Nati Mistral, corazón de reina
De su gran versatilidad artística dan cuenta las múltiples facetas (“necesito una constante renovación, ando siempre buscando cosas nuevas”, comentaba) en que desarrolló su vida artística: su filmografía, más allá de la imagen folclórica con que algunas reposiciones televisivas la han podido teñir, es más rica e interesante de lo que supone el común saber: más de una docena de títulos esmaltan un largo recorrido de casi sesenta años en que se suceden títulos propios del cine de la posguerra (La nao capitana, Las inquietudes de Shanti Andía o Currito de la Cruz son buenos ejemplos) a otros ubicados en su ciclo argentino (Mi buenos Aires querido, Frutilla) o finalmente, ya en este siglo, un par de películas minoritarias pero bien interesantes como Zero/infinito o Medea 2. Películas todas ellas en que, sin alcanzar el estrellato, compartió labor con grandes directores de múltiples géneros, estéticas y pensamiento: desde Luis Lucia o Arturo del Castillo a Enrique Herreros y Edgar Neville para terminar, ya en el presente siglo, con producciones de tono experimental de Javier Aguirre. Siempre, además, compartiendo elenco con grandes compañeros de profesión: Paco Rabal, Fernando Rey, Arturo Fernández, Jorge Mistral, Fernán Gómez, Esperanza Roy, Mary Carrillo, José María Pou y tantos otros.
Nada parecido, sin embargo, a lo que sucedió en la escena, su auténtica casa profesional. Y es que sus primeros escarceos en la canción y en la danza dieron paso de inmediato, sin que por ello abandonara los estudios de canto, baile y declamación, estos con el gran José Franco, a su incorporación a la compañía infantil del Teatro Español, entre otros junto a unos jovencísimos Carmen Bernardos o a José Luis López Vázquez. Tiempo de meritoriaje, esa escuela alabada por tantos profesionales de la época, que, además, le sirvió de contacto con textos, muchos de ellos clásicos, que el por entonces director del Español, Cayetano Luca de Tena, o Modesto Higueras en el TEU subían a escena (La vida es sueño, Fuenteovejuna o Antígona).
Desde entonces, su carrera teatral, siempre abierta al cambio, recorrió numerosos caminos que siempre afrontó con la polivalencia que le permitía su rica formación artística. Afrontó en el teatro comercial trabajos que requerían muy diversos registros: el teatro-espectáculo de Rambal, numerosas “cosas de folclore”, como ella misma las llamaba, ya fuera cantando en el foso o interpretando en el escenario, junto a su querido Tony Leblanc o al lado de los grandes del género, Lola Flores, Manolo Caracol o Carmen Amaya. O haciendo variedades donde compartió escenario con el inolvidable payaso y humorista Ramper o aquel pionero de la ventriloquía en España que fue Balder. De ahí el salto a la compañía de los vieneses de Artur Kaps, con quien giró varios años por toda la Europa central y nórdica aprendiendo y mostrando sus capacidades vocales e interpretativas en la revista de variedades y la opereta.
Y entonces el giro inesperado: es reclamada por Luis Escobar para comenzar, a fínales de los cincuenta, una etapa muy exitosa que comparte, en inolvidables títulos de revista como Te espero en Eslava junto a Tony Leblanc. Lo que un poco más tarde supone su salto definitivo a lo que ella misma llamaba el “teatro, teatro”, de la mano de José Tamayo con Divinas palabras, en una interpretación unánimemente alabada. Supone su auténtica rampa de lanzamiento. Desde ese momento, los escenarios, no solo españoles, sino europeos (desde París a Moscú) y sobre todo americanos (Argentina o Méjico e incluso Nueva York donde recibiría un singular reconocimiento de la Asociación de críticos neoyorkinos) van a conocer las distintas versiones de una actriz que canta y baila con brillantez: con Frühbeck de Burgos dirigiendo la Orquesta Filarmónica de Nueva York, grabó canciones de Falla, Albéniz o Granados, pero también se atrevió con el chotis, la zarzuela, el cuplé o el tango. Y en esa línea pocos le niegan su importancia para forjar en España algunas de las primeras producciones musicales que, partiendo de algún título que bebía en lo tradicional (La bella de Texas, La perrichola), acaban desembocando en otros que abren la puerta al musical al modo de Broadway (Hello Dolly!, El hombre de la Mancha).
Desde entonces, y sin dejar nunca su reconocida vena musical, (llegó a estrenar en Sevilla, junto a Rocío Jurado, Imperio Argentina y Juana Reina la recordada producción para la EXPO 92, Azabache), en su carrera se sucedieron un buen número de recitales (algunos como Simplemente Lorca, muy bien recibidos por crítica y público) donde brillaba la calidad vocálica, también arrebatada, de su forma de declamar, así como sus movimientos en escena, tremendamente expresivos, sobre todo en el movimiento de sus manos. Y junto a ello, el aficionado a buen seguro recordará algunas de esas interpretaciones, de enorme versatilidad en géneros y autores: desde clásicos de todo orden (Medea, La Celestina, La Dorotea), a otros del primer tercio de siglo (Yerma, La Malquerida, uno de sus textos más queridos, Bodas de sangre, La duda, versión de El abuelo, de Galdós, o Los padres terribles, de Jean Cocteau). Sin olvidar textos de autores más contemporáneos como Ricardo López Aranda, Antonio Gala –con Café cantante obtuvo un gran éxito- o Mario Vargas Llosa en La Chunga). Todo ello compartiendo siempre cartel con otros grandes actores y actrices (Aurora Bautista, Rafael Alonso, José Franco, Carlos Ballesteros, Concha Velasco), y con indiscutidos directores de escena (Tamayo, Pedro Olea, Fernández Montesinos, Narros, José Osuna…).
Orgullosa de su carrera profesional, recordaba éxitos profesionales poco conocidos, sobre todo en lo que se refiere a su proyección internacional (por ejemplo, su intervención en la BBC y en otras muchas cadenas y escenarios extranjeros de relevancia. O su labor como empresaria al frente de su propio teatro, el Teatro Avenida, en Buenos Aires). También le gustaba rememorar con frecuencia que había sido, a pesar de su ideología, abiertamente derechista, la actriz que más espectáculos teatrales, con base en textos lorquianos, había conseguido subir a los escenarios españoles, varios incluso en plena dictadura. Precisamente fue esta significación ideológica la que produjo, en algunos sectores y sobre todo en los últimos tiempos, una reacción adversa hacia su figura. Nunca le hizo demasiado daño: apostaba por una imagen del ser humano bastante pesimista (“el hombre es una decepción constante”, dijo en cierta ocasión) que la alejaba lo mismo de las críticas que de los halagos: “Me aterra todo el boato que lleva el estrellato. Yo preferiría que no hubiera aplausos al final de la obra”, contaba en una de sus últimas entrevistas. Afortunadamente, en el caso de Nati ese aplauso final, por merecido, ya está garantizado.
Por Julio Huélamo