De Rancière a Mayorga:
Emancipar al espectador desde la zona gris

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“Nuestro tiempo es de una falsedad tan abismal que, si alguien
pusiese un poco de verdad en el escenario, la gente saldría del
teatro a quemar el mundo”.

El crítico
, Juan Mayorga

 

1. Introducción. El problema de la emancipación en el espectador

El debate acerca de la posibilidad de emancipación del espectador por medio de la representación teatral ha estado presente a lo largo de la historia del teatro, pero quizá nunca de una forma tan exhaustiva como con la que lo hace Jacques Rancière en su libro El espectador emancipado. Rancière se pregunta qué poder contiene una representación teatral para provocar el pensamiento activo del espectador y, lo que es más importante, cómo podemos poner en marcha ese poder sin caer en la demagogia y en el pensamiento elitista de intentar enseñar al público. Al problema intrínseco en la representación teatral presentado por Rancière le añadimos un nuevo dilema que tiene relación con las funciones administrativas y los programas culturales que se desarrollan en la actualidad en España: ¿cómo hacer teatro produciendo una hipótesis ética y política cunado sabes que va a ser representada delante de un público que sea afín a tu pensamiento? ¿Cómo hacer un teatro político y social que interese a esa parte de España que se sitúa hoy en el sector más conservador? ¿Cómo hacer asistir al teatro a un espectador que no puede pagar la entrada? ¿Cómo recuperar al espectador obrero, al que llevamos décadas diciéndole “este elevado arte no es para ti”, de forma directa o indirecta? Pero, sobre todo: ¿cómo hacer una crítica del reino de la mercancía cuando la cultura se ha convertido en el sumo fetiche de la intelectualidad? Todas estas son cuestiones que, si bien tienen una difícil respuesta, es necesario que los creadores nos cuestionemos para no caer en el elitismo y egocentrismo tan natural entre la élite teatral. Ahora bien, hagamos un ejercicio de imaginación propio de los actores, utilicemos el si mágico de Stanislavsky y situémonos en unas circunstancias dadas en las que el público de a pie vuelve a interesarse por el teatro y la administración de los teatros públicos se interesa por el público de a pie; volvamos al problema de la emancipación del espectador.

1.1. Mirar también es una forma de actuar

Rancière se cuestiona la relación del arte con la política y concluye que no debemos intentar unir lo ficcional (artístico) con lo real (política), sino encontrar una relación entre dos formas de producir ficcionalidad. “Las prácticas del arte no son instrumentos que proporcionen formas de conciencia ni energías movilizadoras en beneficio de una política que sería exterior a ellas. Ellas forjan contra el consenso otras formas de «sentido común», formas de sentido común polémico” (Rancière, 2010: 77). Rancière señala que no hay teatro sin espectador y, a su vez, ser espectador es un mal, ya que siempre se ha considerado la observación como acto pasivo.

En primer lugar, mirar es lo contrario de conocer. El espectador permanece ante una apariencia, ignorando el proceso de producción de esa apariencia o la realidad que ella recubre. En segundo lugar, es lo contario de actuar. (…) Ser espectador es estar separado al mismo tiempo de la capacidad de conocer y del poder de actuar. (Rancière, 2010: 10).

Si, como dice la crítica, ser espectador es estar subyugado a la enfermedad de las sombras y transmite el mal del embrutecimiento, Rancière responde que necesitamos otro teatro, un teatro que implique al espectador a la acción, ya que:

[…] drama quiere decir acción. El teatro es el lugar en el que una acción es llevada a su realización por unos cuerpos en movimiento frente a otros cuerpos vivientes que deben ser movilizados. Estos últimos pueden haber renunciado a su poder. Pero este poder es retomado, reactivado en la performance de los primeros, en la inteligencia que construye esa performance, en la energía que ella produce. Es a partir de ese poder activo que hay que construir un teatro nuevo, o más bien, un teatro devuelto a su virtud original (…), en el cual se conviertan en participantes activos en lugar de ser voyeurs pasivos. (Rancière, 2010: 11).

