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1. MONOGRÁFICO

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A MODO DE PRESENTACIÓN


Por Gregorio Torres Nebrera
 

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Así era en 1972, y así ha seguido siendo hasta hoy, sin que esos ocasionales montajes (algunos más que los dedos de las dos manos, en veinte años) permitan matizar apenas la tan desazonadora afirmación del final de la cita de don Fernando Lázaro, si nos atenemos a sus respectivas presencias en las programaciones de las salas insertas en los circuitos comerciales, de amplia recepción (es decir, haciendo excepción de montajes ocasionales por compañías no profesionales o en el ámbito de diversas Escuelas de Arte Dramático, las que, sin restarle méritos, tenían reducidísima repercusión). Así, que Olmo pudiese mostrar en el 84 su Pablo Iglesias o La jerga nacional en 1986; que Martín Recuerda viese escenificar su obra sobre Enrique IV y la juventud de la Celestina en 1983, además de la reposición, en 1999, de su pieza de los comienzos La llanura, como una producción del CAT, o que la compañía de Ana Mariscal rodara por diversos teatros de provincias El caraqueño, amén del obligado estreno de su segundo premio “Lope de Vega” concedido a la obra histórica El engañao tres años antes, además de que los fastos del 92 contaran con su presencia a través de la pieza La Trostky; que a Rodríguez Méndez le estrenase una compañía valenciana su excelente Flor de otoño en 1982, a la vez que otra madrileña hacía otro tanto con su oratorio escénico sobre la santa de Ávila; que Muñiz consiguiese un desvirtuado y discutido montaje, en el 80, de su portentosa Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos; que López Aranda se acogiese a la siempre socorrida variante del teatro histórico con su Isabel, reina de corazones, en 1983, tras el estreno de un texto tan notable como incomprendido –Isabelita, la miracielos– en 1978, especializándose durante ese tiempo en la adaptación de textos clásicos; que Mañas no pasase de ser en este periodo sino el más aplaudido versionador de una novela galdosiana como Misericordia (memorable montaje de José Luis Alonso, de 1972) ratificado en la adaptación de Miau en el 86, con la dirección de Canseco, pese al esfuerzo de reverdecer su historia de los Tarantos en 1979 (convertida en ballet en el 86) y que Gómez Arcos, después de los antiguos disgustos cosechados con aquellos Diálogos de la herejía, lograse arrancarse la espina con el estreno de dos de sus obras, Interview de Mrs. Muerta con sus fantasmas (1991) y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas (1994) a cargo del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y del Centro Dramático Nacional, respectivamente, además de la reposición, con honores de estreno, y en el María Guerrero, de su lorquiano drama Los gatos (1992) no son sino pequeños hitos para la historia de, en el fondo, una injusta desatención.

Los dramaturgos de la “generación realista”, como decía Max Aub, han estado brillantemente presentes, durante años, en el “teatro de papel”, pero han quedado semi-inéditos en el definitivo teatro, el de la escena. Estuvieron próximos a la industria teatral de aquel momento, pero en el segundo plano de los adaptadores de textos interesantes, propios o foráneos. Bastará recordar que Olmo ayudó a renovar el éxito de Arniches y sus sainetes, que Rodríguez Buded, totalmente ausente como autor original, preparó la versión al castellano de El padre de Strindberg y de La enemiga de Niccodemi, que Gil Novales hizo otro tanto con una exitosa producción del CDN, Sopa de pollo con cebada, de Wesker y que del incansable adaptador que fue Ricardo López Aranda se repusieron dos notables versiones suyas de otros tantos títulos canónicos, La Celestina y Fortunata y Jacinta, dirigidas respectivamente por Manuel Manzaneque y Juan Carlos Pérez de la Fuente. De todo ello, y, más, se da puntual y detallada información en el fichero general de estrenos de la Generación Realista que ha elaborado para este número Berta Muñoz Cáliz.

