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Entre muñecos anda el juego:
Los títeres lorquianos vistos por el Teatro de la Danza

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4. LOS PERSONAJES

En su reflexión sobre los montajes de la Tragicomedia, dice Cardinali (1998: 84) algo que podemos extender a muchos de los que se han hecho del Retablillo y, sobre todo, al que comentamos en estas páginas:

El intento más frecuente es el de dar vida, en el escenario, a hombres aguiñolados o muñecos humanizados en un contexto antinaturalista. Los actores imitan a personajes de guiñol, payasos o figuras de la Commedia dell’Arte. La tendencia más frecuente es la de recargar las tintas cómicas de la obra en perjuicio de la parte más seria. La tragicomedia acaba por tener la coherencia de una farsa donde triunfan lo grotesco y lo bufonesco.

En esta cita se tocan dos aspectos esenciales, profundamente imbricados, a los que atiende de manera consciente la adaptación de Olmos y Ochandiano en su tratamiento de las criaturas escénicas: por un lado, la tantas veces comentada ambivalencia en torno a su naturaleza u ontología, y por otro, su comicidad de trazo grueso, emparentada con la teoría de la risa de Bergson y, en mucho mayor grado, con la estética grotesco-carnavalesca que Bajtín (1987) atribuye a la cultura popular del Medievo y el Renacimiento.

Respecto a lo primero, es obligado mencionar a Edward Gordon Craig y sus ideas en torno a la Supermarioneta19; pero no solo: también a otros pensadores de la época que, en pugna con el método Stanislavski, apostaron por estilos interpretativos radicalmente alejados de la imitación naturalista. Pienso, por ejemplo, en Meyerhold y su biomecánica, o en Evreinov y su proyecto de reteatralización de la escena. De esto último ya hablamos en la sección anterior: como dice Vilches de Frutos (1998: 16), existe una patente afinidad entre los planteos de Lorca y los del ruso. Palpita, en la mayoría de las obras, el impulso de exponer los andamiajes de la representación, de asumir lúdicamente la falsedad de lo mostrado. Ello cobra especial relieve en las composiciones farsescas y, en concreto, en las dos estudiadas. Respecto a los personajes, es muy elocuente una acotación que nos encontramos en el primer autógrafo de la Tragicomedia, sobre la desoladora reacción de Cocoliche tras enterarse de que no puede casarse con su amada Rosita: “Este llanto debe ser acompasado entre verdad y mentira. En este teatrillo nos hemos de olvidar algunas veces de los muñecos y creer que sienten de verdad y otras veces ver el artificio hasta el fondo” (García Lorca, 1998: 163). Estaremos todos de acuerdo en que dicho apunte solo tiene sentido si es una persona real quien encarna al ente de ficción; con un fantoche, la impresión de realidad sería muy difícil de lograr. En cambio, los actores que intervienen en el montaje comentado transitan con enorme maestría entre estos dos extremos –“con el punto exacto de figurones que hace creíble una historia cuya lógica es la lógica de los muñecos”, como dice Barea (1998)–; de la misma manera que, como veremos, lo hacen entre la gravedad y lo risible. Échese, si no, un vistazo a la figuración del momento en el que Cocoliche se despierta tras haber soñado con Rosita y su suerte. “¡Esta es la primera vez que lloro de verdad! Lo aseguro. ¡La primera vez!”, dice (García Lorca, 1997a: 62), y lo que, en un principio, debería inducirnos a la risa, por el patetismo del monigote burlado –en principio incapaz de llorar y, por tanto, extrañado por este hecho–, acaba, por obra y gracia de la interpretación de David Lorente y el uso de la luz, emocionándonos, hasta casi derramar, nosotros mismos, una lágrima por quien creíamos una criatura hueca.

