La reescritura de mitos y leyendas en el teatro
de Jesús Campos García

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En cuanto a la segunda variante del tradicional pacto con el diablo, Jesús Campos omite la célebre escena de la firma del contrato con el demonio. En La cabeza del diablo, el protagonista ni siquiera es consciente de haber materializado ningún pacto, pues este acto se construye de una manera más transcendental. A diferencia de la clásica consagración al diablo en nombre de una vida plena de poderes sobrehumanos, Gerberto cree que la ensoñación de la cabeza parlante es un mal sueño que nada tiene que ver con su nombramiento como papa de Roma. El pacto que ha firmado implícitamente Gerberto no es con el diablo, sino consigo, o más bien contra sí mismo. No es el diablo quien condena su alma, sino la corrupción espiritual del personaje y sus cuestionables actuaciones motivadas por la ambición. La cabeza no es más que una metáfora de la elección personal del hombre de elegir el mal en lugar del conocimiento, como explica su alter ego Aben Masarra:

Aben Masarra.– No confundáis los pactos con los sueños. La bestia negra que conforme hablaba se convertía en hombre con cabeza de ave, pertenece al sueño. Que así se os indicaba la senda por la que, con vuestro esfuerzo, podríais caminar de la ignorancia a la sabiduría. Pero hicisteis un pacto. Un pacto que no precisa firmas como no necesita ni cabeza parlante, ni Bafomet, ni nada que asemeje la forma del diablo; un pacto con vos mismo. Aquel que os exigíais (Campos García, 1999: 194).

Al final de la obra, se cumple el proceso último de todo hombre que reniega de la gracia suprema: el ajuste de cuentas con el diablo. En el caso de Gerberto, el plazo del pacto no se vence, sino que es el incumplimiento de la única condición lo que acarrea la condena eterna del pactante. Una vez nombrado papa, Gerberto rompe su promesa de no decir misa en Jerusalén y la muerte acude para llevárselo. Es curioso que, a diferencia de otros relatos fáusticos, el protagonista no recurre al arrepentimiento como acto desesperado que apela a la bondad infinita de Dios para salvar su alma. Gerberto, comprendiendo ya que la pérdida de la espiritualidad es equivalente a pactar con el diablo, asume la responsabilidad de sus equivocadas decisiones y se entrega sin resistencia a la condena que él mismo se ha impuesto. Además, la falta de consciencia del pacto diabólico perfila a un hombre que ha trasgredido su propio límite moral y no a uno que se ha revelado contra la sociedad o contra el cristianismo.

Finalmente, La cabeza del diablo también se distancia del modelo clásico del mito fáustico en la supresión de la intención moralizante y de la defensa del sistema de valores de la moral cristiana, al igual que hizo el dramaturgo en la configuración del espectáculo Danza de ausencias, otra de sus reescrituras que actualiza ahora la Danza General de la Muerte (fig. 3). El mensaje adoctrinador de las fuentes originales se suprime mediante la imagen de la Muerte como realidad metafísica ineludible –no como elemento igualador de las clases sociales– y de unos personajes reales cuyo comportamiento no constituye un modelo a imitar (Muñoz Cáliz, 2007: 708). Veamos cómo explica el autor (2002a: 61-62) estas variantes que dotan a la obra de una dimensión más existencialista que ejemplar:

Con la insolencia que supone desafiar las leyes del mercado, este espectáculo propone varios “tránsitos” que convierten la presencia en ausencia, sin que la parafernalia de premios y castigos, tan en boga en otros tiempos, perturbe la esencia de lo que supone culminar la vida conscientemente. Vidas contempladas en el espejo de la muerte son, pues, lo que aquí se muestra, sin más pretensión que la de reconciliarnos con lo inconveniente; que estas piezas, meros juegos teatrales, carecen del carácter aleccionador, cuando no amenazante, que tuvieron sus precursoras de antaño, lo que no es óbice para que se aderecen con su miaja de metáfora y, por qué no, de intención.