En la parte monográfica del tercer Don Galán se quiere paliar un poco la suerte de espaldas que ha tenido este conjunto de dramaturgos, ahora que casi todos ellos son ya historia, atendiendo especialmente a lo que ha sido su trayectoria en los años que debieron ostentar un marcado protagonismo en la escena española. Porque la crítica que han tenido estos dramaturgos se ha ido concentrando, preferentemente, en el pasado y también en el presente, en las primeras etapas –en la Dictadura– de sus respectivas trayectorias dramáticas. Así recordaré la publicación, en los años setenta y ochenta, de los básicos libros de César Oliva sobre el grupo, y de los estudios monográficos de Fernández Insuela sobre Olmo, de Martín Recuerda sobre Rodríguez Méndez o de Antonio Morales sobre Martín Recuerda, y todo lo demás eran reseñas, artículos de mayor o menor calado, parciales aproximaciones, etc. Y resulta elocuente respecto a esa prioritaria atención a la primera etapa de “los realistas” la reciente monografía de Jorge Herrera Martínez sobre el teatro de Rodríguez Méndez durante la dictadura de Franco (2010) que se reseña en este mismo número de Don Galán. La situación mejoró un poco, en lo que a estudios de calado se refiere, y atinentes a las trayectorias completas de los dramaturgos, en la última década del siglo XX y la primera del XXI, sobre todo en el ámbito universitario, y muchas veces como resultado de memorias de licenciatura o de tesis doctorales. Así el asunto global de los “realistas”, desde su discutida nómina a sus respectivas estéticas dramáticas, se plantea en el libro de Cerstin Bauer-Finke Die ´Generación Realista´. Studienzur Poetik des Oppositions theaters während der Franco-Diktatur [La Generación Realista. Poética del teatro de la oposición durante la dictadura franquista] (2007), y surgen las monografías sobre Recuerda de Ángel Cobo (José Martín Recuerda. Génesis y evolución de un autor dramático, 1993), de Sixto E. Torres (The theatre of José Martín Recuerda, spanish dramatist: dramas of Franco and post-Franco Spain, 1993), de Alicia Marchant Rivera (Claves de la dramaturgia de José Martín Recuerda, 1997) o de Antonio César Morón (José Martín Recuerda en la escena española, 2007); sobre Rodríguez Méndez se publican los estudios de Gonzalo Jiménez Sánchez (El problema de España. Rodríguez Méndez: una revisión dramática de los postulados del 98, 1998), de Michael Thompson (Performing Spanishness: History, Cultural Identity and Censorship in the Theatre of José María Rodríguez Méndez, 2007) o del ya citado Herrero Martínez; sobre Gómez Arcos contamos con el estudio de Sharon G. Feldman (Alegorías de la disidencia: el teatro de Agustín Gómez Arcos, 2002) y sobre Olmo es de obligada consulta el número monográfico de la revista universitaria Teatro (8, Univ. de Alcalá) dirigido por Ángel Berenguer en 1995.

Las recientes recopilaciones de los textos teatrales de casi todos ellos (de forma completa o selecta, y en varios casos gracias a la impagable labor editorial de la Asociación de Autores de Teatro) con estudios y bibliografías pertinentes (véase el repertorio de ediciones en este mismo número) ha mejorado sensiblemente la presencia y difusión de la literatura dramática de los “realistas”, aunque sigan ignorándose la mayoría de sus títulos en los teatros españoles.

