Logo Don Galan. Revista Audiovisual de Investigación Teatral
imagen de fondo 1
imagen de fondo 2

PortadaespacioSumario

NúM 6
1. MONOGRÁFICO
Logo Sección


1.5 · BUERO VALLEJO EN LOS ESCENARIOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XXI


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

Primera  · Anterior -
 1  2  3  4  5  6  7  8 
-  Siguiente ·  Última

 

La poderosa presencia de lo cotidiano, de lo modesto, que gobierna el drama de Buero se muestra en el espectáculo, naturalmente, pero con algunos matices que parecen suavizarla, siquiera de una manera sutil. Si bien la escenografía nos muestra una casa de vecinos humilde y con notable descuido o deterioro en alguno de sus elementos, no ocurre lo mismo con otros aspectos [Fig. 10]. La iluminación y, más aún, el vestuario adquieren un papel relevante en este proceso. La decisión de optar por unos colores dominantes para cada uno de los actos –un interesante hallazgo de la escenificación– no solo sirve para marcar la diferencia temporal entre ellos, sino que estiliza –y del algún modo “desrealiza”– las situaciones, suaviza sus contornos, las traslada al territorio de la fábula. El color sepia para el primer acto, los tonos verdosos, grises y parduzcos para el segundo y una gama de azules, grises, blancos y negros para el tercero proporcionan una pátina que los aleja de la mirada del espectador. En consonancia con este modo de proceder, el vestuario se nos antoja en muchos de los personajes excesivamente cuidado, impecable casi siempre, lo que no deja de extrañar en una comunidad de vecinos en la que sus miembros (casi todos ellos) padecen serias dificultades para acometer los más modestos gastos. La representación de la penuria que aqueja a esta clase social ve limados algunos de sus más ásperos perfiles, al menos en este aspecto. A título de ejemplo, podemos recordar cómo la acotación que presenta a Carmina en el primer acto dice que va “pobremente vestida” (Buero Vallejo, 1998, 58) y, si bien el vestido que lleva es modesto, su apariencia dista de la pobreza que el dramaturgo le asigna. O, más significativa aún, la que presenta a Urbano explica que “Viste traje azul mahón”, como corresponde a su condición de “proletario” (60), transmutado aquí en un traje de pana de tonos ocres, informalmente desabrochado, pero impoluto, sin huella alguna del trabajo desempeñado en la fábrica.

Con todo, el resultado del trabajo de Pérez de la Fuente fue estimable y mereció, además de una respuesta convencida de los espectadores, numerosos premios y reconocimientos y, por lo general, unas críticas muy favorables. Acaso no esté de más decir que el espectáculo ponía de relieve algo que podría parecer obvio: el extraordinario manejo de los resortes dramáticos por parte de Buero Vallejo, su sabiduría teatral, algo que con mucha frecuencia aparece destacado en las críticas a los estrenos del autor y que el teatro contemporáneo parece haber perdido de vista en algunas ocasiones. La concatenación de las situaciones y la alternancia entre las escenas de grupo y las escenas de conflicto entre dos personajes, o la de los toques de humor con los momentos de mayor gravedad, o de las situaciones violentas con las íntimas, además de la ya celebrada coerción que limita el espacio de las acciones a la escalera vecinal. Y, por supuesto, la circunstancia de que cada uno de los personajes del amplio elenco tenga su historia personal. Los principales tienen todos ellos escenas que han sido pensadas para el lucimiento del actor, bien sea a través de una situación más dramática, más reflexiva, más humorística o más emotiva. Todo ello cobra relieve en el espectáculo de Pérez de la Fuente.

