Antología Teatral Española,
un mapa de la dramaturgia española:
más de 30 años editando teatro desde la universidad

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El primer número como declaración de intenciones

Diez años después del mítico montaje de La venta del ahorcado de Domingo Miras por César Oliva frente al T.U. de Murcia, se rescata el texto para su publicación, conformando el primer número de la colección (fig. 1). En la edición, a cargo de César Oliva, anteceden al texto unas “notas a La venta del ahorcado” en lugar de la canónica introducción que pudiéramos esperar desde una colección universitaria. La peculiaridad de estas notas, que proceden de las que el director trazara para la puesta en escena, marca el particular cariz que va a acompañar a la Antología en su andadura. Al sucinto pero sagaz repaso de las diez secuencias que constituyen la obra, subsiguen tres reflexiones que emergen de los retos que despierta la pieza para su puesta en escena: “el contraste como estilo”, “el realismo como reto” y “la palabra como realidad”. La edición aparece, además, salpicada de dibujos y bocetos procedentes del cuaderno de dirección de la célebre puesta en escena del T.U. La pieza, de gran expresividad, arranca con la muerte del cacique, don Terencio, en pleno acto sexual con Donata, la ventera, coima a disposición exclusiva del señor. Se suceden los cuadros de enorme procacidad y sagaz crítica, pasando del relato de un asesinato en una perdida venta al fantástico ajusticiamiento de los culpables. Las nueve secuencias, impregnadas por un realismo popular y castizo, quedan contrapesadas por la final, protagonizada por tres personajes fantásticos y anacrónicos. Deviene el texto de enorme interés por la eficacia del empleo de lo grotesco, la sagaz combinación de lo festivo y lo crítico o la fuerza popular de sus personajes, en los que se hace manifiesta la herencia valleinclaniana. La enorme influencia que la sombra de Valle-Inclán proyectará sobre la dramaturgia de la segunda mitad del XX queda subrayada desde esta pieza grotesca con naturaleza de aguafuerte. Es doble, por tanto, el interés de este número inaugural: en primer lugar, en tanto nos ofrece una joya inédita de nuestra literatura dramática; en segundo término, en tanto es testimonio documentado de la historia de nuestros escenarios.

Devolver la voz a los autores silenciados

No por conocido debemos dejar de señalar el panorama desde el que nace la presente colección. La Antología en sus primeros años cubre una necesidad histórica imperante. La situación que atraviesa el país tras la muerte de Franco no proporciona la tan esperada y vindicada restitución de títulos y autores. Tras el cese de la censura, emergen otras razones, históricas y comerciales, que continúan manteniendo a buena parte de los autores en los márgenes del sistema teatral, impidiéndoles el acceso tanto a ediciones como a escenarios. El mutismo a que son sometidos tanto los autores de la generación realista como los llamados nuevos autores es síntoma del sacrificio realizado en nombre del proceso transicional.

Si bien Ruiz Ramón da nombre a dos procesos que considera operantes y esenciales en la política cultural de la transición: la operación rescate y la operación restitución (en Amell y García Castañeda, eds., 1988: 103-114); María José Ragué juzga que, paralela a estas operaciones, existe otra más secreta pero no menos consistente, a la que se refiere con el elocuente nombre de operación olvido. Juzga así que la programación habitual de los años de la transición “toleraba únicamente algunas docilidades rebeldes de Antonio Gala, o las rebeldías tranquilas de José Luis Alonso de Santos” (Ragué, 1996: 118), constituyendo un elemento esencial de dicha operación la programación de clásicos españoles. Aunque no profundiza Ragué-Arias en esta cuestión, la deja esbozada en la siguiente afirmación: “No olvidemos que el 20 de noviembre de 1975 no fue seguido por una ruptura política, sino por una transición a la democracia. Y las transiciones suponen pactos” (1996: 118).

César Oliva aporta explicaciones que vienen a desentrañar las razones del silencio impuesto tanto a los autores de la generación realista como a los nuevos autores en los años de la transición. Considera que “las referencias al pasado inminente empezaban a molestar más de la cuenta al público, pero sobre todo a los gobernantes. A estos no les apetecía el recuerdo de una historia reciente en la que más de uno había desempeñado un determinado papel” (Oliva, 2004: 46). Estima que en el ajuste de cuentas que se realiza en la transición “se rechazó lo viejo por recordar al pasado y se ensalzó lo nuevo, fuera lo que fuese” (2004: 47). Este horizonte, junto a la falta de continuidad de las distintas iniciativas editoriales, la desaparición de Yorick en 1974, así como el aletargamiento que atraviesan revistas como Primer Acto y Pipirijaina, incluso con periodos de cese en su actividad, dibujan un panorama en el que deviene imprescindible cierta intervención. La ATE contribuye así a la necesaria restitución de las voces silenciadas.

