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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · SUEÑO Y REALIDAD EN LA TRILOGÍA DE LO INVISIBLE. CONSIDERACIONES ACERCA DE LA CONCEPCIÓN Y DE LOS LÍMITES DEL PLANO ONÍRICO EN EL TEATRO DE AZORÍN


Por Laura García Sánchez
 

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2.3. El segador

La segunda pieza de la trilogía, El segador, traslada al público hasta un entorno que bien podríamos encontrar en los frecuentes dramas rurales de la época. Si bien su estreno por separado fue anterior al de La arañita en el espejo (puesto que tuvo lugar el 30 de abril de 1927 en el teatro Pereda de Santander por parte de la compañía de Rosario Pino) y solo dos días posterior al de Doctor Death, la obrita fue representada de forma independiente y, finalmente, ocupó la segunda posición de la serie. Tal vez Martínez Ruiz la concibió como interludio entre la visión plácida de la muerte que se aporta en La arañita y Doctor Death. Aunque el dramaturgo podría haber pretendido acentuar las diferencias sociales entre las dos mujeres, conectadas por su condición de viudas, ambas protagonistas podrían equiparse con el personaje de la Enferma en Doctor Death debido a su adscripción a la dimensión suprarreal11. Aun así, la contraposición entre el acomodado personaje de Leonor (sin más carga en la vida que la de dedicarse a soñar) y la precariedad rural de María (viuda que ha de sacar adelante en solitario a su hijo de nueve meses y que, por tanto, centra sus pensamientos y sus preocupaciones en todo lo terrenal) sirve para colocar ambas piezas de un modo consecutivo. En relación con el personaje de María y con el contexto rural escogido por Azorín, Doménech destaca su perfecta y gradual caracterización a lo largo de El segador, puesto que al final de la pieza “está dicho todo lo que había que decir, está perfectamente dibujado el personaje, su angustia, su soledad; está perfectamente dibujado el ambiente, un ambiente –de nuevo– de tonalidad chejoviana” (1968: 403).

Una modesta casa de labriegos es el escenario elegido por Azorín para abordar el tema de la muerte y la antítesis existente entre la realidad y el sueño desde una nueva perspectiva. El espectador se interna en una realidad agraria y costumbrista en la que el miedo y la codicia marcan la diferencia entre el plano de la realidad y el de la imaginación. A lo largo de la pieza, María realizará numerosos movimientos pendulares entre ambas dimensiones, mientras que los otros personajes, Pedro y Teresa, nunca perderán la referencia de lo real.

La luz decadente del crepúsculo coloca ante el público a una tranquila mujer cosiendo junto a una ventana. La cotidianidad y la calma de la escena quedan quebrantadas por la llegada de Pedro. Desde el principio de la conversación, el hombre trata de suscitar en María una preocupación hasta entonces inexistente: la de su indefensión en la soledad del campo, producto de su prematura viudedad. De esta manera, el espectador/lector comienza a vislumbrar las verdaderas intenciones de Pedro, quien no quiere otra cosa que aprovechar la debilidad de María en aras de obtener con ello una importante ganancia: las tierras de su difunto esposo. Antes del refuerzo que supondrá para el labrador la llegada de Teresa, su mujer, Pedro comienza con su plan sibilino y no duda en infundir el miedo en María en varias direcciones hasta dar con la acertada: la posible enfermedad de su único e indefenso hijo.

Los efectos del temor infundado son la mejor manifestación de lo surreal en la pieza. Esta estrategia empleada por Pedro penetra en el subconsciente de María y, como se refleja en las intervenciones posteriores de la mujer, va arrinconando la realidad de la madre. En su intento por apartar a la joven de la realidad y relegarla al plano del miedo, el codicioso campesino acude a un triste acontecimiento cuya naturaleza real o ficticia es imposible de discernir por parte del espectador –dado el constante engaño del que María será víctima–. Dicho acontecimiento no es sino la enfermedad de otro niño de la comarca, el de la Casa de Arriba, que se convierte así en un espacio evocado constantemente por el malintencionado matrimonio y por la viuda (esto es, en un lugar perteneciente a la dimensión del sueño y de la fantasía). La credibilidad que sustenta la historia de Pedro y el temor ante la enfermedad infantil permiten observar los primeros signos de irracionalidad en María. Desde el momento en el que es partícipe de la situación existente en la Casa de Arriba, su faceta de madre le impide prestar atención a los requerimientos materiales de Pedro, quien ya no oculta su interés hacia las tierras del fallecido Antonio (marido de María). Se produce de esta manera un choque dialéctico entre las realidades de Pedro y María, pues en sus respectivas intervenciones uno y otro dejan de escuchar a su interlocutor y ponen de manifiesto aquello que realmente les preocupa.

