1. MONOGRÁFICO
1.5 · La narrativa de Cervantes. Reescrituras españolas para la escena (1950-2014)
Por Jerónimo López Mozo
5. Camino del final del siglo (1976-2000)
La transición introdujo, en el terreno político, profundos cambios en nuestro país. También alcanzaron a la cultura. En el ámbito del teatro se dieron pasos importantes, para algunos insuficientes, pero que, sin duda, supusieron una mayor implicación de las instituciones en su promoción y la transformación de los mecanismos de producción, tanto en el sector público como en el privado. Una mejor regulación de las subvenciones concedidas a las compañías y el incremento de su cuantía dieron un notable impulso a la actividad teatral. Hechos señalados de este periodo fueron, entre otros, la creación en 1978 del Centro Dramático Nacional y la del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM) en 1985, que sustituía a la Dirección General de Teatro. Respecto al teatro clásico, fueron fundamentales para su rescate y desarrollo el nacimiento en 1978, con sede en su corral de comedias, del Festival de Almagro, y el de la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1986. Otras iniciativas posteriores multiplicaron los espacios dedicados a nuestros clásicos hasta completar el actual mapa. Surgieron otros festivales, como los de Olite, Olmedo, Niebla, Cáceres o Alcalá de Henares, sin olvidar la aportación de la RESAD tras su instalación en 1998 en la actual sede, algunos años después de que los estudios de arte dramático hubieran adquirido rango universitario. También merece ser recordada la loca o romántica aventura protagonizada por Amaya Curieses y José Maya al frente de Zampanó Teatro, que les llevó a finales del 2000 a recuperar el destartalado teatro Pavón para dedicarlo a la representación de textos clásicos. Estos y otros empeños lograron el milagro de poner a los autores del Siglo de Oro al alcance del público actual. Cervantes fue uno de los beneficiarios, tanto en lo que se refiere a la difusión de su teatro como a la de parte de su obra narrativa por la vía de las adaptaciones escénicas, sin dejar a un lado los textos originales inspirados por él o por sus personajes. Sin embargo, estos avances tardarían algo en ser percibidos, de modo que, en los primeros años, no tuvieron demasiado reflejo. Pocas producciones cervantinas podríamos añadir a la tragicomedia que, con el título de Don Quijote no es Caballero,presentó Manuel Criado del Val en el Festival Medieval de Hita en 1978, en la que se recurría a una voz en off que cumplía dos funciones. Una, ser vehículo de los comentarios del autor de la versión; otra, la de desdoblar la conciencia de don Quijote, de modo que el público conociera los sueños en los que el protagonista se veía a sí mismo llevando a cabo inútiles hazañas caballerescas que le convertían en objeto de burla. El choque entre la realidad y lo soñado provocaba su locura creadora y ofrecía, de él, una imagen harto pesimista. Veinte años después se repuso la pieza con la novedad de que la voz ya no venía de fuera del escenario, sino que estaba puesta en boca de un imaginario don Quijote vestido de blanco que, en el reparto, era citado como Figura del Sueño.
Tampoco la primera obra importante escrita en estos años es fruto de la nueva situación, sino que responde al empeño de su autor, impulsado por una necesidad íntima, y al apoyo de la Fundación Juan March, que le permitió comprar el tiempo necesario para satisfacerlo. Su autor es José María Rodríguez Méndez, está fechada en 1978 y su primer título fue El rincón de don Miguelito, sustituido por el de Literatura española cuando fue publicado en 1989. Concebida como un homenaje escénico a Cervantes y a nuestra lengua, entre sus personajes figuran, además del creador de Don Quijote, bautizado para la ocasión como don Miguelito, Lope de Vega, Luis de Góngora, Sancho Panza, la gitana Preciosilla, el barbero, Rinconete, el Licenciado Vidriera, Cristinica, el sacristán Pasillas y otras criaturas procedentes de sus entremeses, comedias y novelas ejemplares. La acción transcurre el 23 de abril de 1616, día de la muerte de Cervantes. Rodríguez Méndez decía que, con Cervantes, la literatura española se agigantó para hablar al pueblo, devolviéndole lo que de él había recibido. Al reivindicar la obra del alcalaíno, reivindicaba la suya, también plagada de gente humilde y buena, y hasta se veía reflejado en la figura de su admirado maestro. Por eso, cuando la obra fue estrenada por el grupo Concord en Melilla en 1996, de nuevo con otro título, que fue el de Puesto ya el pie en el estribo, el director accedió al deseo del autor de interpretar el papel de Cervantes durante el tercer acto, en el cual don Miguelito muda en don Quijote y, a lomos de Rocinante, parte hacia la eternidad acompañado de Sancho10.
