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4. EFEMÉRIDE

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4.1 · LA MALQUERIDA, CIEN AÑOS DESPUÉS


Por Virtudes Serrano
 

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La Malquerida, una de las pocas piezas del teatro benaventino que se localizan en espacios no urbanos, se encuentra dentro del que puede calificarse el mejor teatro de su autor1. Se estrenó, con enorme expectación y éxito clamoroso, en el Teatro de la Princesa de Madrid, el 12 de diciembre de 1913, y representaron los papeles principales (Raimunda y Esteban) María Guerrero, a quien Benavente dedicó el texto, y Fernando Díaz de Mendoza; ambos fueron alabados sin reservas por la crítica [fig. 1]. De la actriz se afirmaba, tras calificarla de “estupenda, única, incomparable”, que “no hay, serían pálidos, cuantos adjetivos estampásemos aquí”; y del actor se decía que había “representado uno de los mejores papeles de su gloriosa carrera”. La apoteosis se produjo a pesar de que, según refiere José Montero Alonso (1967, 222), la impresión de los intérpretes durante los ensayos “no es muy favorable en cuanto al éxito que la comedia pueda alcanzar” por el “tono áspero y fuerte, no muy adecuado al aristocrático público de la Princesa, que prefiere suavidades y elegancias, discreteos y refinamientos, lujosos salones y trajes de soirée”. La pieza se apartaba sustancialmente de lo que se ha dado en llamar “comedia benaventina”, cuyo ejemplo podría ser Rosas de otoño, para adentrarse en el territorio de un género considerado menor, el drama rural, que en La Malquerida trasciende y conduce al territorio de la tragedia y ello se produce sin que la obra se aparte de los principales formantes del género tal como lo codificó Mariano de Paco (1971-1972 y Benavente, 1992) y han estudiado José Carlos Mainer (1968) y Felipe Pedraza (2011).

En efecto, en este drama se observa la tipología de personajes del mundo agrario, colocados en situaciones límite, afectados por graves conflictos de honra y de sentimientos, que desarrollan su peripecia ante un público burgués, ávido de encontrar en el teatro la emoción de lo que le es ajeno. Son criaturas escénicas de profunda tradición en el teatro español desde que los dramaturgos del Siglo de Oro infundieran en ellas el sentido del honor que hasta entonces solo el noble poseía. En muchos de los dramas rurales de los siglos XIX y XX, el conflicto nace del atropello que se lleva a cabo cuando una clase social poderosa intenta mantener sus privilegios o imponer sus exigencias sobre los que considera inferiores y, por tanto, obligados al sometimiento. En La Malquerida no es la clase social lo que determina las condiciones del conflicto pero sí lo son el sentido del honor y la dignidad, constituyentes muy particulares del personaje de Raimunda, protagonista y heroína de la historia.

De igual manera, se encuentran presentes los irreprimibles impulsos amorosos hacia sujetos prohibidos. La maledicencia del medio, expresada por la voz popular, desencadenante de la catástrofe; la necesidad de limpiar el baldón o el instinto de venganza dan origen a finales cruentos, en la mayor parte de los casos. A estos elementos de estructuración de la trama es preciso unir el carácter definitorio que posee el registro lingüístico que los autores ponen en boca de sus personajes y las localizaciones espaciales donde ubican los conflictos. Ha de recordarse al respecto que en el origen de esta modalidad teatral se halla el costumbrismo regional de finales del siglo XIX, aunque sus rasgos argumentales más extremos procedan del naturalismo y el concepto del honor del villano se remonte a la tradición aurisecular2. Aunque la apariencia dialectal no resulta ser en ocasiones más que un habla de laboratorio, plagada de caracteres propios de un registro vulgar, la presencia de registros lingüísticos tipificadores es uno de los rasgos específicos de estas piezas, excepción hecha de las estilizaciones realizadas por Valle-Inclán y por Federico García Lorca3.

Las marcas generales que se pueden establecer en la expresión oral de los personajes son válidas para la obra que ahora nos ocupa; en ella se utiliza un habla elaborada artificialmente a base de la alternancia de formas diversas de representar la fonética de un término. Otros rasgos que se aprecian son el cambio de timbre de las vocales átonas; la reducción de los diptongos o la diptongación indebida; la simplificación de los grupos consonánticos; la pérdida de consonantes líquidas; la desaparición de consonantes iniciales y finales o las abundantes contracciones. Desde el punto de vista gramatical, es típico el uso del infinitivo con valor imperativo; hay arbitrarias concordancias entre sujeto y verbo; se mantienen arcaísmos verbales como vulgarismos; se da un uso incorrecto de preposiciones en perífrasis verbales, o se lleva a cabo la utilización de las mismas de forma impropia en castellano; son características habituales la presencia de laísmos y la anteposición del artículo determinado al nombre propio.