A pesar de los grandes esfuerzos de los profesionales del teatro durante la historia para encontrar la fórmula perfecta para sacar al espectador de su embrutecimiento, todas las formas han girado en torno a dos principales o combinación de ambas:

a) El extrañamiento o distanciamiento de Brecht. Gracias a este método de interpretación, el espectador no puede identificarse con los personajes de la escena. Con el efecto de extrañamiento, el espectador cambia su embelesamiento por un pensamiento activo, a fin de dar un sentido a la acción que transcurre frente sus ojos. “El teatro es una asamblea en la que la gente del pueblo toma conciencia de su situación y discute sus intereses” (Bertold Brecht, citado en: Rancière, 2010: 13).

b) El teatro de la crueldad de Artaud, en el cual se presenta un problema en escena similar al que puede tener un espectador en la calle y de esta forma, gracias a la identificación, el espectador formará parte de la decisión de los personajes. “Es el ritual purificador en el que se pone a una comunidad en posesión de sus propias energías”. (Antonin Artaud, citado en: Rancière, 2010: 13).

Dos métodos opuestos que, según Rancière, han sido igual de fallidos en la provocación del pensamiento activo del espectador, porque igual que el maestro debe ser capaz de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia, el artista debe saber abolir la distancia entre la representación y el espectador. No se trata de decir lo que hay que hacer o pensar, sino de poner en cuestión algo que el alumno no sepa. Enseñar a pensar. En teatro, situar al espectador en un dilema que ha de resolver. Pero esta separación no se debe tomar como un mal a abolir, ya que en toda comunicación siempre hay una distancia. Lo que hay que abolir es el gran abismo que hay entre la pasividad y la acción. Aunque el director o dramaturgo no tenga claro qué es lo que el espectador debe hacer, está claro que debe hacer algo. Rancière cree que el camino para ser un buen maestro/director es cumplir la función de traductor poético, figura que obsesiona al dramaturgo Juan Mayorga Ruano, que será central en nuestro trabajo.

La emancipación comienza cuando se entiende que mirar también es una forma de actuar, observar, seleccionar, comparar, interpretar. Por lo tanto, no es pasivo el acto de mirar. La lógica del pedagogo embrutecedor es creer que un saber debe ser traspasado de un cuerpo al otro, que el alumno debe aprender lo que el maestro le enseña; de igual modo, el espectador debe ver lo que el director teatral quiere que vea. Pero el alumno realmente no aprende del saber del maestro; el maestro le debe enseñar a buscar y verificar en su propia búsqueda.

La emancipación, por su parte, comienza cuando se vuelve a cuestionar la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones del decir, del ver y del hacer, pertenecen, ellas mismas, a la estructura de la dominación y de la sujeción. (Rancière, 2010: 19).

Ahora bien, si tanto la identificación afectiva propuesta por Artaud en su teatro de la crueldad como el distanciamiento brechtiano son dos fórmulas que, aunque hayan sido de gran valor en la renovación del teatro europeo, han fracasado en la emancipación del espectador, ¿qué podemos hacer los que nos dedicamos al teatro para convertir al espectador pasivo en espectador emancipado? Creemos que una poderosa opción sería contemplar la tesis del dramaturgo, director teatral y filósofo Juan Mayorga de situar al espectador en la zona gris, concepto elaborado y discutido por Primo Levi.

2. LA EMANCIPACIÓN COMO DUDA GRIS

Primo Levi (Turín, 31 de julio de 1919 - ibídem, 11 de abril de 1987) nació en el seno de una familia liberal judía y fue un escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas. Levi pasó diez meses en el campo de concentración de Monowice (Monowitz) y fue uno de los veinte afortunados que sobrevivió al exterminio, experiencia que utilizaría para educar contra Auschwitz, dando testimonio de su estancia en el campo. El concepto zona gris aparece por primera vez en el libro Los hundidos y los salvados, segunda parte de la trilogía de Auschwitz, aunque la raíz ya está en Si esto es un hombre, en el que plantea situaciones claramente grises. La zona gris es descrita en Los hundidos y los salvados de la siguiente forma: “Es esa zona de ambigüedad que irradia de los regímenes fundados en el terror y la sumisión” (Levi, 1989: 53).

En esta zona de la que habla Levi se confunden los límites entre la víctima y el victimario. Cuanto más dura es la opresión, más difundida está entre los oprimidos la buena disposición para colaborar con el poder. Esta disposición está teñida de infinitos matices y motivaciones, pero lo que está claro es que esa dualidad de la que habla Levi habita en nuestro día a día, y esto es algo que los artistas saben pero que no han sabido utilizar correctamente porque:

[…] si todo no es sino exhibición espectacular, la oposición de la apariencia a la realidad que fundaba la eficacia del discurso crítico cae por sí misma, y, con ella, toda culpabilidad con respecto a los seres situados del lado de la realidad oscura o negada. (Rancière, 2010: 34).