En cuanto a los otros nombres citados, también salen a colación, de tanto en tanto, a propósito de la noción lorquiana de la actividad escénica. La relación con los postulados de Craig es obvia. En su búsqueda de vías para renovar el lenguaje escénico, son muchos los que, en el tiempo de las vanguardias, vuelven la vista sobre el submundo de los títeres, las marionetas y los muñecos, en general (Alberti, Dieste, Grau, etc.). Con ellos se puede experimentar por unas vías inaccesibles a los seres humanos; el trato con las figuras de trapo, madera o porcelana es, por lo demás, mucho menos problemático que el que se da con los caprichosos intérpretes de carne y hueso. He aquí otro de los puntos en los que se puede establecer un vínculo con el ideario de Lorca: igual que el actor y teórico británico lamentaba el divismo de los actores del teatro más comercial, el granadino arremete una y otra vez contra las convenciones y el anquilosamiento de la escena burguesa. Más que la hegemonía del paradigma realista-naturalista, son la hipocresía y el conservadurismo de dicho teatro, al servicio del poder y desdeñoso para con las expresiones espontáneas, lo que le impulsa a rechazar sus modos y refugiarse en la simplicidad y la pureza de las representaciones populares: ahí no hay grandes estrellas que eclipsen la fuerza del teatro en su ser primigenio, genuino.

La apuesta del Teatro de la Danza tiene algo de cuadratura del círculo, al convertir a los muñecos en humanos… para que estos semejen y se comporten como fantoches… sin dejar de ser personas. No es, con todo, algo que no estuviera previsto por Lorca, como vimos; ni siquiera por Craig. Se trata, para ambos, de despojar al actor de su primacía en el espectáculo: en línea, hasta cierto punto, con la idea wagneriana del Gesamtkunstwerk u obra de arte total –ya mencionada, de manera velada, más arriba–, aquel no es sino un engranaje más, sin mayor importancia que el resto, de un conjunto en el que intervienen múltiples artes y niveles; idea, por otro lado, que concuerda a la perfección con la de la distribución de trabajo que subyace a la aludida biomecánica meyehorldiana20.

Este despojamiento repercute igualmente en el aspecto psicológico: los personajes pierden su complejidad y carácter individual, convirtiéndose en tipos, en elementales de un sistema predeterminado, anterior a la obra. Antes ha aparecido mentada la Commedia dell’Arte. Es, sin duda, uno de los referentes que primero se vienen a la cabeza a la hora de estudiar las farsas lorquianas: al igual que los integrantes de la escena popular italiana, cada títere de cachiporra se identifica con una serie de rasgos básicos, tanto físicos como conductuales y relacionales; rasgos, por supuesto, conocidos por el público, quien saluda con regocijo la confirmación de los mismos. La adaptación respeta esta elementalidad de los actantes, desde el aspecto exterior hasta su comportamiento y su discurso. Véase, para refrendarlo, la figura de Fígaro, el barbero sevillano creado por Beaumarchais –insigne heredero de la Commedia–, que, en su intervención, tararea la famosa melodía de la ópera de Rossini (fig. 5); del pálido Currito el del Puerto, suerte de Pierrot andaluz, desdeñado por Rosita-Colombina, o, por supuesto, la de don Cristóbal, panzudo, chepudo, fanfarrón e inseparable de su cachiporra, más cercano a Pantaleón o Polichinela que a Arlequín, como se aducía al final del Retablillo (fig. 6). Todos ellos, como digo, reproducen una imagen fijada por la tradición, generando en el espectador una idea de artificiosidad que los distancia del devenir humano. Así lo hacen, por lo menos, en la mayor parte de su actuación. En algunos momentos, y de manera consciente, se juega al equívoco, a alterar trazos que se creían inmutables o a conferirles a los sujetos mayor dimensión humana de la que pensábamos que poseían. Es algo que se aprecia tanto en la fuente original como en el espectáculo examinado.