En el nivel léxico-semántico, destaca un vocabulario coloquial o familiar; abundan las frases hechas, intensificadas en su significado por múltiples recursos expresivos, como la redundancia, la metaforización, la perífrasis; y es característico el uso de refranes. El empleo que de ellos hacen algunos personajes se convierte en rasgo caracterizador cuando ofrece datos sobre su ingenio o su talento innatos, o son el signo que los identifica como descendientes de otras criaturas escénicas y literarias. A pesar de todos sus desequilibrios, el habla fluye contenida, casi natural, aunque en La Malquerida bien podría prescindirse de su peculiaridad, dada la solidez de la pieza4.

 

La Malquerida

La obra muestra la historia de una pasión ilícita (la de Esteban y Acacia, su hijastra) y sus consecuencias. Pero el eje temático, lo que le concede la sustancia trágica, es la búsqueda de la verdad emprendida por Raimunda, madre de Acacia y esposa de Esteban, para esclarecer la muerte de Faustino, cuando acababa de prometerse con Acacia. El descubrimiento de las causas ocasiona la catástrofe. El tema clásico de la infausta relación entre Hipólito y su madrastra Fedra reside en el subtexto de esta pieza, aunque, como se sabe, se ha producido un desplazamiento de las personalidades afectadas, al ser el padrastro el que hace objeto de su deseo a la hija de su mujer5. Diversos elementos de la tragedia euripidea que conforman el drama benaventino se alteran también en función de época y subgénero; por ejemplo, el designio de la enojada Venus, por el que enloquece de amor prohibido la heroína clásica, lo explica ahora Raimunda porque “los muertos no se van de con nosotros, […] que andan día y noche alrededor de los que han querío y de los que han odiao en vida”, refiriéndose a una voluntad ultraterrena, procedente del espíritu de su primer marido. Por su parte, Juliana, más apegada a la tierra, e inmersa en una visión del mundo que tiende a exculpar al varón, lo interpreta como algo causado por la actitud de Acacia: “Pué que si ella ende pequeña le hubiea tomao cariño y él se hubiea hecho a mirarla como hija suya no hubiea llegao a lo que ha llegao”6. La presencia de la diosa, que explica los sucesos como producto de su voluntad, configura la tragedia de los mortales en el mundo clásico como resultado de un destino superior. La necesidad de ofrecer otros motivos causantes del hecho provocador de la catástrofe en el drama contemporáneo no elimina los términos trágicos sino que es preciso contemplarlos desde diferente perspectiva.

Juan Villegas (1967, 427) estudia la estructura del drama y aprecia la relación existente entre La Malquerida y Edipo rey a partir del momento en el que Raimunda se empeña en descubrir al culpable del asesinato: “Desde que asume la función investigadora la técnica de La Malquerida entronca con la de la famosa tragedia de Esquilo: descubrir el fondo oculto conduce al aniquilamiento”. Incluso apunta la relación entre Tiresias y Norberto, porque este ayuda a desentrañar el misterio “pero se esfuerza en oscurecer sus propias palabras”.

La pieza benaventina no solo establece la intertextualidad con las tragedias clásicas, ella misma está construida bajo especie trágica en sus formantes internos. En el proceso dramático, el personaje de Raimunda soporta la metabolé o cambio de destino desde la felicidad de su plácida existencia hasta el final catastrófico con que se produce su desenlace. El deseo de llegar a la verdad, motor del los sucesivos descubrimientos (anagnórisis), será la causa de su daño, como ella misma deja ver cuando exclama “¡Quién pudiea seguir tan ciega!” (Acto Segundo, Escena V). El desenlace produce la catarsis o expiación por el horror ante las consecuencias de las actuaciones humanas torcidas. La ironía trágica, que se cierne constantemente sobre el personaje ignorante de su sino, se aprecia en sus comentarios hacia las actuaciones del Rubio. En cuanto al motor de esta tragedia, reside en el impulso pasional que mueve a los personajes, tan superior a ellos que refrenarlo les resulta imposible y actúa como el destino; así le sucede a Acacia en el momento de su reconocimiento y, al no hacerlo, se somete a un designio ineludible. Otros elementos de la composición trágica, como la presencia de unas voces que proceden del exterior y que presentan indicios de lo que sucede o informan de la verdad, cumpliendo la misión del coro, se perciben en los comentarios que dejan traslucir Juliana o Bernabé, en las explicaciones de Norberto y, sobre todo, en la canción popular:

El que quiere a la del Soto,
tié pena de la vida.
Por quererla quien la quiere
le dicen la Malquerida.