El sello del director aparece de manera muy reconocible en la interpretación actoral, que, al margen de las características singulares de cada uno de los componentes del elenco y de sus cualidades y sus virtudes, parece responder a un criterio común y revela un cuidado y un esmero notables en la preparación de su trabajo. Naturalmente, como ocurre con todos los repartos amplios y más en uno como el que nos ocupa, en el que alternan actores pertenecientes a distintas generaciones y, en consecuencia e inevitablemente, proceden de distintas escuelas y han atravesado por muy distintas experiencias profesionales y vitales, el trabajo no es homogéneo, como tampoco lo es su calidad. A diferencia de lo que ocurre en otros lugares, son escasos los teatros públicos que cuentan con compañías estables, que permitirían unos códigos comunes y una experiencia compartida a lo largo del tiempo y una transmisión de los saberes de una generación a otra. Pero sí se advierte una orientación en el trabajo interpretativo, cuyos rasgos trataré de esbozar en las líneas siguientes.

El tono general de la interpretación es limpio y comprensible, claro en sus perfiles, su dicción y su movimiento y gestualidad, relativamente contenido y realista, en el más amplio sentido del término, y ajustado a la condición de los personajes y a su situación. Se advierte un intento por ilustrar –valdría justificar, pero también dar color o relieve– determinadas réplicas o determinadas situaciones, para lo que se recurre a distintas formas de contacto físico que teatralizan lo que el texto sugiere. Estas decisiones proporcionan una dimensión expresiva y plástica al trabajo, hacen evidentes sentidos que están implícitos en la palabra pronunciada, pero también, en algunas ocasiones, pueden resultar excesivas por obvias. Ciertamente, cada espectador percibirá como adecuadas o inadecuadas estas soluciones en virtud de su sensibilidad o del efecto que produzcan en él como receptor. Doy por supuesto que las acotaciones del dramaturgo son sugerencias o modos de aproximarse a la acción, no indicaciones que hayan de seguirse literalmente. Entiendo que es el director de escena –junto a los actores– quien, a partir de la palabra pronunciada y de las acotaciones, construye las acciones físicas y las dota de significación. Por ello, cuando en las líneas siguientes se describan las soluciones adoptadas por el director de escena y se mencionen las acotaciones del texto, se hará únicamente con la pretensión de analizar esas aportaciones del director, no de corregirlas ni censurarlas.

Veamos algunos ejemplos: En la escena del primer acto en la que Don Manuel y Elvira bajan la escalera después de que aquel haya abonado la factura de luz de doña Asunción, Elvira pretende que su padre coloque en su agencia a Fernando y lo favorezca, para lo que despliega toda clase de zalamerías. La escena, tal como la concibió el propio dramaturgo, sugiere efusividad y una actitud un tanto infantil en Elvira, que se corresponde con su condición de niña consentida, como la calificará Generosa en la escena siguiente. Las acotaciones resaltan esa efusividad y esa conducta infantil de la muchacha: “se para de pronto para besar y abrazar impulsivamente a su padre”, “da pueriles pataditas”, “tapándose los oídos” (Buero Vallejo, 1998, 56, 57), como las resaltan también las propias réplicas de Elvira. En el espectáculo se ha jugado esta escena reforzando lo que de cómico –por inapropiado– pudiera tener la conducta de Elvira, hasta tal punto que adquiere por momentos aires de farsa amable o de secuencia propia del cine mudo: Elvira le quita el sombrero a su padre o juega con su bastón y se entrega a toda suerte de mohínes, mientras este parece dejarse arrastrar al terreno de Elvira. Y es reveladora la ralentización del ritmo de una escena que se dilata por encima de su necesidad dramática. El mismo tratamiento de comedia se advierte en la escena en la que padre e hija regresan a casa y encuentran a Fernando en el descansillo de la escalera: tirones de la manga, intentos de desasirse, palmetazos, caras desmesuradamente expresivas, tonos de voz impostados, etc. El público recibe con risas estas soluciones (Me refiero, naturalmente, a mi experiencia como espectador y a lo que puede advertirse en la filmación del espectáculo).