De la generación realista la ATE rescata, entre otros, Los hombres y sus sombras (Terrores y miserias del IV Reich) , de Alfonso Sastre; Aventura en lo gris, de Buero Vallejo; Amadís de Gaula, de Martín Recuerda o Spot de identidad, de Lauro Olmo. El texto de Sastre, inédito en la fecha de publicación por la ATE (1988), será publicado posteriormente –solo tres años después, en 1991– por la editorial Hiru Argitaletxea; año del que también data su estreno por el Grupo Dramático Alcores, con dirección de César de Vicente Hernando en el centro cultural Julián Besteiro. Tras los múltiples paratextos sastrianos –Nota muy importante, Otra nota mucho menos importante, Nota previa a la escritura de esta obra, Sobre el tema musical, Sobre el elenco necesario, Diario de Trabajo...– , accedemos a un texto complejo e interesante. La influencia brechtiana, subrayada desde el subtítulo de la pieza, Terror y miserias del IV Reich, que es en esta ocasión la democracia capitalista, se deja notar, entre otros lugares, en la estructura de la pieza en cinco secuencias aisladas –Eskorial, Romeo y Julieta, Un Hombre nuevo, Antígona 84 y El Fantástico doctor Jenseits der Berge–, así como en la recurrente song que unifica las distintas escenas, titulada como la obra misma. También laten bajo las sombras que dan título y reflejan el sentido de la pieza las del mito de la caverna de Platón, que vienen a revelar el estado de control policial propio de cualquier totalitarismo al que es sometido este distópico IV Reich.

En la edición de Los hombres y sus sombras, de Alfonso Sastre (fig. 2), más que ante un prólogo al uso, nos encontramos ante el testimonio de un hombre de teatro sobre su emocionante relación con el autor de La taberna fantástica. Somos así partícipes de las cartas que director y dramaturgo se intercambiaron a propósito de la mítica puesta en escena que Gerardo Malla hiciera de La taberna fantástica en aquel febrero de 1985 –solo tres años antes del texto que prologa–. Conocemos cómo por estos tiempos Alfonso Sastre, desde su retiro eskaldún, enviaba de cuando en cuando sus textos junto a misivas ofreciéndolos para su posible representación a gentes de la escena del momento. Gerardo Malla, desde el final de su intervención, anima a las gentes de teatro, entre las que es común el lamento sobre la carencia de textos de autores españoles vivos, a prestar atención a la obra de Sastre. El “compromiso político” suponía un nefasto lastre para el teatro en un momento, en el que la conquista de la democracia escoró el elemento político de la escena –que había sido nuclear en el panorama de las décadas anteriores– para privilegiar un teatro más estetizado. Se produce así un proceso en lo teatral que tendió a invisibilizar los textos y por ende a los autores que habían hecho de lo político la línea medular de su dramaturgia. Por suerte, la Antología da voz y lugar a textos que de otro modo probablemente habrían permanecido en el olvido.

De Rodríguez Méndez se publica en el undécimo número Literatura española (fig. 3), texto, que, como tantos otros del autor madrileño, revela su inmenso amor a los clásicos, forjado en buena medida al calor del T.U., al que se incorpora como actor en la década de los cuarenta. El prólogo, a cargo de Antonio Morales, recoge el testimonio de Rodríguez Méndez a este respecto: “ahí aprendimos a saborear el lenguaje castellano y la gracia y el donaire de Cervantes, Lope, Moreto, Tirso, Calderón, etc.”. En Literatura española, Rodríguez Méndez recrea una jornada, concretamente, la del 23 de abril de 1616, en la que asistimos a los sucesivos encuentros de personajes reales –los escritores del Siglo de Oro– y personajes de la ficción –la gitanilla, el licenciado Vidriera o Rinconete y Cortadillo, entre otros– con don Miguel de Cervantes en el último día de su vida. De enorme ternura es, por ejemplo, el encuentro con la gitanilla, que abre la pieza, en la que esta le pide sea el padrino de su criatura. Señala Morales en el prólogo el contraste entre el bullicio callejero que maravillosamente recrea Rodríguez Méndez en la pieza frente al silencio interior y el sosiego letal del de Lepanto en sus últimos momentos. Gracias a la Antología hemos podido tener en nuestras manos este texto de lenguaje sabroso e inteligentes juegos intertextuales y metateatrales.