Algunos años después, otro dramaturgo de la misma generación que Rodríguez Méndez cedió a la tentación de beber en El Quijote. Era Alfonso Sastre y el título de su obra El viaje infinito de Sancho Panza. La escribió entre 1983 y 1984 y la definió como teatro de aventuras. Aunque don Quijote interviene en la acción, el protagonista es Sancho. Alfonso Sastre hizo suya la idea expresada por Kafka en su narración La verdadera historia de Sancho Panza de que el escudero escribió gran cantidad de novelas de caballerías y de bandoleros, y logró, con el correr de los años, alumbrar en su mente una especie de demonio, al que bautizaría con el nombre de don Quijote, que acabó lanzándose irrefrenablemente a las más locas aventuras. Así, pues, aquí es Sancho el que saca de sus casillas a Alonso Quijano. El dramaturgo no quiso hacer la escenificación de un texto narrativo, sino una personal lectura en la que nos muestra a “otro” don Quijote y a “otro” Sancho, los mismos y, sin embargo, otros. A lo largo de los veintitrés cuadros de que consta la obra asistimos, primero, al relato que hace Sancho, encerrado en el manicomio de Ciudad Real, de cómo convenció a don Quijote de que era, efectivamente, don Quijote, y, luego, a insólitas situaciones como aquella en la que el Caballero acepta de buen grado hacer algunas docenas de locuras. Sastre no tuvo que esperar tanto como Rodríguez Méndez para ver su obra representada. La oportunidad le llegó a los ocho años de su escritura y, entre sus escenarios, estuvo la Exposición Internacional de Sevilla, pero, a pesar de tratarse de una propuesta atractiva, tuvo poca fortuna, pues la puesta en escena de Gustavo Pérez Puig fue pobre y la interpretación que Pedro Ruiz hizo de Sancho dejaba mucho que desear.
En 1992, como resultado de un encargo de la Exposición Universal para la inauguración de sus actividades teatrales, se estrenó en Sevilla El Quijote. Fragmentos de un discurso teatral, versión de la novela hecha por el guionista Rafael Azcona y el director de escena italiano Maurizio Scaparro [Fig. 4]. No se trataba de un proyecto original, pues se basaba en otro realizado en Italia en 1983 por los mismos creadores y el escritor y escenógrafo cinematográfico Tulio Kezich, que incluía, además de la adaptación teatral, una película y una serie de televisión. Aquella fue representada por la compañía Teatro di Roma en el Festival de Almagro de aquel año. En ambas versiones, la idea era sumamente ambiciosa y, en la que nos ocupa, su materialización contaba con el atractivo y la solvencia de dos actores de lujo: Josep Maria Flotats y Juan Echanove. Sin embargo, el resultado puso de manifiesto lo difícil que es trasladar la esencia de la novela al escenario.
