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De la telecomedia a la sit com:
La escritura de humor para la televisión

Ignacio del Moral

Página 2

Dedicado a J. M. Benet i Jornet

Introducción

La primera dificultad que surge a la hora de abordar este asunto proviene del batiburrillo semántico que se ha ido tejiendo en torno al concepto de “comedia”.

En los últimos tiempos, el término “comedia” se utiliza para designar lo que en inglés se llamaba stand up comedy, es decir, ese tipo de actuación o “monólogo cómico” en el que un intérprete o “humorista”, a veces con guion propio, otras ajeno, enlaza una serie de chistes u observaciones, por lo general relativos a temas cotidianos.

Por lo general, su “monólogo” se desarrolla tomando un punto de partida anecdótico (“pues venía yo en el autobús pensando en ese tipo de gente que…”, “¿os habéis fijado en que…?”) a partir del cual se dejan salir hilvanadas sus reflexiones irónicas, más o menos agudas o ingeniosas, basadas fundamentalmente en una clara complicidad con el público, casi siempre presente en el momento de la grabación (y, ojo, este aspecto, el de la complicidad, es clave en el tema del que vamos a hablar), entreverada de una cierta provocación, si bien en nuestro país el grado de provocación es, en general, mucho menor que en los países anglosajones.

Obsérvese que los términos “comedia, “monólogo” o “humorista” se utilizan de manera poco rigurosa cundo se habla de esta específica forma de expresión escénico-audiovisual. Durante este artículo, utilizaré el término “comedia” para referirme a la ficción cómica producida a partir de un texto previo e interpretada por actores y actrices. Y para aquellas comedias concebidas para ser emitidas por televisión, utilizaré el sensato término telecomedia, poco usado actualmente, pero que me parece bastante adecuado.

 

Los inicios: la primera televisión

La telecomedia tuvo presencia en la televisión pública (la única que existió hasta finales de la década de los 80) desde el principio: la primera serie producida por TVE, emitida apenas cuatro meses después de iniciarse las emisiones regulares, fue la telecomedia titulada Los TeleRodríguez (1957), protagonizada por María Fernanda D’Ocón (Fig. 1), dirigida por Mario Antolín y con guiones de Arturo Ruiz Castillo, que narraba la vida cotidiana de una familia y cómo esta se ve alterada con la llegada de la televisión (recordemos que este fue el punto de arranque de Cuéntame cómo pasó). Era (no podía ser de otra forma) un formato amable, costumbrista, acrítico, compuesto por capítulos de 25 minutos, siguiendo formalmente el patrón de la sitcom norteamericana que, con I love Lucy y otras, había impuesto un patrón formal que se siguió en todo el mundo. Una segunda comedia que también ayudó a asentar el género fue ¡Qué felices somos! (1958), escrita por José Mallorquí y protagonizada por Antonio Ozores, Elisa Montés y Tota Albá, también de temática familiar.

En un principio, y durante mucho tiempo, la televisión recurrió a escritores (y aquí el uso de masculino no es genérico) procedentes del teatro, la radio y otros medios. Se trataba de comedias cuyos guiones tenían una estructura muy teatral: largas escenas estáticas, basadas en el diálogo, rodadas en bloques largos en decorados y donde la realización se limitaba poco más que a pinchar sobre el rostro del personaje que tenía la palabra.

Poco después se incorporarían autores como Jaime de Armiñán, guionista procedente del teatro, con series cómicas como Galería de maridos (1959), Galería de esposas (1960), Mujeres solas (1960) y Chicas en la ciudad (1961) (Fig. 2). A mediados de la década de los sesenta, el género de la comedia se consagra en la producción nacional de la mano de dos autores también escritores y dramaturgos como fueron Álvaro de Laiglesia, discípulo de Miguel Mihura, y especialmente Víctor Ruiz Iriarte, figura clave que también contribuye de manera decisiva en el éxito de este formato para el público (Fig. 3).