Por este motivo, los monólogos que forman el conjunto difieren del esquema tradicional en el que la Muerte no es el personaje central de la danza. Según la leyenda medieval, la víctima era convocada por su oficio profesional o condición social a un encuentro con la Muerte, ante quien debía rendir cuentas de sus pecados y arrepentimientos. Jesús Campos, por el contrario, construye pequeñas historias de calado existencialista donde la Muerte es la visitante que permanece en silencio durante la reflexión final de los muertos sobre su propia existencia, generalmente marcada por la soledad, el fracaso o la desdicha. Además de no dialogar con sus víctimas, la Muerte que recrea Campos no dictamina sentencia según el discurso de los personajes; la muerte es una realidad ineludible para todos.

Con respecto de la fuente medieval, las danzas de Campos mantienen la idea de finitud de la existencia y la valoración última del periplo vital. Uno de los elementos que con mayor fidelidad se asemejaba al mito original fue la puesta en escena. El dispositivo itinerante del Museo del Ferrocarril recreaba de alguna manera las representaciones en distintos carros medievales a los que el espectador debía acceder caminando de un lado a otro de la plaza (Campos García, 2002: 250). La apariencia de la Muerte imita la iconografía tradicional que describe a este personaje como un esqueleto portador de una toga negra y una guadaña con la que siega la vida de sus víctimas, al igual que la presentó, por ejemplo, Azorín en El segador (fig. 4). El motivo de la danza final que cierra cada monólogo en el espectáculo de Jesús Campos entronca asimismo con la tradicional imagen de la Muerte que da comienzo a una danza a la que invita a diversos personajes de diversas clases sociales, y muy especialmente con las ilustraciones de Hans Holbein, cuyos grabados con frecuencia presentaban a un esqueleto interpretando una danza macabra o tocando algún instrumento. De ahí que Campos incluyera una procesión de difuntos, la Santa Compaña, que guiaba a los espectadores y a la que se sumaban los muertos de cada danza –desfile que también se vincula a la creencia germana de la fiesta nocturna de difuntos en los cementerios, donde bailan encima de las tumbas mientras tocan diversos instrumentos–.

Por otro lado, y aunque ciertamente las danzas de Campos se han modernizado gracias al planteamiento y tratamiento de temas actuales, algunos de los personajes recuerdan en sus rasgos más generales a varios de los estereotipos de los documentos originales, como afirmaba el autor en una entrevista al relacionar, por ejemplo, la historia del chatarrero con la danza del leñador:

El primero, el de la violinista –que, buscando paralelismos con las danzas originales, equivaldría a la dama–, trata de la difícil convivencia del violín y el revólver –ella estuvo casada con un militar–, o de esa implacable fascinación dentro de la misma familia –o de la misma civilización– por el arte y por la guerra. En el de la Marquesa, en cambio, el tema podría parecer más intemporal; el personaje es equivalente al del rey. El poder perpetuándose o la muerte de una clase social. Pero intemporal no tiene por qué significar alejado de la realidad. El teatro, tal como yo lo entiendo, no tiene sentido si no se nutre de la realidad, si no la expresa; luego, uno puede reelaborarla – hay que reelaborar–, pero no hay más materia prima que las vivencias, nuestra relación con el entorno (Campos García, en Martín, 2012: en línea).

Si analizamos los monólogos de Danza de ausenciascomo piezas individuales, la danza “Primer recuerdo (o la nostalgia de la muerte)” revisa varios tópicos literarios al presentar una imagen de la Muerte diferente al resto de danzas. La representación tradicional de la parca se reemplaza aquí por la de una dama vestida de blanco –como la que anuncia la muerte al amante en el “Romance del enamorado y la muerte” de la poesía popular– que, a lo largo de la obra, recorre diferentes edades hasta la infancia en orden descendiente. Esta visitará al vagabundo Tufo Topes, con quien mantiene una relación propia de dos amantes clandestinos, como él mismo le confiesa: “siempre te he considerado como una amiga. ¿Qué digo una amiga? Mi mejor amiga. Mi amiga, mi compañera, mi amante. Eso, sí, mi amante. Mi única amante” (Campos García, 2015: 29).

A medida que avanza la obra, las palabras que le dirige el protagonista a la muerte enamorada oscilan entre la pasión del amor y el rechazo inmediato tras la confesión afectuosa. Se trata de un juego tortuoso entre dos amantes ocasionales que vacilan sobre sus sentimientos, lo que vendría a representar, de acuerdo con la enunciación de García Teba (2001: 95), la idea de que “el gusto que siente por la vida es a veces el gusto por el riesgo a perderla”. Tufo Topes ha elegido un camino pleno de aventuras y peligros que han llevado su existencia al límite en más de una ocasión. El hecho de haberse encontrado con la vieja compañera en estos lances es lo que despertó su pasión por la vida y al mismo tiempo su deseo de exponerla a la muerte; en definitiva, y como afirma el protagonista, “vivir con riesgo” (Campos García, 2015: 31).

