La reescritura de mitos y leyendas en el teatro
de Jesús Campos García

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Jesús Campos García es una de las voces más singulares de la historia teatral de las últimas décadas en España, cuya producción da cuenta de un recorrido escénico original y, por ello, uno de los más representativos del teatro español contemporáneo, como demuestra su amplia nómina de premios, estrenos y publicaciones. Entre los rasgos formales más relevantes que caracterizan su producción, la reescritura de mitos y leyendas es uno de los recursos que más ha empleado el autor, sirviéndose para tal fin de diferentes procedimientos que trasgreden sistemáticamente el modelo original que en cada caso versiona.

Las obras teatrales de Jesús Campos García que llevan a cabo la revisión de un mito o una leyenda suelen oscilar entre dos procedimientos: parodia y actualización o, en palabras del profesor Fernández Insuela (2009: 10), “antítesis y simetría respecto del modelo”. El primero deconstruye en clave de humor las características del modelo original con una intención crítica, mientras que el segundo, por el contrario, supone la revitalización del conjunto de elementos que conforman el mito. Siguiendo con la línea argumental propuesta por Fernández Insuela, habría, además, dos posturas diferentes, aunque no excluyentes, de abordar ambos procedimientos. Una donde lo fundamental son los rasgos intrínsecos del mito y otra que utiliza la interpretación de estos para analizar o criticar otras realidades. En d.juan@simetrico.es, Campos aborda ambos enfoques, ya que modifica los atributos principales de don Juan y doña Inés y a la vez construye una crítica mordaz de determinadas creencias y conductas de la sociedad de nuestro tiempo. En cambio, en Tríptico y La cabeza del diablo, incluso en los episodios de San Jorge de La fiera corrupia, el autor no atiende a la revisión crítica de la leyenda como planteamiento principal del drama, sino que actualiza estas figuras históricas y ficticias para someter a análisis ciertas realidades.

Si damos comienzo al estudio de las reescrituras del teatro de Campos García por orden cronológico, la primera obra que debemos comentar es Tríptico, obra que el dramaturgo definió como una pieza de “[t]eatro [g]ris desesperanzada y esperanzada” (1959: 18). El autor acudió a la mitología cristiana –como también hará años después con la obra inédita La lluvia, en la que actualiza el mito de Noé y las inundaciones– para dar vida a la figura de Salomé, cuya diferencia fundamental con la versión original es la localización en un contexto moderno, pues, si bien se trata de una actualización muy libre, la propuesta de Campos respeta las líneas fundamentales de una larga tradición que ha coincidido en representar a bailarina como una de las figuras femeninas más temibles que jamás haya generado el arte.

Suponemos, por otro lado, que el autor no se inspiró en las fuentes bíblicas para recrear a la exótica decapitadora, dado que los relatos del Nuevo Testamento difieren bastante de la imagen de cruel femme fatale en que la ha convertido la historia. Los Evangelios no detallan ningún rasgo físico ni psicológico que la perfile como un ídolo de perversidad y describen a la joven como una víctima de su madre, Herodías, verdadera instigadora de la ejecución del Bautista. El imaginario decadentista de finales del siglo XIX, y muy especialmente la Salomé (1889) de Wilde, convirtieron a esta figura bíblica –como también lo hizo con Judith, Dalila, Jezabel y María de Magdala– en el símbolo de la mujer castradora, que en realidad venía a ser una versión monstruosa y fantástica de la New Woman que reclamaba independencia y libertad en la sociedad decimonónica1. Como explica Rodríguez Fonseca (1997: 40), los hombres finiseculares vieron en “la decapitación del Bautista su propia castración como seres dominantes” y, por ello, la convirtieron en un icono de perfidia y voluptuosidad, agotadora del hombre y de su poder.

La reescritura de Campos del mito de Salomé se vincula en varios aspectos a esta bestia babilónica que nació de la cultura decadentista finisecular. En primer lugar, algunas escenas de Tríptico muestran a la bailarina acariciando con ternura el plumaje de unas aves sin vida para evidenciar la frivolidad de la joven y su naturaleza animal. La iconografía plástica del siglo XIX identificaba la esencia femenina con la esencia animal mediante la representación de Salomé en compañía de algún animal salvaje, generalmente un león o una serpiente, al que mima e incluso seduce (Dijkstra, 1993). En segundo lugar, Campos mantiene igualmente la imagen de una mujer que, consciente de su poderoso atractivo sexual, utiliza su belleza para alcanzar sus objetivos. La sexualidad de la decapitadora es un instrumento de dominación masculina y, por eso, en la obra de Campos García la figura del tetrarca Herodes aparece fatalmente entregado a los deseos de su hijastra, cuya belleza también consigue seducir al hombre que ara el campo. De ahí que el dramaturgo respete el motivo del baile como una forma de verter sobre el hombre toda su sensualidad para subyugarlo. A Salomé corresponde de forma natural el espacio de la carnalidad, las pasiones de la materia, de modo que intenta, según el discurso misógino de fin de siglo, corromper el idealismo y la virtud que caracterizan al hombre.