También en el primer acto tiene lugar el encuentro y enfrentamiento entre Fernando y Urbano. Su resolución representa como pocas, en mi opinión, esta manera de orientar la interpretación actoral por parte del director. La energía desplegada por Urbano se advierte ya desde el momento en el que sube las escaleras a saltos. Cuando ve a Fernando, ríe de manera estentórea, lo invita a fumar, baja las escaleras con la misma energía, lo toma de la mandíbula con una mezcla de camaradería y violencia física, le golpea el brazo, le pone la mano sobre el hombro, lo empuja ligera y amistosamente, pero también con alguna violencia contenida, se despoja de su chaqueta y la arroja al suelo, silba, etc. La escena, tal como la escribe Buero, incluye una acotación que indica una acción física de Urbano respecto a Fernando: “le palmotea la espalda” (Buero Vallejo, 1998: 64). Ciertamente la actitud de Urbano, pese a que no está exenta de alguna agresividad, resulta simpática, quizás por las condiciones y el trabajo mismo del actor Alberto Jiménez o porque el director ha conseguido que ese conjunto de acciones no resulte nunca molesta o brutal. Es posible que el director asocie esa acción tan enérgica a la juventud, quizás para distinguirlo de su etapa madura en los dos actos siguientes, o tal vez pretenda establecer una oposición entre el “contemplativo” Fernando y el “activo” Urbano. En su discusión se inserta la escena de la amenaza a Pepe, por parte de Urbano, ante la pasividad de Fernando. En ella se ha suprimido (¿por qué?) la réplica de Pepe ante esa amenaza al ver a los dos amigos: “¡Dos contra uno!” (Buero Vallejo, 1998, 66) con la que seguramente trata de esquivar el conflicto con Urbano. La marcha de Pepe resulta en el espectáculo más airosa de lo que creo percibir en el texto. Las palabras de Pepe parecen justificar una huida no humillante; aquí, sin embargo, lo vemos marcharse seguro de sí mismo, casi triunfador en el lance. En cualquier caso, el incidente deja huella –moral– en Urbano y una mezquina sensación de triunfo en Fernando. Urbano entonces deja salir su malestar golpeando la barandilla de la escalera con rabia y, cuando después de haber llamado a la puerta de su casa, su madre le pregunta si trae hambre, Urbano contesta mirando no hacia su madre, sino a Fernando, que se ha quedado abajo, en el descansillo: “¡Más que un lobo!” (Buero Vallejo, 1998, 67) en lo que constituye, a mi modo de ver, una acertada solución teatral; es su manera de canalizar el enfado: espetar las palabras a Fernando.

Tras esta escena, Fernando se queda solo en el descansillo y se escucha (¿la escucha solo Fernando?) una voz femenina que canta. Fernando, extasiado por la música, mira a algún punto indefinido mientras sonríe feliz, pero ajeno a la realidad que lo circunda. Evidentemente se trata de una aportación del espectáculo. No hay ninguna indicación en el texto que lo sugiera. Parece apuntar hacia la ensoñación de Fernando o hacia esa voz interior que cabría relacionar con esa música cercana que dará título a uno de los últimos textos de Buero, entendida como invitación a sus personajes a escuchar aquello que tienen cerca y los haría mejores, o más libres o los impulsaría a salir de la mediocridad. Será la única vez que veamos la felicidad en el rostro de Fernando. Su éxtasis quedará interrumpido por la llegada de Elvira y su padre.

