El espectáculo y la crítica

Grabación

Análisis crítico de La ternura
de Alfredo Sanzol

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Amor, que no perdona amar a amado alguno,
me prendó de placer de este tan fuertemente
que, como ves, aún no me abandona.

(Dante, Divina comedia).

Érase una vez dos jóvenes princesas, Rubí y Salmón, que fueron enviadas por el rey a desposarse con dos caballeros a un reino enemigo. A las princesas las acompañaba su madre, la reina maga Esmeralda, que odiaba intensamente a los hombres. Cuando se dirigían… En una isla desierta vivía el leñador Marrón, que odiaba hondamente a las mujeres. Huyendo de ellas se había refugiado en esa isla llevándose con él a sus hijos, los leñadores Verdemar y Azulcielo. Un día…

La Ternura es un cuento, no un cuentito. Un cuento próximo a la leyenda. Un cuento de hadas a la popular manera de Perrault, Grimm o Andersen y, al mismo tiempo, a la manera de Madame d’Aulnoy, cuyos cuentos iban destinados a los galantes franceses de la segunda mitad del XVII. Popular y selecto, del gallinero y de la platea. Es un cuento donde el autor, ávido de hacerse sentir, se convierte en rapsoda introduciéndose en él para contárnoslo en persona. Desde su gestación, La ternura tuvo unas ganas inmensas de vivir más allá del mito, del relato, de la leyenda, del cuento y hacerse carne. Con un deseo enorme de ser llevado a escena, el cuento se rebeló pirandelianamente contra su autor y tomó las tablas, aunque el creador no lo dejó emanciparse del todo.

La ternura es una obra dramática basada en un extenso y desarrollado cuento de hadas. Es un firme texto dramático sólidamente acrisolado en una acción; desarrollado en una trama con un manifiesto y determinado fin; un texto que se conduce por continuos nudos y giros sorprendentes, causantes de nuevas expectativas; con personajes vivos, muy vivos, que obran como roles y sienten y padecen arrebatadas pasiones como personajes de mucha carne y duro hueso; escrito en un estilo culto y prosaico, según convenga a la situación y al estado de los personajes; que elige un género, el cómico, corolario de un marivaudage doblegado a un barroco, endiabladamente barroquista.

La ternura es una fábula preñada de teatralidad que nos conecta con nuestro pasado mítico a través de la leyenda y nos proyecta hacia un futuro cierto en la nave de la comicidad con velocidad de crucero. (¡Abróchense los cinturones!). Que nos anima, nos esperanza a la conquista, a la reconquista, a la superación de, a rebelarnos contra, a través de un cielo paroxístico lleno de turbulencias hasta llegar a la pista de aterrizaje sobre la que descendemos mareados y en la que se nos regala una lección moral, instructora y seductora, correctora de defectos y ausente de toda doctrina y ñoñería. Un canto a la vida enamorada y… tierna.

Entre otras tantísimas virtudes, el atractivo de La ternura reside en que el autor elige la forma correcta para vertebrar la enormidad legendaria del cuento (con su consiguiente moral): la forma cerrada o “aquella que produce una imagen cercada por sus propios límites que en todo momento se refiere a sí misma” (Klotz, 1999); también denominado paradigma de obra máquina (Vinaver, 1993). Desde la voz en off del comienzo, La ternura avanza de manera orgánica –delirante pero armónica– a través del feliz encadenamiento de sus veinte escenas hasta llegar a un cierre bien enlazado, consecuencia de una firme disposición lógica en la sucesión de acontecimientos; si bien, segmentada en la apariencia externa a la manera de cuadros tipificados gráficamente en números romanos. La organización de sus secciones-escenas queda sometida a un orden estrictamente causal, donde lo mágico defiende con uñas y dientes lo imposible creíble, y a una temporalidad lineal y progresiva, con pequeñas elipsis debidas a los cambios espaciales y a algún pequeño salto temporal. Tal sometimiento persigue y consigue un conjunto que se remata en sí mismo, pues incluso aquello que queda fuera de la trama, del aquí y del ahora, queda integrado perfectamente a partir de las relaciones de sus personajes; relaciones de cuidada y nítida elocuencia.