La fórmula empleada fue la del teatro dentro del teatro. La acción transcurría en un viejo y destartalado escenario en el que don Quijote y Sancho se encuentran con la compañía de Ángulo el Malo, lo que da pie a que caballero y escudero recuerden sus aventuras, algunas de las cuales son recreadas por los cómicos ambulantes. Lo que presenciamos es un diálogo entre los dos protagonistas, el cual evoluciona lentamente desde el propio de quienes están ligados por un simple acuerdo de carácter laboral entre amo y criado hasta el que establece vínculos más estrechos, lo que propicia una relación íntima y compleja. Quería Scaparro reflexionar sobre la utopía, incitar al espectador a dejarse seducir por ella y, en última instancia, plantar cara a la sociedad basura en la que vivimos. Fernando Doménech comparó la obra con un viaje en el que don Quijote y Sancho, acompañados por las sombras de los demás personajes, buscan el conocimiento de sí mismos en el espejo del otro. En cada nueva aventura, en las conversaciones que mantienen, ven una aproximación al clima de amistad, de benevolencia y de comprensión que alienta en las páginas de Cervantes. Pero fue más allá en su lectura de la obra. Comparó a esos seres que buscan en un escenario su propia historia con Vladimir y Estragón, los desesperanzados ilusos de Esperando a Godot. También los emparentaba con Max Estrella y don Latino de Híspalis, los protagonistas de Luces de bohemia, por las similitudes que hay entre ambas parejas en su deambular por una España triste en busca de imposibles ideales (Doménech, 26). Estas interpretaciones son hermosas y nada gratuitas. Lo que sucedió es que se disolvieron al pasar de las intenciones a la realidad. El espectáculo resultaba una especie de resumen, a veces tedioso y siempre deslucido, de algo que es grande. Scaparro debía barruntarlo cuando, en vísperas del estreno, rebajó las expectativas creadas definiendo lo que había hecho como una metáfora llena de ilusión y simpatía sobre nuestra vida teatral.
También tuvo su origen en Italia una original versión del Quijote titulada Don Chisciotte o il sogno di Cervantes, estrenada en 1995 en el Festival de Castiglioncello y representada en diversas ciudades de aquel país, de la que no me consta que se haya hecho en España. Si la traigo a estas páginas es porque su autor es español. Se trata del profesor y estudioso del Quijote Carlos Ansó Escolán11, que la escribió originalmente en italiano y más tarde la tradujo a nuestra lengua con el título Don Quijote o el sueño de Cervantes. Calificada por él mismo como una elegía farsesca, en ella aparecen Cervantes, su esposa Catalina, la hija de ambos Isabel, don Quijote y Sancho Panza. La acción transcurre en una celda de la cárcel en la que está recluido el escritor y, principalmente, en su casa, en la que recibe la visita de don Quijote y Sancho. Seres reales y de ficción ocupan, pues, un mismo espacio, pero con frecuencia la acción se traslada a los escenarios de la novela. También hay mudanzas en la época. Se alternan los momentos que nos sitúan en la que fue escrita la primera parte del Quijote con los atemporales de los episodios vividos por don Quijote y Sancho y hasta hay algún acercamiento al tiempo presente. El juego espacio temporal propicia que asistamos, de un lado, a escenas que bien pudieron darse en la vida de Cervantes y, de otro, a otras soñadas e inverosímiles que solo la magia del teatro hace creíbles. Entre las primeras, la preocupación de Catalina e Isabel por la tardanza en la publicación de la novela, pues solo los ingresos que se obtengan de su venta pueden aliviar sus problemas económicos. Entre las segundas, el empeño de un enojado don Quijote por que Cervantes vaya a la imprenta para corregir algunos pasajes de la novela con cuyo contenido no está de acuerdo; o aquella en la que Isabel, prendada del caballero, se le insinúa hasta conseguir que no le quite la vista del generoso escote; o en la todos buscan al escritor y le encuentran en la cocina convertido en Cide Hamete; o, en fin, la que tiene lugar cuando Don Quijote y Sancho asisten a una función de teatro interpretada por Catalina e Isabel y el primero arremete contra el público. En este contexto, no es sorprendente que don Quijote no muera en su lecho, sino en la casa de Cervantes. Con esta obra, Carlos Ansó ofrecía un retrato nada convencional de Cervantes y de sus criaturas, fruto de su profundo conocimiento de todos ellos, pero no solo. También era la crónica de dos obsesiones: la de don Quijote por protagonizar aventuras dignas de un caballero andante; la de Cervantes, por escribir el mejor de los libros de caballería (Rodríguez Rípodas, 449).
Con motivo del 450 aniversario del nacimiento de Cervantes, el INAEM convocó el Premio Cervantes de Teatro, que fue fallado en 1997. Resultó ganadora la obra Miguel Will, de José Carlos Somoza. De las descartadas por el jurado, al menos dos lograron salir del anonimato: La más fingida ocasión y Quijotes encontrados, de Santiago Martín Bermúdez, y El engaño a los ojos, de quien firma estas páginas. Ambas fueron publicadas al año siguiente y, la del primero, representada en 2005 bajo el título de La noche de los Quijotes.