La llegada de Teresa a la casa de labriegos refuerza y toma el relevo, como ya hemos dicho, de la labor instigadora de Pedro. Teresa, en su rol de mujer y de amiga de María, corrobora lo dicho por su esposo y va más allá. Su reciente visita a la Casa de Arriba la sitúa como único testigo directo de una realidad diegética a la que la viuda no puede tener acceso. Por ello, la confianza que María deposite en su relato es totalmente ciega. Valiéndose de ello, Teresa reemprende con mayor dureza si cabe la inmersión en el miedo iniciada por su marido:

TERESA.–Sí; sí; bueno… No se puede decir lo que pasará el día de mañana. Tú, María, ¿quieres mucho a tu hijo?
MARÍA.–¿Si le quiero? Como a mis propias entrañas.
TERESA.–¿Ha estado malo estos días?
MARÍA.–No le ha sucedido nada.
TERESA.–Cuídale mucho. ¿Duerme ahora?
MARÍA.–Hace un rato que está durmiendo (1998: 150).

De esta manera, Teresa releva a Pedro en su macabra tarea. En estos momentos, el matrimonio de labradores cuenta ya con una gran ventaja sobre María, quien se aproxima cada vez más a un plano de la imaginación en el que la suposición de una posible enfermedad de su hijo va tomando fuerza. La realidad de María –la férrea salud de su bebé– se difumina progresivamente hasta desaparecer en la neblina del pensamiento generado por Pedro y Teresa. Sin embargo, los codiciosos amigos aún no han conseguido lo que ambicionan –recordemos, las tierras que el esposo de la viuda le dejó en herencia recientemente–. Por ello, Teresa se ve obligada a alternar el filtro de ese miedo maternal con otro ante la hipotética enfermedad del niño: el de la pena. En aras de aumentar la ansiedad de María y la verosimilitud de la historia de la Casa de Arriba, Teresa decide empatizar con la viuda y muestra ante ella su faceta más sentimental. Así, al contemplar la probabilidad de cualquier mal que le pudiera acaecer al robusto niño, la astuta mujer no duda, por un lado, en exagerar el dolor que ello le causaría y, por otro, en alabar la hermosura y la lozanía del pequeño:

TERESA.–Para mí sería un gran dolor que se pusiera enfermo tu niño.
MARÍA.–(Con ansiedad.) ¿Enfermo mi niño?
TERESA.–Corren muchas enfermedades por ahí.
MARÍA.–No; no; que el Señor no lo quiera.
TERESA.–¡Y tan lozano como está! ¿Quieres que le dé un beso? (1998: 151).

A pesar de que el daño ya está hecho y María navega por las aguas del miedo y de la hipótesis, Teresa no se siente satisfecha. La inmersión de la viuda en la dimensión del sueño aún no ha llegado a su culmen. Con el objetivo de asegurarse de que la joven madre abandone su casa y sus tierras sin ningún tipo de condición económica, la esposa de Pedro decide recurrir a una figura sobrenatural con apariencia real: el segador. La leyenda existente en torno a la mortalidad infantil provocada por su presencia será el procedimiento definitivo del matrimonio. A este respecto, es posible advertir cómo la crueldad en las técnicas de los dos labradores ha ido in crescendo y ha ido debilitando con éxito la mente de María. No obstante, este último recurso, tal y como refleja el diálogo aparte que mantiene la pareja, parece haber sido planificado en solitario por Teresa, quien definitivamente toma el mando de la situación. Pedro, en cambio, simula una actitud reacia e insta a su mujer a que omita esa información, aunque sin demasiada autoridad ni convicción al respecto:

TERESA.–Y no le he dicho nada del segador.
PEDRO.–Es verdad; el segador.
TERESA.–¿Crees tú que debo decírselo?
PEDRO.–Ya se lo dirás sin que te lo aconseje yo.
TERESA.–¿Se va asustar mucho si se lo digo?
PEDRO.–No se lo digas.
TERESA.–No, no se lo diré.
PEDRO.–Ya verás cómo se lo dices (1998: 152-153).

Cabe destacar la apariencia de realidad de la que Pedro y Teresa tiñen la leyenda que circula acerca del segador. Pudiera parecer a los espectadores, incluso, que ambos creen en la veracidad de esa historia, de manera que Azorín logra que el desasosiego y la incapacidad de distinguir entre la realidad y la ficción se extiendan al público o al lector de la pieza12.

Hasta este momento de la representación, el miedo que Pedro y Teresa han tratado de introducir en María ha gozado de una apariencia totalmente verosímil –la de la enfermedad–. Sin embargo, el segador, en palabras de la propia Teresa, “es un hombre del otro mundo”, esto es, la materialización en la tierra del terror y de la muerte. Esta materialización nos interna por completo en ese plano de lo sobrenatural y del suelo al que tanta atención prestó la corriente surrealista. El simbolismo mortal de algunos de los objetos que acompañan a los segadores –entre los que destaca la guadaña– parecen convertirlos, por tanto, en la personificación de la muerte, lo que favorece, sin duda, las habladurías y las supersticiones en los entornos rurales. Esta elección del segador supone el internamiento irreversible de María en la dimensión del sueño, de la irracionalidad y, finalmente, del desequilibrio. Pero antes de llegar a la culminación de este proceso, la madre se resiste a abandonar el escaso lazo que aún la conecta con la realidad y el razonamiento lógico:

TERESA.–Pues…mira, María: dicen que por estos contornos anda un segador.
MARÍA.–¿Un segador? ¿Y qué?
TERESA.–¿Y qué? Pues ese segador es un hombre del otro mundo.
MARÍA.–¿Del otro mundo? Yo no creo en fantasmas. ¿Qué mal puede hacerme a mí un fantasma?
TERESA.–No digas eso; ese segador…
PEDRO.–Dilo, dilo todo.
TERESA.–Ese segador se lleva a los niños.
MARÍA.–¿Un segador que se lleva a los niños? Eso es una locura (1998: 154).

La incredulidad de María en un inicio ocasiona que Pedro intervenga para animar a su esposa a aportar todos los detalles necesarios. Como consecuencia de ello, Teresa apoya la fantasía del segador en las recientes muertes infantiles ocurridas en algunos lugares próximos como la casa de la Fontana, el Carrascal, los Pinares o la Umbría. Las pruebas aportadas sumen a María en una lucha interior entre el plano real y el plano del sueño. Finalmente, esta lucha feroz (que alcanza su mayor crudeza en el monólogo final) se decanta a favor de lo sobrenatural gracias a la irrupción de estímulos sensoriales como el llanto de la Casa de Arriba (que confirma el fallecimiento del niño enfermo) o los certeros golpes que se escuchen en su puerta una vez que Pedro y su esposa dejen sola a la temerosa viuda. Estos golpes plantean al desconcertado público una serie de incógnitas que concede todo su valor dramático a la pieza: ¿realmente el segador ha llegado hasta la casa de María?, ¿son Pedro y Teresa los que realmente han llamado a la puerta?, ¿acaso los golpes no son más que el producto de la imaginación de la aterrorizada madre? En cualquier caso, el resultado de la labor de Pedro y Teresa no es otro que la imposibilidad de retorno a la realidad primera –la salud del pequeño–:

MARÍA.– […] No es verdad lo que me ha dicho Teresa; no puede ser; son mentiras, embustes. Y dicen que lo han visto muchos… ¡Y han muerto tantos niños! […] Me parecía haber oído un golpe… ¡Un golpe en la puerta! No, no; habré oído mal… […] ¡Socorro! ¡Auxilio!... ¡Qué angustia! ¡Qué horror! Sí; sí; han llamado a la puerta; han llamado… Yo no he oído los golpes… ¡Virgen, Virgen mía, que no se lleven a mi niño! […] (1998: 157).

El segador se erige así como una excelente ejemplificación de los efectos derivados del terror psicológico. El paulatino traslado de la protagonista desde la realidad hasta la más aterradora fantasía (a través de la hipótesis de la muerte) alcanza su culmen en el desgarrador monólogo final, en el que, de acuerdo con los planteamientos de Consiglio, se reduce el valor dramático de la pieza. La oposición entre la codicia de Pedro y Teresa –quienes jamás abandonan el plano de lo real ni pierden de vista sus objetivos– y el afán de protección maternal de María marca el devenir del sueño y de la realidad en esta segunda pieza de la trilogía13.



11 En “El teatro de Azorín”, Díaz-Plaja lleva a cabo un interesante apunte que se encuentra esta misma línea: “En cada obra escénica de Azorín hay uno, dos personajes que actúan discontinuamente en el terreno de lo suprarreal. Sus discursos tienen una coherencia esencial; son ilógicos. […] Los demás personajes –pie a tierra – actúan de reactivos de la normalidad” (1945: 376). Cabe indicar, por tanto, que las protagonistas femeninas de cada una de las piezas de la trilogía comparten determinados elementos caracterizadores que forman parte de la producción dramática de Martínez Ruiz.

12 De Paco y Díez Mediavilla juzgan la capacidad del público de discernir entre la verdad y la mentira de Pedro y Teresa durante toda la representación. Si bien esto es cierto en gran parte de la pieza, a partir de estos momentos los acontecimientos que se desarrollen pondrán en jaque la percepción del espectador (1998: 54).

13 De Paco y Díez Mediavilla equiparan la “ambigüedad que llega hasta su misma misteriosa conclusión y les confiere su sutil y mágico encanto” en La arañita en el espejo y El segador (1998: 54).

 

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