La España triunfadora tenía serias dificultades para olvidar el pasado reciente, como tuvo oportunidad de comprobar el músico Pablo Sorozábal, quien salió a saludar al público en un momento de la representación de La tabernera del puerto (libreto de Romero y Fernández Shaw), acaso pensando que no se recordaría su pasado como director de la Banda Municipal de Madrid en la etapa republicana. El caso es que, como testimonia la crónica de Madrid, “al iniciarse el tercer acto, parte de los espectadores, aquellos en cuya memoria se conservaba el recuerdo de pasadas actuaciones, protestaron de la presencia del maestro Sorozábal en el escenario para recoger los aplausos que generosamente se dedicaban a la obra; pero solo a la obra”. La información de Acorde (es decir, Víctor Ruiz Albéniz, a la sazón presidente de la Asociación de la Prensa) en Informaciones es, si cabe, más explícita: amén de ironizar sobre el hecho de que el libro debió de escribirse para una música, la de Sorozábal, escrita cuando este dirigía la Banda Municipal “durante la etapa ignominiosa”, porque se trataba de un “melodrama burdo, insustancial y con un diálogo lleno de ripios propios de niño de primer año de preceptiva que cree que hacer versos es… hacer churros”, mencionaba la salida a escena del músico, pensando este, dice “que todos los madrileños padecemos pérdida de memoria, cuando no es así, porque, por desgracia, hay muchas heridas de dolor profundo abiertas y sangrantes”. El mismo crítico (curiosa duplicidad), en Hoja del Lunes, sin mencionar de manera expresa el incidente, dejaba caer que el músico debiera haber sido más prudente: “provocó un movimiento reaccional de carácter serio, porque no todos los que en el teatro se encontraban se resignaban a declararse pacientes de la amnesia característica de los españoles. Un poquito, ya que no de pudor, de prudencia, no estaría mal a los que se acreditaron y se acreditan de nadar a gusto en todas las aguas y ¡saber guardar la ropa!”.

Las heridas en que todos pensaban afectaban profundamente a la historia particular de Pilar Millán Astray, cuyo estreno La meiga de Vilariños, comedia escrita durante su cautiverio en la guerra, fue saludado por la crítica con respeto no exento de distanciamiento. A. de Obregón, en Arriba, escribía lo siguiente a propósito del estreno, sin duda sin segundas intenciones: el público “al final de cada acto hizo objeto a la Sra. Millán Astray de un homenaje de simpatía y afecto, recordando su cautiverio”. A la autora, según recogía Informaciones, se le concedió, “como premio a su labor patriótica durante su largo cautiverio”, la Cruz de Beneficencia de Primera Clase.

De otro personaje de la nueva situación, José María Pemán, se repusieron en 1940 El divino impaciente y, más fugazmente, Cisneros, y se mantuvo en cartel La Santa Virreina, al mismo tiempo que se estrenó Ella no se mete en nada, obra que no impresionó a la crítica, para la que la comedia era, en palabras de Marqueríe en Informaciones, “ligera, suave e intrascendente”. La obra, escribía Acorde en Hoja del Lunes, “está bien” pero “no añade ni un vislumbre de destello a la aureola” del autor.

Este era, en fin, el nuevo tiempo en el que el pueblo de Esparraguera, según se relataba en Ya, podía representar otra vez, tras el paréntesis impuesto por quienes lo habían prohibido, el drama sacro La Pasión, muestra de piedad popular  que desde hacía quinientos años se ponía en escena en dicha localidad.