Primo Levi utiliza el concepto de zona para referirse al Lager y gris para tratar la ambigüedad de la víctima que es asimilada por el sistema nazi para que colabore en su propia destrucción. Nuestro autor señala en repetidas ocasiones la dificultad para juzgar la situación de las víctimas, ya que ese gris representa la complejidad para penetrar en el análisis moral y político de ellas. Estar en la zona gris del Lager es estar en un espacio donde los límites entre víctima y victimario se confunden al implicar a la víctima en la propia destrucción de su vida y de la de sus iguales. Éste fue probablemente el mayor crimen que cometieron los nazis, la asimilación de la víctima a ese depravado y vil sistema.

Al no haber, según Levi, víctimas ni verdugos puros sino que, como hemos visto, los límites son bastante difusos, se produce un desplazamiento de la culpa del verdugo hacia la víctima, ya que es la encargada de producir su propia aniquilación. La negación del genocidio que se estaba produciendo, la división de suprahombres, infrahombres y super infrahombres (Padilla, 2014), la vida rodeada de la destrucción que la propia víctima es obligada a realizar, lleva a la aniquilación de su identidad sumergiéndola en un automatismo en el cual se acostumbra a vivir. Levi decía que se “sentía más cerca de los muertos que de los vivos, y culpable de ser hombre, por ser los hombres los que habían edificado un lugar como Auschwitz” (Levi, 2005: 501).

Ahora bien, dejando claro que lo que se pretende en este trabajo no es una banalización del concepto zona gris sino una reutilización estética, nos encontramos con un nuevo problema: situar al espectador en la zona gris es una ardua tarea. Tras la Segunda Guerra Mundial y empujado por el capitalismo tardío, ha habido un cambio en la sensibilidad del espectador. Este cambio de sensibilidad se muestra en la dificultad para expresar con el lenguaje los horrores cometidos por el hombre en la Segunda Guerra Mundial. Este rasgo producido por el Holocausto sobre el que han debatido nuestros autores es la pérdida del lenguaje tras la experiencia de los campos de exterminio. La imposibilidad de decir lo que había ocurrido ha producido un cambio de paradigma en la dramaturgia contemporánea. El enmudecimiento es una característica clave del teatro del siglo XX europeo; encontramos, pues, el teatro del absurdo y el teatro del silencio como muestras de este cambio de paradigma. Así pues, hallamos otro nuevo punto de unión entre la tesis de Rancière y el teatro de Juan Mayorga: lo que no se dice tiene tanto o más valor que lo que se dice. Rancière expone que esa es la paradoja del maestro ignorante, que el alumno debe aprender algo que el maestro no sabe, de la misma forma que Juan Mayorga explica: “El texto sabe cosas que el autor desconoce” (en: Velilla, 2017: 718); por lo tanto, son posibles tantas traducciones del texto como espectadores. Mayorga, al igual que Rancière, es consciente de que no se transmite el saber, sino “esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión de lo idéntico, toda identidad de la causa y el efecto” (Rancière, 2010: 21). Esa es una de las características que dan sentido de comunidad al teatro; a pesar de que cada espectador traducirá lo que ve de una forma distinta, identificándolo con su experiencia personal, esta acción se realiza de forma colectiva y esto los vuelve semejantes.

Ese poder común de la igualdad de las inteligencias liga individuos, les hace intercambiar sus aventuras intelectuales, aun cuando los mantiene separados los unos de los otros, igualmente capaces de utilizar el poder de todos para trazar su propio camino. (Rancière, 2010: 23).

Porque lo fundamental en una cultura crítica no es la intención del productor de una pieza cultural, sino la actitud con la que los receptores de esa pieza se sitúan ante ella. Esa actitud nunca será demasiado crítica. Lo fundamental para una cultura crítica no es que los productores de cultura sean críticos, sino que lo sean sus receptores. (Mayorga, 2016).

Por lo tanto, en lugar de una emancipación social única, se ha producido a la vez una emancipación estética, una ruptura con las formas de sentir que caracterizaban el movimiento de lucha obrero. Juan Mayorga piensa que, poniendo un espejo en el escenario en el que el espectador se mire cara a cara con su otro yo, es posible evitar que el gris se extienda en lo más profundo de nosotros desdibujando la razón y convirtiéndonos en autómatas incapaces de pensar: