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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · SUEÑO Y REALIDAD EN LA TRILOGÍA DE LO INVISIBLE. CONSIDERACIONES ACERCA DE LA CONCEPCIÓN Y DE LOS LÍMITES DEL PLANO ONÍRICO EN EL TEATRO DE AZORÍN


Por Laura García Sánchez
 

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2.2. La arañita en el espejo

La arañita en el espejo, representada por primera vez por la compañía de Rosario Iglesias el 15 de octubre de 1927 en el teatro Eldorado de Barcelona, es la encargada de abrir la trilogía tras el ya comentado Prólogo. En esta ocasión, el dramaturgo nos interna en una sala de estar desprovista de cualquier adorno innecesario. No obstante, la presencia de un balcón –gracias al cual el espectador podrá vislumbrar el mar– resultará determinante a la hora de establecer las diferencias entre el mundo real y el imaginario que se contraponen en la pieza. A través del mar no solo se facilita la oposición ya mencionada, pues su naturaleza nos conducirá, en el transcurso del diálogo, hacia la omnipresencia de la muerte. Dicho sea de paso, esta muerte, lejos de manifestarse como una presencia física que participa de los acontecimientos dramáticos, es sugerida en ambas dimensiones (la de la realidad y la del sueño) a través del elemento marítimo y de la arañita. En palabras de Ricardo Doménech, “Azorín consigue crear un universo dramático en el que importa no solo qué se dice, sino, en mayor grado, lo que no se dice, lo que gravita en el ambiente de los personajes” (1968: 402).

El inicio de la pieza nos remite a una escena con apariencia de realidad cotidiana. Así, se nos presenta la voz de un mendigo (que probablemente se filtre desde el exterior del balcón), quien ruega recibir una limosna de Leonor, una joven de aspecto frágil y enfermizo que tras escuchar sus ruegos se asoma por el mirador. La conversación transcurre dentro de los cauces de la realidad convencional hasta que el pobre advierte la tristeza en los ojos de la muchacha. Esta tristeza se convierte así en el primer signo encargado de evocar el mundo interior de Leonor, que toma protagonismo en el desarrollo de la breve obra hasta convertirse en el plano de la imaginación paralelo a la realidad conocida por el resto de los personajes. La llegada de Lucía, doncella de la joven, detiene el diálogo entre su señora y el mendicante. A partir de ese momento, las ensoñaciones de Leonor, propiciadas por el mar que se divisa a lo lejos y la enfermedad que la aqueja, se erigen como las protagonistas implícitas de la conversación entre las dos mujeres. En efecto, la inmersión de Leonor en un espacio distinto a la de su criada es tal que la primera es incapaz de advertir la silenciosa irrupción de don Pablo, su padre. Tanto es así que Lucía y don Pablo la excluyen conscientemente de lo que está ocurriendo realmente ante los ojos de los espectadores. Así pues, Leonor solo puede valerse de la intuición y de la sensibilidad que la ensoñación le otorga desde el principio para tratar de acceder a la realidad:

LEONOR.–Oye, Lucía, ¿con quién hablabas antes?
LUCÍA.–¿Yo? Con nadie.
LEONOR.–¡Qué cosa tan rara! Hay días en que nuestra sensibilidad está tan agudizada que parece… parece que sentimos las cosas a distancia. ¿No hablabas tú con nadie? Hubiera creído que había alguien en la sala (1998: 136).

Este inocente engaño inicial se prolonga hasta el final de la pieza y nos permite clasificar a los personajes dentro de dos tipologías distintas: de un lado, Lucía y don Pablo, conocedores de la realidad física y evocada que se pone en escena; de otro, Leonor, ajena a la verdad y, por tanto, perteneciente a la dimensión del sueño en la que se refugia. Dentro de ambos planos, el personaje de Fernando, marido de Leonor enviado a la guerra de África9, cobra una importancia fundamental. Su presencia sugerida durante toda la pieza constituye el motor dramático, puesto que los anhelos y los sueños de su joven esposa se centran en su inminente regreso. Este regreso es un sueño proyectado al futuro que se suma a otra ensoñación orientada al pasado: su boda con Leonor a pesar de la fatal enfermedad de ella. Esta ensoñación orientada al pasado de Leonor guarda estrecha relación con el tratamiento de la realidad y de la fantasía en Azorín que plantea Riopérez y Milá a la hora de reflexionar sobre el problema de la muerte en su literatura. De este modo, la presencia del recuerdo es una constante imprescindible, pues “sus fantasías están tejidas con reminiscencias, con restos, con hálitos del pasado” (1979: 583). La belleza de estos recuerdos, según el crítico, devuelve al personaje a “esos instantes en que la vida nos habla de cosas buenas y hermosas, de cosas dignas de ser vividas” que, pese a sus connotaciones positivas, terminan por dirigirnos al “gusto inevitable de la muerte” (Riopérez y Milá, 1979: 586), algo que, fuera del alcance del recuerdo, podría ser extensible a la segunda pieza de la trilogía, El segador. Todo ello propicia que ninguno de los personajes ajenos a esta dimensión pueda comprender los razonamientos de la enferma, en la que el recuerdo del enamorado es otra expresión del sueño:

LUCÍA.–¡Ay, Señor, qué cosas dice la señorita!
LEONOR.–Y las digo por algo que no comprendo; por algo que siento en el fondo de mi espíritu y que no acierto a adivinar.
LUCÍA.–Cálmese, cálmese; no está bien que se excite usted así, señorita.
LEONOR.–Ya desde aquel día no me importaba nada: ni la vida ni la muerte. Un momento, Fernando y yo habíamos sido dichosos; yo era la mujer de Fernando. Ya el ensueño está realizado. Y después Fernando fue llamado a África, a la guerra… (1998: 137).

El fragmento anterior deja al descubierto cómo la sirvienta atribuye el aparente sinsentido en la intervención de Leonor a la falta de salud de esta, realidad que interfiere en las palabras de la señorita al sumirla en un estado de excitación. Las intervenciones de Lucía nos revelan algo que ya quedó anunciado en el Prólogo de la trilogía: la razón parece no poder alcanzar o adivinar aquello que resulta irracional o ilógico. A esta imposibilidad de Lucía habría de añadirse la de don Pablo. Para Carlo Consiglio, estos dos personajes carecen de un verdadero contacto espiritual con la protagonista, por lo que “su presencia y sus palabras son tan solo ocasiones para que Leonor hable y desenvuelva sus ideas delante del público” (1945: 392). En cambio, Leonor, a pesar de permanecer ajena a lo que realmente ha sucedido con Fernando, percibe –desde su perspectiva onírica– la existencia de un hecho que escapa a su conocimiento. La preeminencia del sueño resulta, por tanto, evidente.

Atendiendo de nuevo al simbolismo y a la importancia del mar, hemos de indicar que este es, en principio, uno de los elementos potenciadores de la prodigiosa imaginación de la protagonista. Esta función potenciadora del ensueño –el regreso de Fernando– alterna con el papel mortal de las aguas, que jamás traerán de vuelta al amado. Leonor se evade de la realidad que la rodea mediante la alentadora inmensidad de ese mar. La propia muerte no es sinónimo de angustia ni de zozobra, sino una fuente de paz que solo podrá verse alterada por la pérdida de Fernando, cuyo retorno habría de venir anunciado por las sirenas de los barcos y la visión de los mismos arribando al puerto:

LEONOR.– […] ¡Qué bonito está el mar! El mar azul, radiante, allá a lo lejos. El azul del mar se funde en el horizonte con el azul del cielo. ¡Inmensidad, eternidad! ¡Marchar, marchar en espíritu como una nube, blandamente, en silencio, por la inmensidad azul! Desde aquí se oyen las sirenas de los barcos que llegan al puerto. Pero no se les ve llegar […] (1998: 139).
La esperanza –pilar sobre el que se sustenta esa ensoñación orientada al futuro– se diluye conforme el mar y el resto de los personajes dejen de emitir señales que avisen del paradero actual de Fernando. Por otra parte, la tranquilizadora inmensidad del mar se traduce en un horizonte que nos remite a la presencia implícita y constante de la muerte en la fantasía de la joven:
LUCÍA.–¿No ha dormido bien esta noche la señorita?
LEONOR.–Perfectamente; toda la noche en un sueño.
LUCÍA.–¿Y no ha soñado nada?
LEONOR.–Soñaba en nubes doradas, blancas, que caminaban por el azul. Y yo era una de esas nubes que, poquito a poco, con lentitud, con suavidad, se iba disolviendo, disolviendo en el horizonte, hasta no quedar nada en el cielo limpio.
LUCÍA.–¡Qué cosas tan raras piensa usted, señorita!
LEONOR.–¿Cosas raras? Esa es la vida (1998: 139).

Después de su discreta participación al principio de la pieza, don Pablo reaparece. Dada su adscripción al plano real de la misma, su interactuación con Lucía informa encubiertamente al lector/espectador de la verdad sobre el esposo de su hija –que no es otra que el fallecimiento de este en la contienda–. Así las cosas, el progenitor se muestra profundamente inquieto ante la triste noticia que ha de comunicarle a Leonor y teme enfrentarse a ese momento. Las reticencias de don Pablo –quien prefiere mantener aislada de la realidad a su hija–, así como el secreto cómplice que mantiene con la sirvienta, lo dibujan como el enlace existente entre el ya informado público y la imaginativa Leonor. Este hecho entroncaría con la propuesta de Mariano de Paco y Díez Mediavilla, quienes afirman que la originalidad de La arañita reside en “el juego de la realidad y la ficción […] en la que el público conoce e interpreta la realidad que la protagonista apenas acierta a comprender” (1998: 54). No en vano, en su primer diálogo con la joven, el hombre no toma en serio los “velos sutiles, invisibles” que Leonor refiere a su alrededor, y los caracteriza de aprensiones. De igual forma, frente a la reacción airada de la muchacha, quien cree que su padre la está tachando de supersticiosa, don Pablo nos devuelve la infancia de la enferma, momento en el que su “clarividencia” asombraba a todos, de la misma forma que sus ojos, en los que “parecía que todo el misterio del mundo se reflejaba […]”. Con ello, Pablo no ignora el aura sobrenatural que desde siempre ha encerrado a su hija, al tiempo que nos conecta reiteradamente con la incapacidad y el asombro que ese clima de ensoñación ha generado en todos aquellos que, como él, han vivido anclados en la realidad.

