Gracias a una temporada en el teatro Calderón, la ópera había vuelto a Madrid en enero de 1940. Informaciones lo explicaba así: “Anoche recobró Madrid su fisonomía nocturna de gran ciudad perdida con la República. El espléndido espectáculo de la ópera en el Calderón unió los días presentes con la tradición señorial de la Villa, que se había hundido en la ordinariez y en el achabacanamiento en manos de los nuevos ricos del Frente Popular”. No resultaron satisfactorias tales representaciones a Federico Sopeña, crítico de Arriba, asistente a las ocho sesiones de abono: “Es el momento de hablar con serenidad --la falangista serenidad iracunda—. Una presentación “totalmente deficiente: decorados pobres, coros menguados y viejos, y, sobre todo, ausencia, con escasísimas excepciones --María Espinalt, Carlo Galeffi--, de este divismo que es esencial para estas obras”; “irrisoria pequeñez del escenario”; “sentido un poco verbenero del orientalismo”. Tampoco las representaciones operísticas del Círculo de Bellas Artes satisficieron a Sopeña: “Es preferible no hacer las cosas cuando estas han de salir mal necesariamente. Montar un espectáculo de ópera en el salón del Círculo de Bellas Artes es, simplemente, descabellado”. Muchos reparos ponía Sopeña a las representaciones: coros viejos, orquesta despistada, “intrascendentes cartones realistas bamboleantes como decorados” y un escenario demasiado pequeño. “A nosotros, como único comentario a este intento, solo se nos ocurre una frase: “¡Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo!”, se lamentaba. Volvía el crítico meses después con el mismo tema: “En Madrid no se puede hacer ópera mientras no existan unos coros, un cuerpo de baile y una orquesta adecuados”.

Una compañía alemana que representó obras de Richard Wagner visitó Barcelona. Para el lector de La Vanguardia no sería una novedad que las representaciones en el Gran Teatro del Liceo fueran, ante los ojos del crítico, tanto un acontecimiento musical como un hecho social. Por ejemplo, en una de esas crónicas el comentarista celebraba la presencia de muchachas puestas de largo recientemente, y en otras varias añadía a la crítica musical la nutrida lista de las personalidades más relevantes asistentes a la representación, las cuales, después de esta, se desplazarían al hotel Ritz.

Los aficionados al ballet disfrutaron, en Madrid y Barcelona, de un acontecimiento singular porque, por primera vez en su historia, según señalaba Benjamín en Ya, salía al completo de su sede el cuerpo coreográfico de la Ópera parisina. Sus representaciones merecieron unánimes elogios.