Benavente no sigue al pie de la letra las fuentes argumentales clásicas, sino que da un giro a su historia para colocar al frente de ella a las mujeres y, ante todas, a Raimunda, trasunto femenino del engañado Teseo. Ella, frente a lo que sucede en el texto griego con el héroe, adquiere el valor de protagonista, que por asimilación del canon clásico habría correspondido a Esteban, quien cumple en el drama benaventino las funciones de Fedra. Pero hay un dato aún más significativo; su conocimiento de lo ocurrido no la lleva a la venganza ciega, como al padre de Hipólito, sino a la defensa de su hija por encima de todo, aun habiendo llegado, en la evolución dramática de su pensamiento, a suponer en ella culpabilidad, al menos indirecta. Es, pues, la madre y el concepto de maternidad lo que más interesa destacar al dramaturgo. Raimunda tiene ocasión de mostrar en escena la fuerza ante el atropello, la ternura por el marido derrotado y, sobre todo, su resuelta inclinación a defender lo que considera más suyo, su hija. Por ello, al término de la pieza, pese al indudable “sabor de época” que rezuma la plegaria final, la actitud de Raimunda posee una total coherencia en la construcción dramatúrgica del personaje, que, con su actuación última, convierte en verdaderas las afirmaciones que lanza, llevada de un primer impulso, al concluir el Acto Segundo: “Pa guardar a mi hija me basto yo sola contra ti y contra tóos los asesinos que tú pagues”. Eso es lo que hace al colocarse frente a Esteban para evitar su huida con Acacia, y en sus últimas palabras da por cumplida su promesa: “¡Ese hombre ya no podrá nada contra ti! ¡Estás salva!”7.

No es necesario insistir, por ser así unánimemente admitido desde su estreno en 1913, en que esta pieza es un prodigio de construcción dramatúrgica; no obstante, sí nos detendremos a analizar algunos de los formantes de su compleja estructura menos atendidos por la crítica. Como se ha indicado, en la obra se lleva a cabo un proceso de desvelamiento de la verdad, conducido por Raimunda; pero, hasta llegar a ella, cada personaje, menos aquellos que conocen realmente los hechos, presenta una versión propia de los mismos. Tales conjeturas caen sobre el espectador, que recorrerá con Raimunda, hasta la Escena V del Acto Segundo, el camino hacia la anagnórisis. Esa estructura perspectivística, fruto de las múltiples miradas con distintas interpretaciones, actúa como un “engaño a los ojos” para quienes tienen delante, sin verlas, la auténtica raíz del conflicto y la causa del alejamiento de Norberto y de la muerte de Faustino. El receptor no informado participará del punto de vista de Raimunda, el personaje conductor, y con ella irá conociendo y reconociendo la verdad encubierta. Ya en la Escena I del Acto Primero, Fidela, que asiste a la petición de mano de Acacia y al anuncio de su próxima boda con Faustino, comenta: “Y a mí que no hay quien me quite de la cabeza que tu hija y a quien quiere y es a su primo”. La voz de este personaje transmite lo que en el exterior se comenta: “Que no van descaminados los que dicen que tú no quieres a Faustino, que al que tú quieres es a Norberto”; ello dará pie a ese coro para acusar a Norberto del asesinato de Faustino, “por celos”. Acacia, por su parte, ofrece otra versión para la ruptura con su primer novio, fundamentada en las infidelidades de éste; es la hipótesis que maneja Raimunda, cuando quiere mostrar lo ilógico de la acusación ante el tío Anselmo: “Le despidió porque supo que él hablaba con otra moza, y él ni siquiera fue pa venir y disculparse”. Será Norberto el que complete la información en la Escena V del Acto Segundo: “A mí se me dijo que dejara de hablar con ella, […] y que si no me avenía a las buenas, sería por las malas, y que si decía algo de todo esto… pues que… […] Yo me creí de todo, […] y pa que la Acacia se enfadara conmigo, pues principié a cortejar a otra moza, que náa me importaba…”; pero la verdad de Norberto ha salido del espacio de lo privado por boca de su padre, y ahora llega hasta Raimunda en forma de canción popular.