En última instancia, la actualización de Campos coincide con la representación de la judía como amenaza de la destrucción del orden. Como avisa al final de la obra el hombre: “Salomé quiere cortarnos la cabeza, y que con la cabeza cortada no se puede arar el campo, ni cazar aves […]” (Campos García, 1959: 21). Sin embargo, y en este aspecto difiere del estereotipo de mujer fatal, al autor le interesa subrayar más el carácter superficial de la joven que su hipersexualidad. No se trata tanto de la subversión de la estructura patriarcal como de la pérdida y destrucción de los valores morales. La nueva Salomé que diseña Campos ambiciona perturbar la estructura social que organiza al hombre y no tanto absorber el poder que este ostenta. (fig. 1).

En lo referente a la actualización del mito, Jesús Campos utilizó el anacronismo como estrategia. El aspecto físico de Salomé no presenta ninguna caracterización especial que la identifique con el precedente literario, e incluso el vestuario, un traje romano, podría confundirse con un vestido de noche, como informa la acotación (19). Hasta que uno de los personajes no pronuncie el nombre de la bailarina de los siete velos no se activará la intertextualidad con la mitología cristiana. El estilo coloquial de sus intervenciones y la utilización de expresiones lingüísticas de un ámbito cultural contemporáneo también inducen a la confusión, así como el anacronismo reincidente del teléfono que funciona como medio de comunicación de la joven. Además, esta nueva Salomé no solo danza con insistencia a lo largo de todo el drama, sino que asume el baile –siempre identificado con una peligrosa expansión– como una característica inherente a su personalidad y hasta como una profesión, pues afirma delante de los demás personajes: “mi trabajo consiste en eso, en divertirme” (19).

Tríptico también incluye algunas escenas que respetan la iconografía tradicional de la princesa de Babilonia. Por un lado, la religión politeísta de la Roma antigua se hace explícita cuando Herodes entra en el escenario por primera vez, vestido con el atuendo propio de la época, saludando así a la bailarina: “Los dioses te colmen, Salomé” (19). La figura del tetrarca coincide con la versión clásica en la devoción amorosa por su hijastra, una pasión incestuosa que nubla el juicio del monarca y lo somete a los deseos caprichosos de Salomé. El tableau vivant de la segunda parte reproduce a nivel visual la sumisión de Herodes mediante la imagen del tetrarca postrado de rodillas ante la joven. Esta escena es la que más se aproxima al mito porque ubica a Salomé en su contexto histórico original y la presenta triunfante sujetando la cabeza del Bautista en una bandeja, como en el imaginario pictórico y literario finisecular.

Continuando con las reescrituras que utilizan la leyenda como medio de indagación de una realidad lejos del tono paródico, La cabeza del diablo está basada en el personaje histórico de Gerberto de Aurillac, monje benedictino cuyos conocimientos e inventos científicos hicieron sospechar de un posible pacto con el diablo a la sociedad de finales del primer milenio. Precisamente este aspecto es el que desarrolló el dramaturgo en su versión, en la que mezcló la historia real del que sería el papa Silvestre II con los elementos legendarios; por tanto, ficción y memoria a un mismo tiempo para explorar las relaciones entre el poder y el individuo y también para cuidar la teatralidad del drama, como explicó el autor (2002b: 275) en la edición de la obra: “cuando las fuentes me proporcionaron informaciones contradictorias, no utilicé los datos más contrastados, sino aquellos que demandaba la fabulación. Que a la postre, el drama tiene razones a las que la historia no alcanza”.

En torno a los hechos reales que fueron incluidos en la reinterpretación de la leyenda, Campos García dramatizó los episodios biográficos más relevantes que perfilaban a Gerberto de Aurillac como inventor y hombre visionario que defendía la ciencia y la espiritualidad como conceptos complementarios. A lo largo de tres amplios actos, se escenifican o se hace referencia a la formación como monje de la Orden Benedictina en Francia, el traslado a Barcelona para estudiar bajo la tutela del conde Borrell II, el encuentro con el Papa Juan XIII, el nombramiento como maestro en la escuela catedralicia de Reims y como obispo de la misma ciudad y de Rávena. También pertenece a lo histórico su relación con Otton II, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, y su heredero Otton III, así como su faceta de inventor y su interés por los conocimientos científicos.