La más fingida ocasión y Quijotes encontrados está inspirada en dos Quijotes, el de Cervantes y el de Avellaneda, además de en el Romancero y en la novela de caballerías Espejo de Príncipes y caballeros o El caballero de Febo. Con tal materia prima y con lo aportado por su imaginación, Martín Bermúdez compuso una historia en la que vemos cosas tan sorprendentes, como una Dulcinea vestida toda de blanco, gentil de aspecto, elegante de porte y natural de señorío, aunque, en la lista de personajes, el autor advierte que tan bella y distinguida dama es, en realidad, una impostora, cuyo nombre se reserva para darlo a conocer a su debido tiempo. Pero lo esencial, y donde reside buena parte de la originalidad de la obra, es que los protagonistas son dos Quijotes diferentes, los cuales se encuentran y se enfrentan en la Venta de Maese Roque, cercana al Campo de Criptana. El propio autor resumió su contenido en las líneas que preceden al texto. En ellas explicaba que se trata de una
comedia de Quijotes, el de Cervantes y el de Avellaneda, donde se ven las disputas de ambos caballeros, tan desemejantes, además de otros regocijados asuntos sucedidos en un trasnoche de encantamiento a enamorados héroes y soñadoras heroínas de varia condición (Martín Bermúdez, 1).
Hay, en efecto, jubilosos episodios, pero, por encima de ellos, un retrato amargo de esas dos Españas eternamente enfrentadas, la conservadora y la liberal, representadas, respectivamente, por un falso Quijote, cuyos argumentos son la violencia, primero verbal y luego física, y el Quijote verdadero, el que nos legó Cervantes, lleno de espiritualidad y amante de la libertad.
En cuanto a El engaño a los ojos, título que tomé prestado del anunciado por Cervantes en el prólogo de los entremeses para una obra que no llegó a escribir, presento al gran escritor frustrado por su marginación como dramaturgo a consecuencia de la fama de Lope, acrecentando su abatimiento la enorme pasión que sentía por el mundo de la farándula, de la que hay abundantes testimonios en el Quijote. Mi objetivo era doble. De un lado, reivindicar su condición de autor teatral; de otro, rastrear su influencia en el teatro español contemporáneo. Para ello, nada mejor que resucitarle y mostrarle cómo los personajes que él creó habitan en los escenarios de nuestro país y cómo muchos dramaturgos los han tomado como modelo para dar vida a algunas de sus criaturas. Para probárselo, un joven autor llamado Vagal le conduce a los más diversos escenarios: desde los que, al aire libre, acogían las representaciones de La Barraca hasta el estudio de Francisco Nieva. Después de conocer a Valle-Inclán y saber de la existencia de otros colegas que le admiran, Cervantes acepta asistir a la fiesta que ha organizado Talía en su honor. El lugar escogido es el teatro Español de Madrid, levantado sobre los cimientos del corral del Príncipe. Pero cuando Cervantes llega a sus puertas, le cierran el paso unos individuos siniestros que se presentan como celadores que velan por la salud de la escena española. Le consideran un autor torpe en tiempos de autores diestros. Cuando Cervantes, harto de sus ofensas, decide irse, ellos se lo impiden. Antes han de ofrecerle su particular homenaje en forma de castigo, mas, antes de que suceda, acude en su auxilio don Quijote, acompañado de Sancho y de otros personajes de la novela. Entre ellos están el ventero, que ya no lo es, pues ejerce de director de escena, y las huestes de Angulo el Malo y Maese Pedro con los muñecos de su retablo.
