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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.3 · HACIA UNA TRAGEDIA FELIZ: BUERO VALLEJO


Por Javier Huerta Calvo
 

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En cierto modo, la tragedia de Buero, tan ajena a cualquier propósito confesional, está muy próxima al modelo cristiano, en el que la esperanza, por supuesto no en tanto virtud teologal sino como uno de los grandes valores que definen al ser humano, está siempre presente. E, incluso, aun siendo el suyo un acercamiento secular, de vez en vez penetra el rayo de lo misterioso e, incluso, de lo religioso, en el sentido zubiriano del término. Así sucede en una de sus piezas primeras, una de las pocas a las que bautiza sin complejos como tragedia. Me refiero a Las palabras en la arena, basada en el conocido pasaje evangélico de la mujer adúltera (Juan, 8: 9-11). En la obrita de Buero el protagonista lucha contra el destino que le ha señalado Jesús, aunque nada lo desvía del fatum, pues que al final termina matando a su mujer, al descubrir que le es infiel. Para Buero, “el Evangelio es revelador y valeroso” en el tratamiento de un tema tan escabroso como el del adulterio, tan dable a la caricatura y el esperpento (pensemos en Divinas palabras, por ejemplo). Y esta admiración de Buero acaba con el siguiente desidératum: “hagamos en el más revelador y valeroso sentido de la palabra, un teatro evangélico” (1952c, p. 352). Las palabras en la arena sería, para nuestro autor, “la tragedia de aquella hipócrita y decadente sociedad romanojudaica, pervertida hasta el tuétano de los huesos, ante las luminosas e implacables palabras de la nueva moral cristiana” (1952c, p. 351) [Fig. 10]. Y es esta una clave que, aun no demasiado estudiada, encontramos en toda la trayectoria de Buero Vallejo, aunque quizá sea en Llegada de los dioses (1971) donde quede mejor evidenciada a través de la iconografía, pues el padre del protagonista, después de haberse dedicado a pintar muchos dioses griegos, acaba pintando un Cristo, con el cual parece querer conjurar su ominoso pasado de militar torturador.

Una frase de Miqueas resume el conflicto de Historia de una escalera: “Porque el hijo deshonra al padre, la hija se levanta contra la madre, la nuera contra su suegra: y los enemigos del hombre son los de su casa” (Miqueas, VII, 6). Y, en fin, recordemos también que una frase del mismo Evangelio de Juan preside En la ardiente oscuridad: “Y a luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la comprendieron”. Por lo demás, si algún sentimiento cristiano alienta en el teatro de Buero Vallejo, no le viene, como es natural, de un presunto cristianismo devocional sino del inconformista y agónico de Unamuno, tal como sugiere el profesor Sobejano (2003) en relación con Las palabras en la arena, El terror inmóvil, Hoy es fiesta y Las cartas boca abajo. Tal concepción existencialista de la tragedia se encuentra ya en Kierkegaard, para quien “lo trágico contiene en sí una dulzura infinita”, algo que el filosofo danés relaciona con el sentimiento religioso: “lo trágico es para la vida humana algo así como lo que, en su orden, representan para la misma la gracia y la misericordia divinas” (1969, p. 23).

La cuestión religiosa en la posguerra española está aún pendiente de análisis riguroso y objetivo. Hablo de lo religioso en tanto problema y, por consiguiente, en su calidad de hecho angustioso o agónico; un fenómeno que afecta, sobre todo, a la poesía ‒Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Vicente Gaos, Blas de Otero, José María Valverde‒ y que adquiere visos trágicos en casos de conversión religiosa sobrevenida a consecuencia de la Guerra Civil, como nos enseñan las peripecias del filósofo Manuel García Morente o del poeta Leopoldo Panero, cuyo recorrido fue desde el ateísmo y el agnosticismo a la ferviente confesionalidad. El de Buero Vallejo es, sin duda, un caso más matizable, pero no hay duda de que los acontecimientos de la contienda supusieron un cambio espiritual indudable en su vida.

A la manera goldmanniana, podríamos decir que en la tragedia bueriana está presente también el “Dieu caché” del jansenista Racine (Goldmann, 1956). El siempre perspicaz Alfredo Marqueríe apuntaba esta presencia de lo divino a propósito de Hoy es fiesta:

Cierto que en el diálogo de Buero no suena ni una vez la palabra “Dios”, ni tampoco sale a escena ningún sacerdote. Pero nadie se asombre si decimos que la entraña de Hoy es fiesta es absolutamente religioso. Y que ese “misterioso destino” del que nos habla al final el protagonista en su dolorido monólogo, y la ilusión de ser oído desde el “más allá”, desde la otra vida, por su esposa muerta y de ser también perdonado por ella; y la lección de fervor esperanzado que da por encima de sus ingenuas supercherías una pobre echadora de cartas, y el ansia de los desheredados por hallar algo más que la fortuna material de un premio de la lotería, una luz alegre ‒como la del día de fiesta‒, que alumbre espiritualmente sus vidas, están pregonando la preocupación metafísica del autor y de su producción escénica (Marqueríe, 1956).