La pieza clave del argumento para descubrir la raíz del conflicto resulta ser el episodio aparentemente más trivial de la historia, una ruptura amorosa, protagonizado por un muchacho débil de carácter, como lo muestran las acciones descritas y su manera de comportarse en escena. Ligadas a él se hallan las versiones sobre la muerte de Faustino, sobre la identidad del asesino, sobre los verdaderos sentimientos de Acacia. Porque el arranque de todo se encuentra en el primer compromiso que adquiere la muchacha, y es el Rubio, el confidente de Esteban, el que lo descubre en el Acto Tercero, al recordar las palabras repetidas por su amo: “Si esa mujer es pa otro hombre no miraré náa”.

La sólida estructura de la pieza avanza paso a paso mostrando los resquicios de la mentira donde quedan, hasta los últimos momentos, retazos de verdad. Cada uno de los tres actos posee una parte de la carga argumental pero el dramaturgo coloca abundantes indicios para que Raimunda y el espectador, si son capaces de observar en profundidad, puedan contemplar lo que sucede dentro desde el comienzo. Por ejemplo, la falta de alegría que se aprecia en Acacia el día de la petición de mano es interpretada como añoranza del novio anterior, por parte de las asistentes, o porque “es como es”, por su madre. La secuencia de la Escena II del Acto Primero, entre Acacia y Milagros, puede levantar sospechas; tras referirse otros personajes al desprecio con que trata a Esteban, Acacia enseña con verdadera satisfacción sus regalos a Milagros; y, cuando suena a lo lejos el disparo, se sobresalta de forma exagerada, mientras que su amiga no evidencia ningún temor. En cuanto a la relación entre Esteban y Acacia, al final de la Escena I del Acto Segundo, la chica, que apenas ha intervenido, indica: “Estas camisas ya están listas, madre. Las plancharé ahora”. Ello motiva la reacción de Esteban: “¿Estás cosiendo pa mí?”. Dada la sobriedad en las explicaciones de gesto y tono de que se vale Benavente, este indicio de sorpresa (o emoción) es sospechoso, aunque sólo puede evaluarse en su justo significado tras conocer el desenlace.

Entre los personajes se aprecian varios grupos: los tipos populares o dramáticamente funcionales, que no soportan cambios en su actuación; los que se van formando durante el acontecer de la historia, y los que se descubren en su verdadera dimensión en un momento determinado de la peripecia. Del primer bloque destacan Juliana y el tío Eusebio. Juliana, prototipo de criada fiel, podría relacionarse con la Poncia lorquiana, sólo que la criada benaventina no ha sido contaminada por una señora dominante e intransigente, sino que se ha desarrollado en un ambiente de concordia hasta el momento del estallido del conflicto. En el tío Eusebio, padre de Faustino, construye el dramaturgo un tipo humano, un hombre de campo y hacienda, cauto, reservado y de bien, así se muestra en la excelente Escena II del Acto Segundo, en la que Raimunda y él dialogan sobre las causas de la muerte de Faustino, donde se alternan el dolor y la rabia contenidos por la sensatez y el temor de nuevas desgracias para su familia.

El Rubio reproduce un tipo de raíces shakesperianas, un ser complejo, guiado por la ambición pero descrito por otros personajes como modelo común del entorno (“A naide nos falta un criado que es como un perro fiel en la casa pa obedecer lo que se le mande” –Acto Segundo, Escena II–). Será en la Escena VII del Acto Tercero cuando el receptor, que presencia el diálogo privado entre él y Esteban, comprenda plenamente sus motivos: “Yo no quieo náa más que tener mando, eso sí, mucho mando”. Desaparece antes de la culminación de la tragedia; para los protagonistas sólo ha sido un instrumento coadyuvante, pero deja en sus últimas palabras indicios de la importancia que él mismo se atribuye:

Ya me voy. (A Raimunda.) Si no hubiera sío por mí, no habría muerto un hombre, pero quizá que se hubiea perdío su hija. Ahora, ahí le tié usted, acobardao como una criatura. Ya se ha pasao tóo, fue una ventolera, un golpe de sangre. ¡Ya está curao! ¡Y pué que yo haiga sío el médico! ¡Eso tié usted que agradecerme, pa que usted lo sepa!