Otros datos, sin embargo, tuvieron que ser omitidos por la limitación de la extensión de la obra y por la atención a la fluidez dramática, tal como explica el dramaturgo en el programa de mano de la obra:

Como hombre político y de iglesia, Gerberto desarrolla una gran actividad, imposible de pormenorizar dentro de los límites del drama. Así, quedó en el tintero su doble juego con la corona gala y el imperio germano. De ahí que atribuir la excomunión únicamente a la arbitrariedad de Crescenzio es una simplificación impuesta por esos límites. Las referencias a sus cargos como abad de Bobbio y arzobispo de Reims y Rávena (cargos todos ellos históricos, que culminarían con el Pontificado) sirven para, de algún modo, significar su incansable actividad política (1999: 200-201).

Los otros episodios biográficos que Campos introdujo en el drama se distanciaban del afán historicista para mostrar los rasgos de la personalidad del futuro que lo acercaban más a la imagen de un pícaro astuto que a la de un hombre de iglesia y de ciencia (Serrano, 1999: 14). Desde la primera escena, el dramaturgo presenta ciertos comportamientos de Gerberto, en diferentes situaciones de naturaleza pública y privada, que faltaban a la verdad histórica para suscitar dudas alrededor del protagonista que hagan al espectador desconfiar de él. En este sentido, la relación con Yusuf no fue real y, por consiguiente, tampoco lo fueron el lance del carro de las esclavas ni la pelea por el dinero de la cabeza diabólica. No obstante, ambos episodios dejan al descubierto la personalidad pendenciera, carismática y transgresora de Gerberto, al igual que la seducción de la hija del judío o los encuentros con Almanzor manifiestan la osadía y la falta de escrúpulos del personaje. Tampoco es probable a nivel histórico el torneo con San Pedro Damiano de la Escuela Catedralicia de Reims, pero su inclusión en el drama permitía recrear el enfrentamiento entre el dogma cristiano escolástico y la apertura ideológica, así como la postura liberal de Gerberto y su sabiduría.

Ahora bien, el elemento ficcional de mayor importancia en el drama fue el pacto con el diablo. La leyenda narra que Silvestre II entregó su alma al demonio a cambio de ser papa de Roma y que incluso rogó antes de morir que su cuerpo fuese desmembrado para que la oscuridad no pudiese perseguirlo en su vida póstuma. Este apólogo fue el que Jesús Campos decidió tematizar para retratar el envilecimiento del poder, y conecta La cabeza del diablo con la larga tradición literaria del mito fáustico, especialmente con el género hagiográfico y con el imaginario barroco – El esclavo del demonio (1612), de Mira de Amescua, San Sabilio Magno (1603), de Lope de Vega, y la conocida El mágico prodigioso (1637), de Calderón–2.

La historia del papa mago que reconstruye Campos García reproduce los acontecimientos habituales en el proceso vital y moral de renuncia a los valores cristianos que llevan a cabo esta dilatada estirpe de santos nigromantes y hombres enajenados por la codicia o el amor. La cabeza del diablo presenta la persecución de un ideal quimérico, la corrupción de la ética, la ambición destructora de la bondad y los valores primigenios de cualquier creencia espiritual, el rechazo al cristianismo, el desafío a Dios y la pérdida de la fe, rasgos temáticos que caracterizaron las comedias barrocas de tema faústico, como explica Fernández Rodríguez (2007: 23). Sin embargo, el dramaturgo modifica en varios aspectos la tradicional concepción del pacto satánico y hasta la propia imagen del diablo, como veremos a continuación.

