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1. MONOGRÁFICO

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A MODO DE PRESENTACIÓN


Por Gregorio Torres Nebrera
 

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Ilustración


A MODO DE PRESENTACIÓN

Gregorio Torres Nebrera

 

Este tercer número de Don Galán quiere atender al grupo de dramaturgos que se perfilan en los manuales, historias y compilaciones de nuestro teatro contemporáneo con la etiqueta clasificatoria “Generación Realista”, esa que, a la sombra y tras el ejemplo del binomio Buero Vallejo/Alfonso Sastre, quiso prolongar la escritura y presencia de un teatro que enfocara críticamente la inmediata realidad española (algo similar y paralelo a lo que habían pretendido un poco antes –el teatro es siempre el género español que marcha con cierto retraso en la diacronía literaria– los novelistas y los poetas calificados con similar etiqueta: Lauro Olmo, por ejemplo, militó en los dos frentes, el de la narrativa y el del teatro), pero con peores suertes de desarrollo y recepción que las que alcanzaron los poetas y los narradores. La censura –como ha mostrado con precisión documental Berta Muñoz Cáliz– dedicó gran parte de sus celos a poner diques en el camino de aquellos textos hacia la escena, y sus meritorios intentos de ser la alternativa al teatro evasivo, conformista o complaciente de los benaventinos de éxito (de Pemán a Ruiz Iriarte) resultaron poco menos que fallidos. Las carteleras de los años cincuenta, sesenta y la primera mitad de la década de los setenta (los años del franquismo) contaron con algunos estrenos memorables de estos autores (La camisa, Los inocentes de la Moncloa, El tintero, Un hombre duerme, Historia de los Tarantos, Las salvajes en Puente San Gil, Cerca de las estrellas, Guadaña al resucitado o Diálogos de la herejía) por los que se hicieron acreedores a pensar que cuando las condiciones represoras acabasen, y se instalase la libertad creadora plena, en ellos estaría fundamentada la anhelada renovación de la escena. Pero esa esperanza, si lógica, acabó siendo un espejismo, una nueva frustración, para ellos y para los espectadores que exigían (y esperaban) un teatro distinto.

Tras la Dictadura, solo Buero prosiguió en su acostumbrado ritmo de estrenos (incluso recuperando un texto que jamás el aparato censor franquista había permitido ver en un escenario español, La doble historia del Dr. Valmy). Para los demás se abrió un largo periodo de insatisfacción, con algunas contadas excepciones. Sastre, por ejemplo, volvió a su silencio intermitente, después de la exitosa presencia en la escena con La sangre y la ceniza –1976– de la mano del grupo «El Búho» (Juan Margallo y Gerardo Vera como nombres destacados en aquel evento) que parecía anunciar una normalizada presencia, a futuro, de este dramaturgo en la escena española, si bien hubo que esperar, todavía, tres años para que «El Gallo Vallecano», de Margallo, nos devolviera a un Sastre menor (Ahola no es de leíl), a lo que le siguieron seis años de nueva ausencia, hasta que llegó un reconocimiento generalizado con La taberna fantástica (1985, éxito que el importante texto de Sastre compartió con la soberbia interpretación de Rafael Álvarez), además de la representación, por unos días, de su particular versión de La Celestina, en los “Veranos de la Villa” de aquel año, eventos que –otra vez– podían augurar nuevos e inmediatos estrenos de Sastre, pero que solo lo auguraban…, porque no hubo tal cosa. Su particular visión del Quijote en la Exposición del 92 y, antes, el montaje de Los últimos días de Enmanuel Kant no fueron sino inequívocos signos, con su inherente calidad ratificada, de esa intermitente e insatisfactoria presencia en las carteleras de uno de los más grandes dramaturgos españoles vivos, insatisfacción que todavía afectó más decepcionantemente a la práctica totalidad de los “realistas” que aquí se revisan. Pues si recorremos la cartelera de los primeros veinte años democráticos (1979-1999) no superan la veintena los textos de los “realistas” (cuyas escrituras procedían de los años de la Dictadura o eran de nueva planta) que suben a un escenario comercial, de modo que, muertos casi todos ya, son todavía un patrimonio importante de nuestra literatura dramática coetánea que está pendiente de nutrir programaciones cada vez más alejadas de la escritura autóctona. El ejemplo de Martín Recuerda (basándome en los datos aportados en el artículo monográfico que aquí mismo se le dedica) sirve como síntesis de esa llamativa diferencia entre un periodo y otro: antes del 76, el autor granadino había escrito diecinueve obras y estrenado nueve; después del 76 escribió quince títulos más, pero solo vio subir tres de ellos a la escena, más el que fue mejor recibido de todos –Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipciaca–, que correspondía a una pieza escrita en 1970. Una situación por sí misma elocuente, que no vino a paliarla, por ejemplo, el montaje de Helena Pimenta de una interesantísima obrita de los comienzos, La llanura, en el 1999, y a cargo del CAT.

