecto, el que desempeña en todo ello la prensa en sus gacetillas y en sus críticas: si las primeras pueden dedicar espacio a los detalles más nimios y a veces con cierta maledicencia (por ejemplo, que a Rafaela Haro, intérprete de zarzuela, se la había visto comer macarrones con los dedos o que Valeriano León, famoso por su peculio, se había comprado para representar Los restos un gabán de sesenta duros), en las críticas, al aludir a la labor de actores y actrices se mezclan los valores artísticos con otros mucho más inmediatos: el crítico del diario Madrid, al referirse a Guadalupe Muñoz Sampedro en La venganza de don Mendo, se emociona describiendo su “silueta elástica y felina, de ardientes signos y expresivos arrebatos”; para concluir diciendo de todo el elenco femenino: “¡Buena baraja de mujeres!”

Frivolidades aparte, la crítica no deja de señalar las perversiones del sistema; por ejemplo, en un artículo de Informaciones (“Actrices fuera de foco”), se denuncia la desatención que sufren aquellas intérpretes que, por no ser primeras actrices, han desaprovechado en gran parte su talento: es el caso de Mercedes Sampedro, Carmen Seco o Adela Carbonell, que, a juicio del crítico, “hubiera sido en Francia una actriz universal”. Por el contrario, también se cuestiona la evidencia de tantas aspirantes a actrices, faltas de una mínima calidad, lo que termina por conducirlas al desengaño (es precisamente el argumento de una comedia de éxito en la temporada: Mi niña es la Greta Garbo). En el otro extremo de la cadena, no es raro que los viejos actores, incluso, los que gozaron de gran prestigio, lleguen al final de su carrera en situaciones de gran penuria: es el caso de Pepe Moncayo, que suscita una viva polémica en prensa, y para el que Miguel de Molina organiza una función benéfica en tanto que Valeriano León propone, con el fin de evitar tales situaciones, el pago obligatorio entre los actores de una cuota mensual, mientras en Barcelona sintomáticamente se lleva a cabo un festival popular a beneficio de la “casa del actor viejo”.