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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.3 · HACIA UNA TRAGEDIA FELIZ: BUERO VALLEJO


Por Javier Huerta Calvo
 

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Una tragedia de la felicidad

Parodiando a Evréinov y su comedia de la felicidad, de tanto influjo en el teatro poético de Alejandro Casona, la de Buero podría ser una tragedia de la felicidad. En cierta ocasión escribió:

Algún día, con mejores pertrechos que esta vez si me es posible, intentaré escribir una obra a la que poder subtitular rotundamente: tragedia feliz (1952a, p. 366).

Es un propósito nunca logrado, claro está. Es evidente, incluso, que ‒al igual que en el caso recién comentado de Valle‒ la teoría bueriana se da de bruces con la realidad de las obras, muchas de las cuales nos dejan un regusto más amargo que dulce. Las palabras en la arena termina con el sacrificio de la adúltera, es decir, sin posibilidad conciliadora alguna, y con la bandera del fatalismo ondeando en escena, como nos indica sin lugar a dudas la didascalia final:

La sierva se arrodilla también, gimiendo. Los demás se incorporan con los ojos espantados, y el Destino pone su temblor en el grupo antiguo que rodea al hombre vencido.

La sensación que nos deja el desenlace de Historia de una escalera no es menos desazonadora, por mucha ilusión que vaya contenida en el diálogo final de los hijos de los protagonistas, que de ninguna manera quieren repetir los errores de sus padres. Ya advertía José María de Quinto que había “algo en esta tragedia de lo cotidiano que nos sobrecoge y angustia. Sentimos, a lo largo del paso del tiempo, la inutilidad de la vida, y nos desesperamos, nos desconsolamos, al ver cómo los proyectos e ilusiones de los hombres son finalmente devorados” (1962, p. 96). Dudo mucho que el truco de los experimentadores que nos hablan desde un maravilloso futuro utópico, donde las guerras no existen, pueda borrar en el espectador la trágica peripecia del Padre sacrificando a su hijo pródigo en El tragaluz [Fig. 11]. La imagen del Goya que, acosado por las turbas absolutistas, ha de hacer las maletas para el exilio no es tampoco muy esperanzadora. Y así podríamos seguir.

Pero por encima de las impresiones que, en cada espectador, puedan dejarnos estos finales, está la creencia firme en la tragedia como un teatro de pensamiento. Como escribía Ortega a propósito de las novelas de Baroja, en las que predomina la acción, la acción está también en el pensamiento, y Buero con sus tragedias brindó encomiables espacios de meditación, basados en la dialéctica progresiva de la tragedia. Para Buero tragedia y progreso, en el sentido más radical de la palabra, van unidos. Son muchas las ocasiones en las que interpela a la juventud del momento para que se fije en el exemplum trágico y extraiga de él las consecuencias más evidentes para seguir adelante en el camino de la vida:

Es, pues, el género trágico un género progresivo. Basado, como el progreso, en la crítica y en la duda. Si a veces llega a afirmaciones casi absolutas, y otras en cambio nos ofrece la negativa presentación de un conflicto sin salida aparente, unas y otras aciertan a mantener vitales preguntas sobre nuestros problemas esenciales que pueden ayudar a replantearlos con creciente lucidez (1958a, p. 614).

Y años después:

La tragedia es, en suma, un medio-estético-de conocimiento, de exploración del hombre; la cual difícilmente logrará alcanzar sus más hondos estratos si no se verifica precisamente en el marco de lo trágico. Pues la tragedia es la que pone verdaderamente a prueba a los hombres y la que nos da su medida total: la de su miseria, pero también la de su grandeza (1963, p. 703).

Para Hertmans, “nuestro tiempo es trágico pero no tragédico” (2007, p. 246). La obra de Buero, cuya ejemplaridad crece con el paso de los años, nos demostró que una tragedia optimista es posible: “antigua o moderna, con héroe de coturno o grises protagonistas actuales, [la tragedia] nos da el gran toque de alarma, entre patético y racional, que necesitamos para meditar en la trascendencia que la vida pueda esconder” (1951b, p. 330).

 

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