En el acto II adquieren singular expresividad las escenas en las que interviene Pepe. Sube por las escaleras con la corbata desabrochada y andares tambaleantes. Va a llamar a la puerta de su madre, pero no se decide y solloza ostensiblemente pero sin ruido. Sube el tramo de escaleras hasta la suya propia. Llama primero suavemente, después con fuerza. Cuando Rosa abre la puerta se muestra zalamero, pero ante la respuesta severa de su mujer, estalla en reacciones violentas y termina abofeteando a Rosa. Cuando sale Trini con el capacho y Pepe se dirige a ella, Trini continúa bajando, sin mirarlo, hasta que las palabras de Pepe terminan por irritarla. Responde con entereza y energía, escupe con desprecio. La réplica incluye la interjección onomatopéyica “puah”, que acaso sugiere esta acción de escupir como manifestación del “Me das asco” (Buero Vallejo, 1998, 83). Trini continúa bajando la escalera, pero, al escuchar de nuevo a Pepe, vuelve atrás, sube con rapidez las escaleras y se encara con él. Poco después aparece Urbano, quien se dirige amenazador a Pepe, que, a diferencia de lo sucedido en el primer acto, ahora huye asustado hasta que Urbano lo zarandea y lo tira al suelo.

El final del acto II aporta otro de los momentos más intensos, más reveladores y, al tiempo, más íntimos. La hipocresía social, la necesidad de guardar las formas y la tensión existente, o quizás también las directrices que orientan su interpretación actoral, hacen que el espectador perciba en esta escena elementos de comicidad. Es significativo que se hayan introducido dos ligeros cambios en el texto. Cuando Elvira, presumiblemente para justificar el desconcierto de Fernando, explica que “Está preocupado porque ahora al nene le toca la teta” (Buero Vallejo, 1998, 95), en el espectáculo se dice que “le toca el pecho”, sustitución verbal que me resulta innecesariamente púdica. También se ha cambiado el efectivo “nena” (Buero Vallejo, 1998, 96), que emplean los dos varones para referirse a sus parejas, por el menos connotado, pero más manido, “amor”.

La segunda escena del acto III presenta fugazmente a los personajes del señor y el joven bien vestidos. Su pertenencia a otra clase social y su incorporación muy posterior a esta comunidad de vecinos proporcionan un contrapunto no solo cronológico, sino también veladamente político y explícitamente social, que justifica la inclusión de la escena por parte del dramaturgo. Aportan una visión diferente de la vida, sugieren la irrupción de una modernidad ajena al tiempo congelado en que viven los vecinos a quienes ya conocemos y también sus descendientes, por jóvenes que estos sean. En el espectáculo la escena parece convertirse en una especie de interludio, casi de juego cómico. Los personajes visten de manera muy semejante, portan las mismas prendas y los mismos complementos (sombrero, gabardina, paraguas, portafolios, mechero y cigarro) y realizan sus movimientos de manera sincronizada, como si se tratara de una pareja característica del cine mudo. En su crítica del espectáculo, Juan Ignacio García Garzón valoraba el conjunto de las interpretaciones y el espectáculo todo, pero apostillaba:

Y aunque en una obra de carácter tan coral quizás no convinieran singularidades interpretativas, no me resisto a citar los emocionantes trabajos de Alberto Jiménez y Yolanda Arestegui, las vigorosas composiciones de Cristina Marcos y Vicky Lagos, los delicados matices de Petra Martínez y Carlos Álvarez-Nóvoa, la emotiva presencia de Victoria Rodríguez, viuda de Buero, y la expresiva desenvoltura de los más jóvenes Bárbara Goenaga, Nicolás Belmonte y el benjamín Adrián Lamana. Todos y los no mencionados componen el animado fresco humano por el que respira esta interesante y útil recuperación. (García Garzón, 2003, 66).

 

Primera  · Anterior -
 1  2  3  4  5  6  7  8 
-  Siguiente ·  Última

 

espacio en blanco

Logo Ministerio de Cultura. INAEM
Logo CDT



Don Galán. Revista audiovisual de investigación teatral. | cdt@inaem.mecd.es | ISSN: 2174-713X | NIPO: 035-16-084-2
2016 Centro de Documentación Teatral. INAEM. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Gobierno de España. | Diseño Web: Toma10

Inicio    |    Consejo de Redacción    |    Comité Científico    |    Normas de Publicación    |    Contacto    |    Enlaces