Buceando en algunas excelentes páginas web de recuperación más o menos nostálgica (y encontrando que no siempre hay razón para la nostalgia), también (ya que vamos cumpliendo añitos) en la memoria, se pueden encontrar en los años 60 y 70 series firmadas por autores como Noel Clarasó (Escuela de matrimonios [1967], Tercero izquierda [1962-63]), Alfonso Paso (Fig. 4(Firmado Pérez [1963], Remite: Maribel [1970], El último café [1970-1972], Compañera te doy [1973], Si yo fuera rico [1973-1974]), y también Santiago Moncada y, después Antonio Mercero, que combina el humor con el melodrama en series como Crónicas de un pueblo (1971-74), Este señor de negro (inspirado en las caricaturas de Mingote) (1974-75), Verano azul (1981-82) y posteriormente, Turno de oficio, excelente serie de abogados. En medio, películas como La guerra de papá, Tobi o la célebre La cabina (1972), con guion de José Luis Garci, que obtuvo con su humor negrísimo un premio Emmy, además de otros títulos de diferente interés.

 

Años 80

Hasta los años 80, esta ficción humorística sigue muy impregnada de teatralidad. Ya en los 70 empiezan a rodarse en soporte cinematográfico series dramáticas, de acción y adaptaciones literarias, a veces con una producción bastante generosa y con notables resultados. Son producciones más cercanas al cine que a la televisión que conocíamos. La comedia, en cambio, sigue ligada al soporte video, al pequeño formato y a una cierta teatralidad que no ha acabado de asimilar los códigos más propios de la televisión: las excelentes comedias de situación anglosajonas de los 70, 80 y 90, a pesar de su parentesco con el teatro (muchas de ellas se rodaban con público presente: de ahí las risas, que para el doblaje se sustituían con las denostadas risas enlatadas), no apelaban a la experiencia teatral, sino que, a través de una realización rápida, y centrando la atención del espectador en las reacciones y en la psicología del personaje más que en el chiste, proponían un lenguaje distinto y más propiamente televisivo: no eran ni cine ni teatro.

Los contenidos de las telecomedias nacionales se van renovando y, sobre todo tras la llegada de la democracia, tratan de adecuarse a los cambios sociales y culturales del país. Los guiones tratan de explorar otro humor menos obvio, más adulto, más contenido y hasta cierto punto sofisticado. Las formas (tanto realización como, a menudo, interpretación), sin embargo, no acaban de evolucionar, lo que con frecuencia hace que el resultado pierda frescura y organicidad, sin alcanzar ese otro nivel de exigencia o sutileza al que aspiran.

Las sitcoms (fue en esa época cuando se empieza a popularizar el término), que, a finales de los 80 y principios de los 90 se ponen en marcha en TVE, que quiere pasar de las series de autor de las que se venía a las escritas por equipos, siguen acusando, a pesar de la intención de modernizar el formato y asimilarlo al estilo anglosajón, y en buena medida debido a los hábitos de los actores y la rutina en la dirección, esa teatralidad algo anticuada que contradice la intención de sus creadores. Como consecuencia, con frecuencia resultaban fallidas o algo pretenciosas.

A partir de los últimos 80 y los primeros 90, se incorporan a la profesión una serie de creadores que, aunque aún carecen casi por completo de formación reglada (prácticamente inexistente en esa época), proceden de otros medios y son en buena medida autodidactas, comparten una característica: han crecido viendo televisión, tienen interiorizados sus códigos, sus ritmos; es parte de su cultura: para bien o para mal, han pasado muchas horas de su vida pendientes de la pantalla del televisor. Es en esa época cuando comienzan su trayectoria guionistas como Joaquín Oristrell (Platos rotos [1985], Chicas de hoy en día, con Fernando Colomo [1991]), que modernizan considerablemente los contenidos (Fig. 5).