El trotamundos de Tufo necesita la muerte para apreciar el valor de la vida, pero no por ello quiere entregarse a la quietud que le reclama la dama. De esta manera se activa el tópico manriqueño que establece un paralelismo entre la vida y el movimiento y otro entre la muerte y el reposo. Al final de la obra, cuando la señora blanca toma la apariencia de una niña, Tufo revive el primer recuerdo y el más placentero que conserva de la muerte. Tras esta experiencia, cayó fatalmente enamorado del encanto de la radiante dama y desde entonces fue consciente de que el único sentido de la vida es esperar la muerte, como reza el tópico Quotidie morimur. En la dulzura de esta reminiscencia de la infancia, y aun sin comprender la contradictoria atracción entre Eros y Thanatos, Tufo muere plácidamente al lado de su fiel compañera.

Continuando, por otra parte, con las reescrituras de mitos, el teatro para la infancia y la juventud de Jesús Campos García propone la actualización de un cuento y una leyenda de la tradición para acercarse al público más joven en códigos que les fuesen próximos y fácilmente reconocibles. Así lo confirmaba el autor (1998: 10) en la nota preliminar de la edición de Blancanieves y los 7 enanitos gigantes:

Los cuentos tradicionales residen en nuestra memoria más remota, y allí conviven con las vivencias de la infancia como una vivencia más. Si nuestra mente adulta no hubiera establecido la diferencia, Cenicienta, Caperucita, Pulgarcito o Blancanieves se confundirían con los vecinos, familiares y amigos que tratamos durante los primeros años de nuestra vida como la cosa más natural. […] De ahí que retomar un cuento sea algo vivo, algo personal que, al mismo tiempo –y eso es lo prodigioso–, nos es común a todos. Fue recordando uno de esos cuentos, el de Blancanieves, como descubrí un día que los enanitos no eran tan pequeños como nos querían hacer creer. Tal vez, si os decidís a jugar con este cuento y lo interpretáis, también vosotros lleguéis a descubrir por qué unidos sois gigantes.

En esta pieza infantil, el autor actualizó el cuento tradicional de los hermanos Grimm con una intención rupturista, como es habitual en el teatro contemporáneo para niños y jóvenes (Muñoz Cáliz, 2012: 90), pues únicamente conservó la estructura externa del texto original3. Desde el inicio de la obra, Jesús Campos recrea la atmósfera maravillosa que caracteriza al imaginario de los cuentos e incluso a nivel textual las acotaciones advierten de que los movimientos y las voces de los personajes, sobre todo de los enanitos, deben recordar al modo de los dibujos animados, es decir, a la estética de la versión que realizó la productora cinematográfica Walt Disney. En comparación con ambos referentes, la historia mantenía las principales líneas de desarrollo y presentaba los mismos personajes, entre ellos, el Hada madrina como narradora, que iniciaba el relato con la conocida fórmula de “Érase una vez”.

Sin embargo, la actualización de Campos García trasgrede los moldes del cuento tradicional mediante la inclusión de ciertas variantes en la definición de los personajes y en la trama principal. La diferencia más llamativa y novedosa es que los enanitos son en realidad gigantes a los que la malvada reina ha engañado sobre su verdadera apariencia para someterlos. Ha de ser una mirada externa, primero la de Blancanieves y después la del Viajero, la que aclare el equívoco y anime al grupo a enfrentarse a la tiranía de la reina. El mensaje didáctico se sustenta precisamente en este cambio del tamaño de los protagonistas, con el que quiso el autor advertir al público más joven de los peligros de la manipulación.