En su fundamental y, a mi juicio, aún no superado estudio sobre el teatro bueriano, Ricardo Doménech no soslaya estos aspectos siempre problemáticos al tratar la obra de un autor de “izquierdas”. Cree este buen crítico que lo sagrado termina aflorando siempre en la verdadera tragedia: “Es impensable una tragedia sin dioses, o dicho más rigurosamente, una tragedia que no dé cuenta de una relación conflictiva entre el hombre y su Dios” (Doménech, 1973, p. 283). Naturalmente, este no es un Dios de certezas sino un “Dios incierto, equívoco y paradójico” (p. 289). En el diálogo entre la Voz y Juanito, en Irene o el tesoro, Doménech examina con lucidez la escisión ideológica que se produce en Buero tras la experiencia de la guerra, la condena a muerte y la cárcel; una experiencia que lo vuelve más receloso y escéptico respecto de la ideología más o menos marxista que hasta entonces había sostenido, como miembro que fue del Partido Comunista. En este sentido, “el acceso a la visión trágica vendría a ser así la elección de la única alternativa para no caer en la sima del nihilismo o del cinismo, de la desesperación o del silencio” (Doménech, 1973, p. 299). La tragedia bueriana respondería perfectamente a esa suerte de “teodicea secular” con que Eagleton define la tragedia en general y que no sería sino un intento de recuperar ese aliento religioso de la tragedia que a los espectadores de hoy nos resulta difícil descubrir, pues ‒como explica María Zambrano‒ era en sus orígenes “un oficio religioso de una religión difícil de reconocer para nosotros los occidentales que hemos conocido la tragedia griega como un texto ‘literario’; porque es extraño que un oficio religioso alcance valor independiente, como poesía válida para todos los tiempos” (Zambrano, 1955, p. 221).

Sin necesidad de entrar en el ámbito de lo confesional, Buero entronca con una noble tradición de la Modernidad que, partiendo de Dostoyevski, llega a Camus y su teoría optimista del absurdo, fundamentada en un concepto también positivo de lo trágico. Según el autor de La peste, el sentido trágico de la vida no sería irreconciliable con la esperanza, como nos enseñan los clásicos:

Esquilo, que permanece cerca de los orígenes religiosos y dionisíacos de la tragedia, acordaba el perdón a Prometeo en el último término de su trilogía; las Euménides sucedían a las Erinias. Pero en Sófocles el equilibrio es casi siempre absoluto; y en esto es el más grande trágico de todos los tiempos. Eurípides desequilibrará al contrario la balanza trágica en el sentido del individuo y de la psicología. Anuncia así el drama individualista, es decir, la decadencia de la tragedia (Camus, 1955, p. 117).

Pero decadencia no quiere decir muerte, y Camus se entretiene en analizar el desarrollo del género trágico en el segundo gran sistema teatral de la historia, la Edad de Oro7. Shakespeare se mantiene próximo al misterio irracional de la tragedia primitiva; Racine, en cambio, la somete a un estricto racionalismo, y Lope y Calderón llevan lo trágico al límite, para acogerse finalmente a la solución cristiana. Pero el sentido camusiano de la tragedia es muy similar al de Buero, cuyos personajes hacen buena la conclusión a la que llega el autor de El mito de Sísifo: “Vivir lo trágico es vivir según la verdad humana y universal y ayudar con ello a todos” (en Cassagne, 2013, p. 8). La tragedia ha de vencer el nihilismo, como propugnaba Dostoyevski en su gran novela trágica Los demonios o Los poseídos, adaptada para la escena por Camus, como“una visión de religiosidad, purificación y esperanza trágicas” (en Cassagne, 2013, p. 139).