Domingo Miras, fervoroso lector del Quijote y uno de los dramaturgos en cuya escritura la huella de la de Cervantes es más nítida, solo había recreado en una ocasión una de sus obras. Fue en 1975, cuando incluyó un entremés cervantino, junto a otro de Quiñones de Benavente y dos de autores anónimos, en Por orden del señor alcalde, pieza representada por el Teatro Universitario de Murcia en el verano de 1975. Esperó a 1998 para dar forma teatral a algunas páginas del Quijote. El resultado fue el monólogo Alonso (A la sombra del Quijote), pieza que sería representada por otro devoto de la novela, el actor Luis Hostalot, convertido en divertido y locuaz juglar sin más equipaje que dos maletas de madera. No fue esta la única vez que el actor se metía en la piel del personaje. Ya lo había hecho en 1983 en otro monólogo de su autoría, El pretexto de Alonso Quijano,y volvería a hacerlo en 2004 y 2010, en una nueva versión para teatro de calle titulada Los libros, las batallas, el amor y la muerte. En 1998, el Instituto del Teatro de Sevilla llevó a escena Las afamadas aventuras del caballo Clavileño y otras que acontecieron a don Quijote y Sancho, del actor y autor sevillano Luis Alfaro López, cuya actividad teatral ha estado ligada al teatro universitario y compañías independientes de la capital hispalense.
De las versiones infantiles del Quijote, una de las más representadas, sobre todo en las escuelas, fue La ínsula Barataria, de Jordi Voltas, gracias a la difusión que tuvo su publicación en la colección “Teatro, juego en equipo” de la editorial La Galera. Pero las más destacadas fueron Don Quijote, versión del yugoslavo afincado en España Hadi Kurich, estrenada por Teatro de la Resistencia en 1996, y Clown Quijote de La Mancha, por la compañía UROC Teatro en 1998 [Fig. 5]. En la primera, de la que existían dos versiones, una para sala y otra para teatro de calle, los actores convivían con zancudos, fantasmales gigantes y cabezudos. El espectáculo era una fiesta y el texto cumplía una función didáctica que invitaba a la reflexión. La segunda, destinada a niños menores de doce años, fue concebida por Antonio Muñoz de Mesa y Olga Margallo, quien también la dirigió. Constaba de una primera parte didáctica en la que asistíamos a los preparativos de la puesta en escena del Quijote a cargo de un grupo de payasos. El proceso, explicado de forma amena, incluía la desternillante lectura del texto y la confección del reparto, tras lo cual se pasaba a la segunda parte, en la que tenía lugar la representación. Sin apenas escenografía y con un atrezzo mínimo, cuyos principales elementos eran dos escaleras de tijera de diferente tamaño, se lograba crear, con el concurso de una excelente iluminación, un ambiente de gran belleza plástica. En aquel espacio mágico, los jóvenes espectadores y sus acompañantes adultos admitían con absoluta normalidad que las escaleras fueran Rocinante y el pollino de Sancho o que, unidas por un tablón, se convirtieran en Clavileño.
Próximo el final del milenio, Don Quijote tuvo, no una, sino dos versiones operísticas, de muy diferente factura. La primera, titulada Don Quijote, fue estrenada en el Teatro Real de Madrid en febrero del 200012. Por iniciativa del compositor Cristóbal Halfter, Andrés Amorós escribió el libreto de la ópera Don Quijote, en la que un encuentro entre Cervantes y don Quijote servía de pretexto para abrir un debate sobre cuán necesaria era la utopía de cara al nuevo siglo. El discurso de ambos personajes se enriquecía con las aportaciones de poetas como Juan del Encina, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Pedro Salinas o Antonio Machado, cuyas voces eran asumidas por ellos mismos. Arrancaba la obra con un preludio instrumental que sugería el grado de postración de la sociedad española antes y durante la escritura del Quijote. Seguían seis escenas en las que asistíamos, sucesivamente, a la manifestación por parte de Cervantes de los sentimientos encontrados que le producía la situación de sus compatriotas; a como Dulcinea y Aldonza, antes de ser creadas, animaban al escritor a que diera testimonio de lo que sucedía a su alrededor; a la llegada de don Quijote, hijo del entendimiento de Cervantes, a la venta para ser investido caballero andante, y en la que también encontrábamos, ya convertidas en personajes de