EL LEÑADOR MARRÓN.– Hijos, celebremos que hoy hace veinte años sin mujeres en esta isla solitaria. No os podéis imaginar la alegría tan grande que siento al veros así de bien. Qué pasen otros veinte años sin mujeres, y otros veinte, y otros veinte: Hemos vivido felices sin las voces agudas, Los cambios de humor. Las preguntas incomprensibles. Las largas peroratas. Y los llantos súbitos. (…)

Los elementos estructurales –actuantes, discursivos, temporales, espaciales…– se amalgaman en todo momento mirando al todo y guiados por la idea rectora del mensaje: “la imposibilidad de protegernos del dolor en las relaciones amorosas y de la importancia que tiene la ternura en la vida del ser humano” (Sanzol). La vertebración de la acción avanza desde un clarísimo incidente desencadenante de orden mágico –el hundimiento de las naves de la Armada Invencible provocado por las artes hechiceras de la reina–, atraviesa diversos nudos dramáticos (Lavandier, 2010) que conminan a actuar y a seguir actuando –obtener de víveres, trasmutar de sexo, convencer, mentir, fingir, huir…– y que culminan en un clímax y resolución… fingida. Parece que llegamos al fin, pero no es así. La acción no concluiría sin una respuesta dramática clara. La acción exige un puerto, seguir la singladura hasta un final-final. En La ternura, la derrota de los propósitos de los personajes mayores no hace sino congratularnos con el universo pasional (pero razonable) y su feliz lógica, nos hace confiar en que vivimos en un orden universal donde hay esperanza, fundado por amor; un mundo regido por los enemigos del querer pero en el que, finalmente, la ternura triunfa. ¿Cuantísimas comedias no finalizan en presente o prometido himeneo? Es el final respetuoso con el género, desde el Dyskolos de Menandro hasta El graduado de Mike Nichols.

Según palabras del propio autor, La ternura es una comedia romántica de aventuras. Es romántica, pues ya desde la promesa del título se nos pone en la pista de que aquello que vamos a presenciar va a girar alrededor de una profunda sentimentalidad, tema sobre el que Sanzol se había extendido holgadamente en su texto La respiración (Premio Nacional de Literatura Dramática 2017). Es de aventuras, dado que su acción se desarrolla a base de conflictos y peripecias en un marco exótico (una isla dizque utópica) y en un tiempo lejano e histórico, perfectamente datado en el año 1588. Es comedia, ya que contiene lo cómico, esa categoría estética referida a aquello que se sale de lo normativo, lo que es apreciado como ridículo, que provoca risa y que da cuenta de nuestras limitaciones pero que también nos dice que, pese a las calamidades, la vida merece la pena ser vivida (Alonso de Santos, 2007).

Como comedia, el texto-espectáculo desarrolla un sinfín de maniobras y técnicas, más sentidas que planeadas, pues la obra expira una comicidad orgánica y organizada, resultado de una “artificiosa” laboriosidad asimilada en profusas digestiones y siestas. Sanzol abre su humorismo tanto a las situaciones y a los caracteres como al discurso hablado: saca a tres nobles damas aquejadas de misandria de su contexto y las instala en el sitio menos apropiado, un espacio dominado por la misoginia; crea tres personajes profundamente marcados por una perspectiva cómica y los opone a su exacto contrario; y carga las réplicas con respuestas salvajemente inadecuadas. (Vorhaus, 2005).

VERDEMAR-ESMERALDA.– Yo los tengo gordos. Por eso me los estrujo. Porque los tengo gordos como dos tordos.

EL LEÑADOR MARRÓN.– (Se le pone cara de asombro y rechazo. ) ¿Los tengo gordos como dos tordos? Por el amor del cielo. ¡Qué desagradable. ¡Qué horror! ¿Qué te pasa? ¿Qué manera de hablar es esa, hijo? Los tengo gordos como dos tordos. ¡Qué horror! ¿Cuándo hemos hablado nosotros así?

VERDEMAR-ESMERALDA.– ¿Nunca?

EL LEÑADOR MARRÓN.– ¡Nunca! Gordos como dos tordos. ¡Qué asco! Sin duda, la compañía de esos soldados no es una buena influencia para vosotros.

Como instrumento del humor, La ternura no olvida emplear la sátira y, a través de ella, rinde homenaje a Molière, maestro de la comedia de caracteres, profundamente desdeñoso con la profesión médica:

LA REINA ESMERALDA.– ¿Realmente sois médico? Si me respondéis que “sí” me inquietaré tanto como si me respondéis “no”. La experiencia me dice que a la enfermedad y a la medicina le ocurre lo mismo que al huevo y la gallina. Nunca se sabe cuál es el primero.