Buero y Sastre, en la segunda mitad de sus respectivas trayectorias, las posteriores a la muerte del dictador, presiden, con el trabajo de Mariano de Paco (reputado especialista en ambos autores), esta revisión de la “generación realista”, porque ellos fueron siempre el modelo inmediato a seguir por aquellos dramaturgos, ellos abrieron, como estupendos cabos zapadores, los caminos por donde el teatro español, en los años de Dictadura, debía avanzar y buscar su necesario compromiso social, su comunicación y debate de situaciones reales y necesitadas de compromiso solidario, lejos de un teatro falso de puro amable y amable de puro evasivo. El primero se mantuvo como permanente ejemplo de conciencia crítica, pese a la cicatería de algunos y de palmarios intentos de desacreditación de otros, refrendada en sus nuevos estrenos y en la reposición de algunos de sus títulos más notables; Sastre, sin embargo, y como se ha apuntado anteriormente, siguió encontrando graves obstáculos en aquella sociedad de libertades, alcanzadas y sancionadas, para el merecido desarrollo escénico de su teatro, lo que no le impidió engrosar considerablemente su larga lista de títulos, escritos desde un cierto distanciamiento desencantado. A continuación, en este tercer número, y en sucesivos capítulos, diversos especialistas se ocupan de las respectivas trayectorias, en Transición y Democracia, de los “realistas”, desde diversos enfoques, perspectivas o intereses críticos. Y para ello se ha fijado esta nómina de integrantes: Lauro Olmo, José Martín Recuerda, José María Rodríguez Méndez, Carlos Muñiz, Alfredo Mañas, Ramón Gil Novales, Ricardo López Aranda, Agustín Gómez Arcos y Andrés Ruiz Pérez, además de otros dos nombres que han sido silenciados durante el periodo aquí considerado: Ricardo Rodríguez Buded (que solo apuntó en su haber, como se ha indicado, una adaptación de una obra de Strindberg y otra de Niccodemi) y Joaquín Marrodán.

De la trayectoria teatral en años democráticos de Lauro Olmo, por empezar por el que se quiso ver como “jefe” del grupo, se ocupa en la presente ocasión el profesor Antonio Fernández Insuela (autor, en su día, de una documentada y amplia monografía sobre el creador de La camisa). El crítico se centra especialmente en las dos obras largas que Olmo compuso en este su segundo periodo, una estrenada (Pablo Iglesias) y otra aún inédita en la escena (Luis Candelas, el ladrón de Madrid), pese a que iba para libreto de zarzuela, y al que le faltó la prevista partitura de José Nieto. Y no deja de ser curiosa la circunstancia de que dos dramaturgos de la misma promoción (Olmo y Rodríguez Méndez) se interesasen por análoga figura de la España decimónónica y, a su través, hicieran sendas y parabólicas censuras a un dictador borbónico que el espectador asociaba con el Generalísimo surgido de la Guerra Civil. Y junto a ellas se pasa cumplida revisión a las varias y variadas piezas breves que Olmo fue escribiendo al albur de diversas circunstancias (en las coyunturas de procesos electorales, en la denuncia del arribismo o de la corrupción moral y social de la España inicialmente democrática) que acabaron convirtiéndose –una selección de ellas– en el espectáculo de 1986 La jerga nacional o en las Instantáneas de fotomatón, del año 92, el canto de cisne teatral del luchador dramaturgo gallego, fallecido en 1994.

De Rodríguez Méndez, y de una parte su teatro de trasfondo histórico, la menos tratada, con atención, incluso, a un texto inédito, se ocupa una buena conocedora de la dramaturgia del madrileño, la profesora alemana Cerstin Bauer-Finke (acreditada en sus estudios sobre la generación). Se ofrecen en su trabajo pertinentes análisis de tres textos bien valorados del dramaturgo madrileño –Última batalla en el Pardo, o el imaginario encuentro, a años vista de la Guerra Civil, del sitiador de Madrid y del coronel que acabó entregando la ciudad; Reconquista, o la desacralización del mito medieval de Alfonso VI, aflorando las sombras de un reinado déspota y sanguinario, incluidos su ambigua inclinación sexual y sus extrañas relaciones con doña Urraca, y La Chispa, aquella que encendió el coraje popular madrileño contra los gabachos de 1808– y el inédito texto De paseo con Muñoz Seca, rendido homenaje al dramaturgo del astracán y a la sociedad de los años veinte reflejada en su teatro y en el suceso trascendente del incendio del Novedades.

 

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