la novela, a las dos mujeres; a la lucha de don Quijote contra los molinos con apariencia de gigantes, que desembocaba en su primera derrota; al cónclave que, ante el apaleado hidalgo, celebraban sus amigos y parientes, para advertir de los males que acarrea la lectura sin tasa de libros; a los elogios que don Quijote dedicaba a la poesía, fuente de vida y de conocimiento, opinión que no compartía el cura, para quien era grave, incurable y contagiosa enfermedad, a la limpieza censora y consiguiente quema de una imaginaria biblioteca en la que, a la lista de los libros mencionados en El Quijote, se sumaban los escritos por Calderón de la Barca, Molière, Jorge Manrique, Ortega y Gasset, Javier Zubiri, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Rainer María Rilke, James Joyce, Sigmund Freud, Franz Kafka, Friedrich Hegel, Johann Gottlieb Fichte y hasta los del mismísimo Cervantes; a la nueva derrota sufrida por don Quijote en su lucha contra el rebaño de ovejas y carneros que, a sus ojos, eran un gran ejército; a los reproches que don Quijote, en su lecho de muerte, formulaba a Cervantes por haberle creado de esa guisa; y a la respuesta que este le daba, en la que le decía que él no era un hombre, sino un mito nacido de la fantasía para habitar en la mente de los seres humanos para deshacer entuertos y traer la justicia a este mundo o, dicho de otro modo, que estaba condenado a velar para que ni molinos, gigantes, corderos, ovejas y caudillos nos prohíban leer, pensar, sentir, ser distintos y escoger el camino que queremos. Al cabo, don Quijote y Cervantes aceptaban su destino.
La otra ópera, Don Quijote en Barcelona, fue estrenada en el Teatro del Liceo en septiembre del 2000. Siguiendo un proceso creativo poco habitual en el género, el punto de partida fue la idea de Álex Ollé y Carlos Padrissa, miembros de la Fura del Baus, de crear un espectáculo que recreara en clave futurista el mito de Don Quijote. Siguió la escritura del libreto por parte del escritor granadino Justo Navarro y, finalmente, José Luis Turina compuso la música. Los escenarios se situaban en una sala de subastas virtual de la ciudad de Ginebra, en la parte alta de un rascacielos de Hong Kong, en la que había un parque de atracciones especializado en monstruos, y en la sede de un congreso que se celebraba en Barcelona en torno a Don Quijote. La acción en los dos primeros lugares tenía lugar en el siglo XXXI y, la del congreso, en el más cercano año 2005, en el que se conmemoraba el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote. En ese viaje a través del espacio y el tiempo, la figura del caballero, en la que los autores de la obra veían representados los valores de la futura modernidad, era mostrada como un ser raro que se enfrenta a los poderosos y protege a los humildes. Al principio, como valiosa pieza para coleccionistas; después, como mito. La puesta en escena fue espectacular. Lo era la escenografía y cuanto acogía. La bañaban luces deslumbrantes y era receptora de una avalancha de imágenes grabadas en video que mostraban tornados, maremotos y otras catástrofes naturales. El apocalíptico paisaje que se recreaba era surcado por objetos siderales y naves de ciencia ficción y estaba ocupado por multitud de personajes diseminados por todos los rincones, a veces a ras de suelo, otras en las alturas, encaramados a trapecios o embarcados en un zepelín. Sin embargo, tanto efecto especial, tanto estallido de luz y tanta reiteración en los movimientos, agobiaban y cansaban.
10 Rodríguez Méndez contaba setenta y un años, dos más que Cervantes a la hora de su muerte. Ambos tenían en común, además de su parecido físico, la doble condición de novelista y dramaturgo y el hecho de que la escritura no les dio de comer, por lo que, para sobrevivir, tuvieron que ejercer los más diversos oficios. El nuevo título de la función fue premonitorio, pues nuestro autor murió solo tres años más tarde.
11 Carlos Ansó Escolán (Pamplona, 1953) residía en Pisa, en cuya Universidad era docente, cuando escribió Don Quijote o El sueño de Cervantes.
12 Cristóbal Halfter compuso la ópera entre diciembre de 1996 y mayo de 1999. Dos años antes de su estreno en el teatro Real de Madrid se ofreció en Lisboa una suite con el título de La del alba sería.
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