El miedo que infunden las amenazas de la reina funciona como medio de dominación de estos seres que, a diferencia del escrito original, se debaten entre obedecer las órdenes de la autoridad o sublevarse. El conflicto moral surge cuando la reina decreta el cierre de las minas de carbón y obliga a la extracción de diamantes y piedras preciosas que adornen su rostro. A partir de entonces, los trabajadores se plantean el sentido de su trabajo, pero el miedo refrena sus impulsos, como explica Sentimental: “Somos enanitos y tenemos que hacer lo que nos mandan o nos aplastarán” (Campos García, 1998: 33). En este aspecto, la superficialidad y la frivolidad que definían la personalidad de la malvada regente del cuento tradicional y de la versión cinematográfica se respetan en esta libre actualización, e incluso se potencian al presentar a una reina más preocupada por su belleza que por mantener a salvo del frío a los súbditos de su reino.

De la misma manera que a los enanitos, el sentimiento de culpa y el peso de la responsabilidad ética asaltan a los guardias al servicio de la madrastra. Por orden real, Blancanieves debe ser asesinada, un acto de brutalidad que en la versión de Campos es asignado a los guardias en lugar de al cazador, seguramente para reforzar la idea de opresión de las estructuras políticas jerarquizadoras. El dilema moral de los mandatarios de la reina se resuelve con la canción “Ser soldado no es pecado”, con la que se intentan eludir la responsabilidad de sus acciones autoconvenciéndose de que obedecer no es lo mismo ordenar. En contrapartida, los árboles que han presenciado el debate de los guardias interpretan una canción, casi un manifiesto, sobre la libertad de los hombres y su obligación cívica: “la vida no es sólo para obedecer, que debe ser libre: suyo es el poder […] Un hombre es un hombre y debe saber que no puede quitarse una vida, matando, obligando, robando, engañando, mintiendo a sus gentes, para su provecho, para su placer” (47).

En cuanto al binomio formado por la Reina y el Espejito, este último presenta varias diferencias con el original. En primer lugar, el Espejito ya no es simplemente un objeto mágico que confiesa la verdad a quien se refleje, sino que Campos lo ha personificado –recordemos que interpretó él mismo este papel–, de modo que puede desplazarse y gesticular con plena autonomía. Sobre este personaje –también sobre el Hada desastrosa– recae todo el peso cómico de la obra por la irreverencia de sus respuestas a la reina y la intención paródica de sus movimientos. La acotación inicial anuncia que los pasos del Espejito serán simétricos a los de la Reina Madre para enfatizar el componente caricaturesco. Y con la misma intención, el Espejito Mágico tergiversará el clásico diálogo que mantiene siempre con la reina en el texto original. Cuando esta le pregunta quién es la hermosa del reino, responde con humor: “Mira, Reina, es que eres una pesada. ¡Me tienes de Espejito Mágico hasta la cornucopia! Te lo tengo dicho. Más guapas y más hermosas que tú las hay a montones. Aunque, eso sí, más ricas y poderosas, ninguna” (22). Además, como señala Cristina Santolaria (1998: 473), el Espejito es “un tipo muy particular de personas, la de aquellos que permaneciendo próximos al poder, no comulgan totalmente con él, de modo que su comportamiento es indeciso y nunca afortunado”.

La principal variación en relación con la madrastra es la sustitución de un televisor por una manzana durante el famoso conjuro que pretende dormir eternamente a la joven (fig. 5). Se establece así un paralelismo entre el veneno inyectado en la manzana y el daño que provoca ver la televisión de forma continuada. Si la primera hace literalmente dormir y perder la consciencia, el consumo de televisión sumerge al espectador en un estado de somnolencia intelectual, una especie de letargo que aleja a las personas de la realidad. Por lo demás, la escena reproduce los mismos acontecimientos: la reina disfrazada de anciana espera a Blancanieves en el bosque de los pasos perdidos para tenderle una trampa. Fingiéndose perdida, la anciana demandará a la joven algunas indicaciones geográficas y le entregará, como muestra de agradecimiento, la pantalla de televisión que portaba en su cesta de mimbre.

3 Varios autores coetáneos de Campos García también han revisado las formas del cuento desde una postura crítica. Valgan como ejemplo las siguientes obras: La bella durmiente(2011), de Jerónimo López Mozo; Besos para la Bella Durmiente(1994), de José Luis Alonso de Santos; La desaparición de Wendy(1994), de Josep Maria Benet i Jornet, y El barco de papel(1975), de Romero Esteo. Para un estudio pormenorizado de esta modalidad en el teatro actual, consúltese: Muñoz Cáliz, 2006.