Y eso que las cosas no habían podido empezar mejor: el buen auspicio que suponía la elección de una notable pieza de Rodríguez Méndez para inaugurar –1978– la programación del Centro Dramático Nacional (Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga), tras el éxito en los primeros meses de la Transición de Historia de unos cuantos; el montaje, verdaderamente sobresaliente, de la obra ya citada Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipciaca, de Recuerda, bajo la batuta de Marsillach y en el teatro de la Comedia (1977), pocos años después de que sus Salvajes reverdecieran laureles en un teatro de Valencia, o la recuperación de un texto del medio siglo, La condecoración, de Lauro Olmo, en el Infanta Isabel, en aquel mismo año de 1977, eran todos síntomas prometedores que se tornaron en pésimas realidades contantes y sonantes. Los autores de la “Generación Realista” pasaron, en el nuevo periodo histórico que se abría en 1978, de la esperanza a la desaparición. Si sumamos los estrenos de antes del 75 y de después, el balance, dentro de su penuria, es aún más favorable al primer periodo, con censuras y dificultades, que al segundo, presuntamente más fácil y deseoso de hacer justicia con aquellos nombres, debiendo haber incorporado a la programación teatral un grupo valioso de autores que había luchado por mejorarla y sacarla de su atonía conservadora y regresiva. Fue, en lo que al teatro representado se refiere, una generación perdida. O los autores de un “teatro soterrado”, como lo llamaba Fernando Lázaro Carreter en uno de los artículos-crítica que fue publicando el gran filólogo en Gaceta Ilustrada y, en un periodo posterior, en Blanco y Negro (urge recuperar esos artículos que son una inmejorable crónica del teatro español programado en los finales años del franquismo y durante la Transición, y a lo largo del quinquenio 88-92). En ese artículo aludido (aparecido el 24 de septiembre de 1972) el profesor Lázaro –aún vigente la censura y la Dictadura– se dolía de las ausencias escénicas de una serie de autores, aquellos “realistas”, que habían de conformarse con estrenar o editar (el más afortunado) fuera de su país y de su lengua, y redactaba unas denunciantes líneas para el comienzo de la temporada 72-73 que siguen vigentes tres o cuatro décadas después:

Lauro Olmo, Martín Recuerda, Rodríguez Méndez, otros autores más, constituyen nuestra generación “realista”, que vino tras Buero deseosa de explorar terrenos señalados por él. Su teatro pudo haber sido una magna encuesta sobre múltiples aspectos de la vida española, presente o pasada, que aguardan denuncia, estudio y corrección: empresa patriótica donde las haya. Pero ese teatro ha asomado la cabeza, si la ha asomado, en condiciones difíciles, a contrapelo, esporádicamente, con temor y no pocos zarandeos, y no ha proporcionado a sus autores auténticas experiencias, un aprendizaje eficaz que le haya permitido el logro de su personalidad […] Y así ocurre que nuestros autores “realistas” ya no son jóvenes promesas, ni autores consagrados por el éxito ni arrinconados por el fracaso.

 

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