La verdad interior de Esteban también aflora repentinamente. Nada permitía sospechar de él durante el primer acto, aunque, como en otros aspectos ya descritos, el dramaturgo va colocando signos para interpretar su auténtica condición; es entre el acto segundo y tercero cuando se conoce a ciencia cierta la pasión que guía al personaje y su culpabilidad en lo sucedido. No obstante, el dramaturgo no ha creado en él un individuo abyecto, sino un individuo en lucha con un arrebato que lo ha llevado a caer en un error irremisible. Tal posición fronteriza entre la maldad de sus acciones y la bondad que todos le reconocen lo convierten en un ser complejo, digno antagonista de Raimunda.

Ella es el personaje más desarrollado. Se encuentra presente en casi todo el proceso escénico y es la encargada de recorrer el camino que conduce a la trágica verdad, es la ejecutora del desenlace y la víctima de todos los errores cometidos a su alrededor. Su posición ajena a lo que sucede la aproxima, como se ha dicho, a Edipo pero también está inmersa en el engaño barroco “ser-parecer”. Humanamente, evoluciona de acuerdo con lo que le va sobreviniendo y hace frente con coraje a la adversidad que se le va mostrando. Algunos momentos son decisivos en la construcción de este gran personaje. Cuando en la Escena V del Acto Segundo, tras hablar con Norberto, contempla la realidad, reflexiona sobre su anterior visión del mundo y asume trágicamente su desdicha: “Quié decirse […] que no sirve querer estar ciegos pa no verlo! […] Pero ¡quién pudiea seguir tan ciega!”. Poco después vuelve a su vigorosa actitud, encarándose con Esteban y disponiéndose a defender a Norberto y a Acacia. Su juicio no se nubla; ante las insinuaciones de Juliana sobre la culpabilidad de Acacia, opone: “Un mal pensamiento se espanta, cuando no se tié mala entraña” (Acto Tercero, Escena I). Pero no puede soportar ver a quién ella tanto quería acosado y herido, por lo que la alternancia entre la razón y los sentimientos da lugar a la magnífica Escena IX del Acto Tercero, donde recrimina al mal hombre y se duele del marido maltrecho en una emotiva variación de piedad, rabia y amor:

Límpiate esos ojos, sangre tenían que haber llorao. ¡Bebe una poca de agua! ¡Veneno había de ser! No bebas tan aprisa que estás tóo sudao. ¡Mira cómo vienes, arañao de las zarzas! ¡Cuchillos habían de haber sío!

Una vez que él se le presenta dispuesto a entregarse, se impone en Raimunda el amor; en una secuencia aparentemente anticlimática, propone volver a la vida en común, intentando salvar el honor de su casa: “Tú, anda allá dentro, a lavarte y mudarte de camisa, que no te vean así… […] Ahora lo que importa es acallar a toos los que hablan. Después ya pensaremos” (Escena IX, Acto Tercero). Pero el destino de esta mujer la acecha todavía. Al conocer toda la verdad, ataca a la hija en un primer impulso y se coloca ante la escopeta que Esteban dispara, en el último momento. Su discurso y actitudes van matizando, a lo largo de toda la pieza, las múltiples facetas de este carácter femenino sólido y coherente que se erige en objetivo del acontecer trágico.

De Acacia se podría decir que es un personaje latente, hasta que surge en el diálogo con Juliana (Escena IV del Acto Tercero) y estalla en la escena final junto a Esteban. Ella es la protagonista de la “acción interna”, como explicaba Juan Villegas en el artículo citado, y su fuerza ante la pasión asumida podría relacionarse con la que desarrolla Federico García Lorca en su Adela. Pero la actitud de Acacia no surge repentinamente. Desde el comienzo se habla de su poco entusiasmo ante la idea de casarse, de su carácter vehemente, de su excesiva animadversión por Esteban. Cuando se confiesa con Juliana: “Si me casaba sólo por desesperarle”, el espíritu de Acacia ha llegado a su límite de angustia. Ella sabía quién era el causante de su ruptura con Norberto y el asesino de Faustino; ella sí había percibido el amor de Esteban; pero el personaje está mudo en su casa y, por tanto ante el espectador, hasta que el conflicto estalla, y cuando lo hace, es incontenible.



1 Con ella comparten el espacio rústico Señora Ama, estrenada en Madrid, en el teatro de la Princesa, el 22 de febrero de 1908; De cerca, “Comedia en un acto”, estrenada en el teatro Lara de Madrid en 1909; y La infanzona, estrenada en Buenos Aires en 1945 y en Madrid, en 1947. Federico de Onís (1923, 33) advirtió la singularidad de estos espacios en Benavente cuando afirmaba que tal medio era el más ajeno al espíritu del autor y que colocar la acción en el campo no era sino una forma de “desrealizarla”.