En primer lugar, el demonio –o, en su defecto, su mandatario– es sustituido en la versión de Campos por un objeto, un Bafomet que, según cuenta la leyenda, sería una cabeza parlante engendrada en una tumba de Siria. Como resume García Teba en el epílogo de la obra (2002: 309), un relato templario narra que un noble del sur de El Líbano abrió el ataúd de la joven que amaba para saciar su deseo con su cuerpo inerte y virgen. Poco después del acto necrófilo, una voz etérea le dijo que a los nueve meses nacería en la tumba una cabeza que le suministraría todo el poder que ansiara. La imagen de esta cabeza parlante es la aparece en los sueños de Gerberto y la que origina en él la obsesión por encontrarla:

YUSUF.– ¿A cuánto no ascendería mi fortuna si diera por ciertos los beneficios que se obtienen en los sueños? Yo vivo de los negocios, y no de las quimeras.
GERERTO.– No hablo de ensoñaciones, sino de un sueño místico provocado por un bebedizo de elédoro negro que nos trajo al convento una madre abadesa que regresaba de los Santos Lugares. En él se me apareció el diablo en forma de fiera, transformándose al punto en un hombre que tenía la cabeza de un ave. Y de tal guisa, me manifestó que dominaría el mundo y alcanzaría la inmortalidad, siempre y cuando no dijera misa en Jerusalem. Condición que, como comprenderéis, no es para mí ningún problema. Eso sí, para conseguirlo debería encontrar su cabeza y pensar con ella. Y en ese empeño estoy.
BEN ABI AMIR.– (A Yusuf.) Y decís que estoy loco porque sueño en impartir justicia en la Mezquita aljama. He aquí a un hombre que no le pone límite a su afán (Campos García, 1999: 41).

La búsqueda quimérica de Gerberto se explicita en la primera escena, donde Yusuf y Ben Abi Amir preparan un artificio que simule la cabeza parlante. Una luz tenue ilumina la cabeza que flota en el aire y de cuya boca sale una lengua de fuego, al tiempo que una voz repite las siguientes palabras: “Sírveme y te serviré. Sé mío y seré tuyo. Obra según mis fines y tus demandas serán saciadas. Sírveme y te serviré” (27). Aunque esta primera aparición es falsa, la cabeza del diablo que se cuela en la imaginación de Gerberto a lo largo de toda la obra –ocho veces en total– mantiene la misma imagen que la artimaña inicial y repetirá las mismas oraciones de manera mecánica (fig. 2).

Hacia la mitad del drama, la esencia demoníaca tomará igualmente la forma de un manuscrito que esconde los conocimientos necesarios para alcanzar el poder. En el primer acto, Airardo habla a Gerberto de unos viejos papiros, localizados en Al-Ándalus, que certifican la existencia de unos libros salvados de la Biblioteca de Alejandría que contenían la ciencia por la que se construía una cabeza de oro capaz de crear riqueza. El legajo, escrito por el egipcio Dhu’l-Num, conocido como El señor de los peces, describe la imagen de un rostro dorado con forma de ave y cuerpo humano, que sería el dios Thot. Un pasaje del manuscrito afirma que debajo de la estatua de Mercurio –en la mitología egipcia, Thot– de los jardines de Tívoli se halla un tesoro que Gerberto cree dará poder ilimitado para alcanzar sus fines.

1 Es muy probable que Wilde se inspirase en ciertos episodios de A contrapelo (1884), de Joris Karl Huysmans, para activar definitivamente el mito de Salomé en su obra de teatro homónima. (Otros antecedentes literarios de Salomé, como el poema satírico Atta Troll [1842], de Heinrich Heine, o el cuento Herodías [1877], de Flaubert, respetaron la versión bíblica y presentaron a una niña que no era consciente de su propia sensualidad ni de los deseos vengativos de su madre). Nos estamos refiriendo a aquellos pasajes que describen los cuadros de Moreau, Salomé danzante (1874-1876) y La aparición (1876), como el primer referente artístico que convertía a la princesa judía en la representación de la fatalidad:

En la obra de Gustave Moreau […] veía realizada por fin esa Salomé sobrehumana y misteriosa con la que tantas veces había soñado. Y ya no era únicamente la bailarina provocativa […], sino que se convertía, de alguna manera, en la deidad simbólica de la indestructible Lujuria, en la diosa de la inmortal Histeria, en la Belleza maldita, escogida entre todas por la catalepsia que le tensa las carnes y le endurece los músculos; en la Bestia monstruosa, indiferente, irresponsable, insensible, que corrompe, del mismo modo que la antigua Helena, todo lo que se le acerca (Huysmans, 1884: 179).

2 La leyenda que codificó el pacto con el diablo fue la historia de Christopher Marlowe sobre el doctor Fausto y posteriormente la versión romántica que de este realizó Goethe. Sin embargo, según afirma Natalia Fernández Rodríguez en su estudio del teatro barroco fáustico (2007: 26), el primer testimonio oficial de un pacto satánico se relata en la historia de Teófilo de Adana, adaptada por Gonzalo de Berceo en Los Milagros de Nuestra Señora y por Alfonso X en la Cantiga CCXVI con intención moralizante.