Así pues, lo trágico y lo absurdo de la vida no debe conducirnos al desengaño sino todo lo contrario. Como había señalado Jaspers, “lo trágico se manifiesta en la lucha, la victoria, la derrota y la culpa”, y termina siendo la expresión de “la grandeza del hombre en el fracaso” (1948, p. 59). Dicho de otra manera más nietzscheana, “la tragedia muestra la grandeza del hombre más allá del bien y del mal” (p. 68). Los héroes buerianos de personalidad más indomable ‒Ignacio, Esquilache, David, Mario, Goya‒ son camusianamente rebeldes, esto es, trágicamente ejemplares, pues que señalan a los espectadores que solo esa lucha, aunque conduzca al fracaso, puede redimir al ser humano. Contradicción, paradoja, absurdo. Al escribir sobre Hoy es fiesta la definía Buero como “una obra donde se expone el carácter irónico, dudoso, con frecuencia inalcanzable, de la esperanza”, para reconocer que “esto carece de lógica”, pero que “el arte, y la vida que refleja, están por encima del principio de contradicción” (Buero Vallejo, 1957b, p. 415).

El hombre rebelde sería el hombre trágico por antonomasia, y el pesimismo trágico, “la única fuente del goce”, mientras que la comedia sería un signo de decadencia y pérdida del instinto vital (Rosset, 2003, p. 79). A propósito de su pieza de título más nietzscheano ‒Hoy es fiesta‒,Buero ve en el modo trágico algo “totalmente alejado del agotamiento y la desvitalización pesimista que denuncian hoy tantas carcajadas, tanto desenfrenado aturdimiento, tanto tema disfrazado de ligereza” (1957b, p. 412). De ahí las precauciones que Buero tuvo siempre ante lo cómico, lo irónico y lo grotesco, como elementos distanciadores, deshumanizadores y desacralizadores de lo trágico. En Buero encontramos, en este sentido, una de las primeras críticas totalizadoras al relativismo posmoderno:

Las tragedias se han hecho imposibles porque nuestro razonamiento ha pasado de ser sagrado a ser irónico: podemos relativizar, consideramos un acontecimiento trágico como una evolución de la que son culpables los hombres, no como una fatalidad superior. Razonamos horizontal y cabalísticamente, no vertical y sagradamente. Creemos con firmeza en la relativización de la verdad; esa es nuestra actividad antisacral (Hertmans, 2007, p. 246).

En realidad, este viento irónico y burlesco sobre la tragedia soplaba ya en los primeros años del siglo xx, y tenía en el esperpento de Valle-Inclán una de sus más cumplidas realizaciones. Sin embargo, Buero, al que no agradaba el registro grotesco, encontraba en el esperpento matices que no siempre se compadecían con la mirada desde el aire, que Valle había señalado como la propia del género por él creado. Para Buero, en los esperpentos de Valle, sobre todo en Luces de bohemia y en Martes de carnaval, nunca falta el “soplo trágico”:

Por estos y otros perfiles, que nos descubren la verdad del hombre recóndito situado a nuestra misma altura o por encima de nosotros, consigue Valle-Inclán que sus esperpentos no se queden reducidos a farsas ligeras y que culminen en verdaderas tragicomedias. Que sean, por tanto, si nos atenemos a su último sentido, versiones trágicas de la realidad (1972, p. 204)

Se comprende, por ello, que al autor de El concierto de San Ovidio no le gustasen las puestas en escena de los esperpentos que desconsideraban esta mirada compasiva con que, a veces, Valle contemplaba a sus criaturas, el Preso y la Madre, por ejemplo, en Luces de bohemia, o la niña en Los cuernos de don Friolera. Y que tampoco fuera de su agrado la deriva esperpéntica que tomó la escena española en el tardofranquismo y aun después, con el auge de los grupos de teatro independiente. Este diálogo de Llegada de los dioses (1971) no está lejano de esa intención:

Verónica.‒ La risa y la sátira son duras, pero saludables… Algunos han sabido mirar de ese modo. Pocos, porque es una mirada difícil… Es la mirada del desengaño. Pero, de repente, todos los jovencitos bien alimentados se han puesto a mirar así.
Julio.‒ ¡Es nuestra mirada!
Verónica.‒ Es una moda. Para probarse a sí mismos la coartada revolucionaria. Despreciando a los burgueses, ya no son burgueses; mirándolos como a gusanos diminutos, ellos son bellos, altos y conscientes… Dioses que, a falta de un Juez divino, juzgan entre risas a esos insectos y les preparan su infierno.



7 “L’homme d’aujourd’hui qui crie sa révolte en sachant que cette révolte a des limites, qui exige la liberté et subit la necessité, cet homme contradictoire, déchiré, désormais conscient de l’ambigüité de l’homme et de son histoire, cet homme est l’homme tragique par excellence” (Camus, 1995, p. 1709).

 

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