2 También se ha relacionado el drama rural con el sainete, estableciendo un paralelismo entre sus tipos y el público receptor de los géneros: “Desde el punto de vista histórico-estilístico el sainete es el equivalente urbano del ‘drama rural’ español. […] Toda la dramaturgia ruralista esconde una visión típicamente burguesa del campesinado español, visión que se plasma en un mito burgués urbano: el fetiche del ‘paleto’ o del ‘palurdo’. Este tipo es recogido por la sainetería con el nombre de ‘isidro’” (Ángel Fernández-Santos, 1968, 26).

3 Hasta tal punto se encontraban codificadas las líneas de estructuración de estos dramas que dieron lugar a parodias como Menos lobos…, “Agrodrama en tres actos y en verso originales casi todos ellos”, de Pedro Sánchez Neira y Pablo Sánchez Mora (1935), que se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1934. En la acotación que cerraba la página del “Reparto”, los autores indican que: “Han acumulado en este ‘agrodrama’ los tópicos conocidos de este género teatral cultivado en serio, y desean que sus compañeros y colaboradores, los actores, hagan lo mismo en la representación. Es decir: que lo interpreten en serio, con todos los vicios y latiguillos de las celebridades declamatorias desaparecidas y otras que, por un extraño caso de supervivencia, todavía triunfan sobre nuestra escena”.

4 En su conferencia “Psicología del autor dramático”, Benavente (1953,78-79) explica que la causa de su arte en el diálogo está en el ritmo: “Y en las obras de carácter regional, más importante que el vocabulario, que los modismos especiales de la región, es el ritmo especial prosódico. […] Con palabras castellanas, del más escrupuloso casticismo, sin faltar tampoco a la corrección gramatical, hay escritores –¡Dios me guarde de citar nombres!– que dan siempre la sensación de escribir en otro idioma”.

5 El tema posee numerosas derivaciones a lo largo de la historia de nuestro teatro y ejemplo señero es el de El castigo sin venganza, donde Lope recoge, modificados, los elementos del mito; en la dramaturgia española del siglo XX ha sido recurrente en autores y autoras del primer tercio del siglo como Unamuno (Fedra), Adriá Gual (Misteri de dolor), Halma Angélico (La nieta de Fedra); y en otros posteriores como Domingo Miras (Fedra), Manuel Martínez Mediero (Fedra), Lourdes Ortiz (Fedra), María José Ragué (Lagartijas, gaviotas y mariposas. Lectura moderna del mito de Fedra), Raúl Hernández (Los restos: Fedra y Escena para Fedra) o Diana de Paco (Polifonía).

6 No obstante, si nos atenemos a lo que los personajes explican en los momentos de sinceridad, las emociones y actitudes de Esteban se acercan bastante a los de la reina de Trecén; la diferencia fundamental estriba en el conocimiento de las causas que tiene Fedra, frente a la ignorancia en la que Esteban se declara:

FEDRA.- ¡Desgraciada de mí! ¿Qué he hecho? ¿Por dónde me desvié de mi sano juicio? Enloquecí, me postré ante mi extravío causado por una divinidad. ¡Ay, ay, desdichada! Madre, recúbreme de nuevo la cabeza, pues me ruborizo de lo que he dicho. Recúbreme. De mis ojos me llegan lágrimas, y mi rostro se ha vuelto de vergüenza. Pues gobernar mi razón me hace daño. Lo que me lleva a enloquecer es una desgracia, pero mejor es fenecer inconsciente (Eurípides, 1985, 270).

ESTEBAN.- Si no sabré decirlo. Fue como un mal que le entra a uno de pronto. Toos pensamos alguna vez algo malo, pero se va el mal pensamiento y no vuelve uno más a pensar en ello. […] Pero éste no se iba. Más fijo estaba cuanto más quería espantarle. […] Y a ella no hubiea querío mirarla nunca. Pero sólo de sentirla andar cerca de mí se me ardía la sangre. […] Y tengo llorao de coraje. Y le tengo pedío a Dios. Y me tengo dao de golpes. Y me hubiea matao y la hubiea matao a ella. Si yo no sabré decir cómo ha sío (Benavente, 2002, 206-207).

7 Raymond. A. Yung (1968, 317) indica que Benavente “defiende a sus heroínas al punto de sacrificar la personalidad varonil” y, más adelante (323), afirma que Raimunda y Dominica son de “la misma índole”.

 

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