En el contexto de este diálogo entre padre e hija, se produce la aparición del elemento que da título a la pieza y que se convierte en el verdadero enlace entre el sueño y la realidad y en el presagio inequívoco de la muerte: la arañita en el espejo. Según Ruiz Ramón, la pieza “dramatiza el misterio de la Muerte como premonición” (1975: 166), de modo que la arañita constituiría la realización y el estímulo visual de la misma. Por otro lado, los juicios de Doménech en relación a esta técnica teatral empleada por Azorín nos sitúan ante “un juego de signos, de señales, que ponen en contacto al espectador con un segundo plano que está más allá del plano inmediato de la acción” (1968: 402). Sin embargo, la irrupción de este diminuto animal se produce –como todo lo que tiene que ver con Leonor– a través del recuerdo de la protagonista. Frente a la explicación racional que trata de aportar don Pablo con respecto a la visión de la araña, la interpretación de su hija va mucho más allá:

LEONOR.–He echado una mirada por todo el cuarto; quería ver si faltaba algo; me he acercado al espejo y he visto sobre el cristal una arañita.
DON PABLO.–¿Una arañita? Claro, el cuarto está cerrado desde hace seis meses.
LEONOR.–Y esa arañita me ha dicho muchas cosas; pero yo no me he asustado.
DON PABLO.–¿Por qué ibas a tener miedo?
LEONOR.–¿Tú crees que conocemos todo el mundo de misterios que nos rodea? ¿Tú crees que hay signos, señales, en lo conocido que son como enlaces misteriosos con lo desconocido? (1998: 142).

El enigma que se plantea ante Leonor, sin embargo, no es correctamente descifrado por la desdichada esposa. Esos enlaces misterioso con lo desconocido a los que la muchacha señala no simbolizan su temprana muerte en brazos de Fernando, como ella misma apunta poco después y como cabría esperar a causa de su incurable enfermedad. Al contrario de lo que sería predecible por las leyes sobre las que se rige el plano del sueño en el que se mueve, la muerte que vaticina la arañita del espejo es la de su querido Fernando. Por su parte, la fatídica realidad que Leonor desconoce comienza a asomar –sin llegar nunca a declararse– en los labios de don Pablo. A medida que su hija da rienda suelta a los ensueños mortales provocados por la arañita, su padre va dejando entrever la realidad encubierta bajo su silencio, circunstancia que incrementa notablemente el dramatismo del intercambio comunicativo final.

El mar trae de nuevo el ruido de las sirenas de los barcos, estímulo sensorial real y definitivo para que Leonor descubra, en parte, el engaño al que ha estado siendo sometida durante toda la jornada. La esperanza y la ilusión por el regreso de Fernando se tornan en una angustia incontrolable y en la desesperación vital del que se sabe desorientado por la realidad incompresible. Con el fin de liberarse de esa opresión, el único refugio posible es la vuelta a la ensoñación (originada de modo repetido por la reminiscencia de las sirenas ya inexistentes) y el deseo de morir, tan recurrente en la joven desde el inicio de la pieza:

LEONOR.–¿Es la sirena del barco?
DON PABLO.–Sí, sí, Leonor.
LEONOR.–¡Qué angustia! ¡Qué angustia tan grande! (Se deja caer desplomada en un sillón.)
DON PABLO.–¡Leonor, Leonor!
LEONOR.–¡Qué opresión tan angustiosa! Quiero morir, morir… (1998: 144).

En suma, La arañita en el espejo exhibe una visión del sueño consecuencia del alejamiento instintivo de la realidad y de la omisión de la verdad. En esta tesitura, el subconsciente –y todas aquellas impresiones e incógnitas que se le presenten– se postula como el mejor aliado para la fundación de la tensión dramática y de una protagonista marcada por su funesto destino10.



9 No debemos olvidar la referencia histórica (alusión, por tanto, a la realidad externa de la acción dramática) que Azorín inserta mediante el reclutamiento de Fernando para la guerra de África. Por el carácter contemporáneo de la pieza, hemos de sobreentender que se trata de la guerra de Marruecos y que la muerte de Fernando ha tenido lugar, probablemente, en el conocido como “Desastre de Annual” de 1921.

10 Virtudes Serrano aprovecha el comentario sobre La arañita en el espejo para poner de relieve el talento del dramaturgo alicantino a la hora de poner en antecedentes a su público de esa “realidad omitida en el escenario cuya ignorancia concede talante trágico al ingenuo personaje” (1993: 22).

 

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