“No parece posible aplicar a los personajes de la Tragicomedia la simple definición de tipos o máscaras fijas, que es corriente en el caso de la Commedia dell’Arte, del guiñol o de otros tipos de teatro rígidamente codificados”, advierte Cardinali (1998: 57). Esta laxitud se hace todavía más evidente cuando comparamos la obra de 1922 con la de 1931: en el Retablillo se ha producido una inversión de roles; aquí se marca mucho más la burla de Cristobita –que nos recuerda al cornudo Perlimplín, por quien nos compadecemos–, mientras que Rosita se ha convertido en una joven ligera de cascos, que, pese a ser vendida –como la de la Tragicomedia – por su parentela (por su madre, no por su padre, como en aquella), se aprovecha largamente de la situación. Cabe recordar, también, el comienzo de esta piecita, en la que el Poeta, en disconformidad con el Director, se resiste a aceptar el carácter unidimensional de su títere favorito:

Poeta.– […] don Cristóbal yo sé que en el fondo es bueno y quizá podría serlo.
Director.– ¡Majadero! […] ¿Quién es usted para terminar con esta ley de maldad?
Poeta.– Ya he terminado. Me callaré.
Director.– No, señor. Diga usted lo que es preciso que diga y lo que el público sabe que es verdad.
Poeta.– respetable público: como poeta tengo que deciros…
Director.– “Y como hombre”.
Poeta.– “Y, como hombre”, que don Cristóbal es malo.
Director.– “Y no puede ser bueno”.
Poeta.– “Y no puede ser bueno” (García Lorca ,1997b: 710).

Haciendo honor a esta insospechada profundidad, no nos ha de sorprender el relieve humano que, como veíamos, adquiere este fantoche en su alocución al público de 1998, antes del inicio del Retablillo; igual que tampoco nos ha de parecer desequilibrada la ya glosada oscilación entre lo leve y lo grave que veíamos más arriba.

Retomando la idea de lo grotesco, el montaje traduce en un lisérgico colorido, unas pelucas exageradas, una iluminación irrealista, un maquillaje desaforado –que aproxima a los actores a figuras de porcelana–, unas vestimentas atemporales y, especialmente, una actuación hiperbólica, unas obras que, a ratos, más parecen pensadas para un circo o para un desfile de carnaval que para un tablado de muñecos; ya no digamos para un teatro de estirpe burguesa. Véase, como pasajes representativos, el funeral de don Cristóbal, más parecido al tan célebre de la Sardina, con esas hortalizas pintadas en el ataúd del fantoche, que a un acto grave o solemne (fig. 7); o la escena, de un estrambótico costumbrismo, en la taberna de Espantanublos (fig. 8). El efecto de hilaridad es inevitable en la mayoría de los casos, con un humorismo, como apuntábamos, de baja estofa, elemental, del cual tal vez sean los porrazos del protagonista la mejor muestra (fig. 9). Todo ello no quita para que, de tanto en tanto, también se dé aquí un sutil deslizamiento hacia un grotesco menos festivo, más próximo a la forma inquietante que describía Kayser en Lo grotesco (1933) o, en una línea autóctona, a la negritud propia del esperpento y la España carpetovetónica. Ello se hace palmario, más que nada, en el Retablillo. Aun siendo, a priori, una farsa más desprejuiciada, menos densa en su presentación del conflicto y más gruesa en el humor, esa brutalidad oculta una oscuridad, una frustración, incluso una rabia, emparentadas con las que despliegan obras más serias de la época, como El público o Así que pasen cinco años, o bien las deshumanizadas propuestas del Valle de Martes de carnaval. Dice García Posada (1997b: 30) que, por las fechas de escritura del Retablillo, Lorca debía de haber leído el tríptico valleinclanesco, y lo cierto es que algo de ello se nota en su concepción de los personajes y la ferocidad de estos. Lo mismo se puede decir de nuestro montaje, donde el poso de amargor se deja notar, sobre todo, en la comentada metamorfosis de los protagonistas en su segunda parte. De esta dice Vigorra (1998):

La arriesgada transformación de doña Rosita no cuadra tan a la medida con el Lorca sentido al principio. Y es de admirar el esfuerzo realizado por los directores del espectáculo, su empeño en sorprender al público, pues sabiendo entender y manejar el Lorca de los títeres, en lugar de continuar danzando por ese feliz jardín de poesía y música, se adentran en un terreno indefinido donde no reconocemos a doña Rosita perdida en un burdel, ni tampoco don Cristóbal parece cómodo con la madre travestida que tiene que mercadear la adquisición de su futura esposa.