En 1993, coincidiendo con el vigésimo número de la colección, se publica Aventura en lo gris, de Buero Vallejo (fig. 4). Este texto, cuya primera versión data de 1949, fue revisado catorce años después, con motivo de su estreno en la escena española. Esta tragedia moderna, ubicada en la Surelia en que también situó La doble historia del Doctor Valmy, cuenta con una compleja andadura en la escena española, debido fundamentalmente a las dificultades e impedimentos de la censura. La edición, a cargo –como no podía ser de otro modo– de Mariano de Paco, nos ofrece la carta de la Dirección General de Cinematografía y Teatro en la que se da cuenta de su prohibición a Huberto Pérez de la Ossa, quien se proponía estrenarla en el Teatro Español en 1953. Releer esta obra en dos actos y un sueño nos permite redescubrir la presencia de los elementos que constituirán los estilemas propios de su dramaturgia.

El siguiente número de la Antología está también dedicado –aunque ni el criterio cronológico ni el generacional ordenen la publicación de las piezas– a un texto de otro autor de la generación realista: Lauro Olmo. En 1994 se publica Spot de identidad (fig. 5), quizá una de las piezas más alejadas de la estética realista propia de los primeros años de esta generación. El realismo de Olmo está enriquecido en esta pieza con estrategias procedentes del cabaret, del simbolismo, del esperpento y aun del absurdo para agudizar su crítica contra el consumismo en el que ha desembocado la sociedad del momento. Sorprende comprobar cómo ya en 1975 –pues esta es la fecha de escritura de la pieza– “las relaciones humanas se ven mediatizadas por la subyugación al mundo de las imágenes y los mensajes publicitarios llevada al límite”, en palabras de Adelardo Méndez, que prologa la edición. La actualidad y la diversión de la pieza no caducan ni tras los veinte años que separaron su escritura de su publicación ni tras los cuarenta y cuatro que los distancian del momento presente.

La presencia del teatro del exilio se hace manifiesta en el número décimo, mediante la publicación de Los nueve montes pelados o el milagro de las tres ciruelas, de Álvaro Custodio, que prologa César Oliva (fig. 6), así como en el número vigésimo sexto, con la edición de Orfeo y el desodorante, de José Ricardo Morales, a cargo de Nuria Novella (fig. 7).

Aún más decisiva es la labor que la Antología Teatral Española realiza con los llamados “nuevos autores” o generación underground, a falta de un marbete más preciso en su clasificación estética. Y aun dentro de esta, con los textos de los autores ubicados en la generación simbolista. La vanguardia de sus propuestas dramáticas, junto al cariz político que se enmascaraba en el simbolismo de sus piezas, les procuraron un injusto no solo olvido sino incluso desconocimiento. Visibiliza así la Antología a la que probablemente sea la generación más olvidada de nuestro pasado reciente, aquellos que en la mañana eran demasiado vanguardistas y al caer la noche se percibían ya como “antiguos” debido más a la incomodidad de los temas que la transición quiso o necesitó silenciar que a unas estrategias dramáticas que aún resultaban innovadoras.

El tercer número está ya dedicado a la edición de Los perros, de Luis Riaza (1986) (fig. 8), un brillante texto que responde al ritmo de un ceremonial grotesco y muestra la imposibilidad de la revolución en un mundo en el que el poder se perpetúa a sí mismo de forma constante. El número catorce, publicado en 1991, recoge el texto Otra vez los avestruces, de José Ruibal (fig. 9). La lúcida introducción, a cargo de José Antonio Sánchez, revela los polos antagónicos desde los que Ruibal construye la dramaturgia: vida frente a muerte, pureza versus corrupción. Señala así Sánchez cómo “lo que al inicio se presenta como una mera exposición simbólica de los resortes del poder dictatorial se va transformando a lo largo de toda la obra en una compleja y desconcertante manifestación escénica de la miseria humana” (8). La estructura de este “ritual sarcástico” obedece a “un ritmo de descomposición orgánica” mediante el ensamblaje de minisecuencias encadenadas. Dentro de la polaridad apuntada, señala Sánchez la preeminencia del factor bélico frente a los factores del placer-sexo, esto es, de la polaridad de la destrucción frente a la que ostenta la vida y la creación. Supone este texto –como también el de Riaza– un excelente ejemplo de la crisis del modelo mimético de los 70 y de la caída del carácter referencial del signo. Los autores simbolistas defienden la autonomía de los signos en la construcción de un universo plástico y sonoro autónomo. La parodia y la animalización serían algunos de los rasgos de este teatro revolucionario que, en contadas ocasiones, ha llegado a la escena y aun a la página impresa.

Si nos detenemos por un momento en los textos publicados de los llamados nuevos autores, comprobamos que, junto a los ya citados del círculo simbolista, tendríamos que apuntar al menos los de Antonio Martínez Ballesteros, Alberto Miralles, Jerónimo López Mozo y Fermín Cabal, o José Luis Alonso de Santos y José Sanchis Sinisterra entre los que ya dibujan el puente entre las dos generaciones.