Hasta en la representación gráfica de los personajes se percibe la modulación, este descenso en el grado de muñequización y carnavalización de aquellos, y, por mucho que en ciertos puntos se mantenga, y se explote, dicha vertiente (como en el glosado baile del Enfermo o cuando el mismo sujeto se ve estirado hasta extremos intolerables, como si, efectivamente, fuera de goma (fig. 10), hay otros que demuestran esta nueva naturaleza. ¿Qué significado puede tener, si no, la caracterización de Rosita sin la peluca con la que aparecía ataviada en la Tragicomedia y que la presentaba, inequívocamente, como una criatura artificial, risible? Por no hablar de su actitud y sus contoneos. Una comparación de las dos Rositas pone claramente de relieve las diferencias de tono e intención en ambos casos (fig. 11 y fig. 12).

Volviendo al plano del contenido, la verdad es que, bien consideradas, la sordidez, la amargura descritas ya anidaban en el original lorquiano. Del infantilismo y la inocencia de la Tragicomedia se habría pasado, sin apenas advertirlo, a “un mundo más oscuro”, donde, como estima Alonso (1998), “el Lorca de Nueva York, herido de muerte, con los ojos horrorizados, precursor del auténtico diario Sonetos del amor oscuro, gana la batalla al joven que enreda suspiros y al andaluz firme con voz recia”. Acaso se antoje demasiado decir para una obra en principio tan sencilla y con tanta rechifla y dinamismo, pensada para recuperar algo del alma de la juventud del poeta. Con frecuencia, sin embargo, bajo la carcajada más estentórea asoma una mueca desesperanzada, producto de una mirada tan madura como irónica –incluso cínica– que, sin renunciar a los placeres básicos de la vida, sabe que ya no todo en ella es fiesta e inconsciencia. Una mirada, en resumen, como la de Lorca en los años 30.

***

Deshumanización, pues, matizada con flashes de profundo humanismo; felicidad y desparpajo combinados con iconoclastia y pesadez existencial; teatro y, a la vez, vida; muñecos, pero también personas. Tragedia y comedia. El equilibrio logrado por Lorca en lo que ahora ya sin tapujos podemos llamar díptico es notable, igual que lo es la traducción que opera el Teatro de la Danza. Ya no tanto por el radical contraste que, presuntamente, existe entre las dos composiciones, sino por su perfecta complementariedad, o por rellenar el Retablillo los puntos que habían quedado sin tocar en la Tragicomedia, lo cierto es que, tras asistir a este montaje, uno se pregunta cómo nunca antes se habían ofrecido juntas, cómo había funcionado así. Aun tratándose de títulos menores, aquí está todo Lorca, toda su autenticidad y amor por el teatro en la más directa y desgarradora manifestación.

19 Presentadas en su libro El arte del teatro (1911), en el capítulo “El actor y la Supermarioneta”. En sus páginas, influido por Nietzsche, escribe cosas como: “El actor tiene que irse y en su lugar debe intervenir la figura inanimada; podríamos llamarla la Supermarioneta” (Craig, 1987: 137); o también respecto a esta: “no competirá con la vida sino más bien irá más allá. Su ideal no será la carne y la sangre sino más bien el cuerpo en catalepsia” (Craig, 1987: 140).

20 Como dicen Oliva y Torres Monreal (2000: 365): “Meyerhold considera un solo método de trabajo para el obrero y para el actor. El arte asume una función necesaria y no de pasatiempo”.