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2.5 · LA RECEPCIÓN DE LA OBRA DRAMÁTICA DE MAX FRISCH EN LA DICTADURA


Por David Ladra
 

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3. La aportación de Max Frisch al teatro español de la época

Recién salidos del combate protagonizado por la generación realista, que intentó llevar a la escena una visión crítica y comprometida de la realidad política y social de nuestro país, los dramaturgos españoles se debaten entre dos de las tendencias principales que nos llegan del extranjero. Una de ellas será el teatro del absurdo que, muy lejos de tender a la abstracción, se convertirá aquí en un misil lanzado contra el “bunker” del régimen cuando los autores del que se llamó “nuevo teatro” –Juan Antonio Castro, Jerónimo López Mozo, Miguel Romero Esteo, Manuel Martínez Mediero, Luis Matilla, Ángel García Pintado y tantos otros– supieron combinar la tragicómica situación de nuestro solar patrio con unas dosis de caballo de humor, esperpento y mala baba. Y otra consistirá en el teatro épico de herencia postbrechtiana que, debidamente entreverado con Artaud y el teatro radical americano –el Living, el Teatro Campesino, el Bread and Puppet...–, dará lugar a uno de los momentos estelares del teatro español de la segunda mitad del siglo XX, el de la aparición de los grupos de teatro independiente16: Tábano, los Goliardos, Els Joglars, el grupo Cátaro, Bululú, Esperpento, La Cuadra de Sevilla, el Lebrijano...

Situado en el fiel de dos actitudes tan radicales, uno podría llegar a pensar, como lo hace Genoveva Dieterich, la traductora de Biografía, en el artículo mencionado más arriba (1979, 36) que:

Frisch no pertenece, ni por el contenido ni por la forma, al grupo de autores “revolucionarios” que abren nuevos caminos en la técnica teatral e intentan –y consiguen– expresar la realidad actual, por ejemplo: Weiss, Bond, Pinter, Beckett, etc. Pero tampoco pertenece al grupo de autores “establecidos” que dominan una técnica convencional, combinan una serie de problemas, situaciones y soluciones de una manera oportunista y eficaz, sin preocuparse de si corresponden o no a una realidad concreta. Podría decirse que Frisch forma parte de ese grupo de autores que andan “a la busca de la verdad”. Siempre a la busca, sin llegar nunca a conclusiones.

Un juicio que parece equilibrado pero llega a olvidar la admiración que Frisch sintió por Brecht y las enseñanzas que sacó de su último teatro. No se trata de buscar una verdad que, de encontrarla, sería solo suya, íntima, personal, sino de presentar los hechos con la suficiente precisión y objetividad como para que el espectador saque sus propias conclusiones. Como citaba Justo Pérez Corral en su artículo (1963, 25), el propio Frisch definió con toda precisión el objetivo que buscaba su teatro:

Como escritor de teatro, considero que mi misión estaría perfectamente cumplida si una obra consiguiese plantear de tal suerte una cuestión que los espectadores, a partir de ese momento, ya no pudieran vivir sin una respuesta, la suya propia, la que solo pueden dar con la vida misma.

No es pues el justo medio la posición cívica de Frisch sino, de Biedermann a Andorra, hacer reflexionar a sus espectadores. Siempre en dos planos: uno el político, como en las dos obras anteriores o en La muralla china, y otro el social y personal, como en los otras tres obras de las que aquí se ha hablado: La ira de Philippe Hotz, Don Juan y Biografía. Pero entendiendo siempre que nuestra realidad está relacionada con las circunstancias que vivimos y la imagen que yo me hago de los otros (o de mí mismo) y los otros se hacen de mí. Yo creo que el público de la época entendió a su manera este mensaje y, a pesar de la bipolarización reinante, supo agradecer el ejercicio. De toda la vida, el teatro español se ha movido entre extremos, de modo que no le vino mal, aunque tan solo fuese por ir contracorriente, el parar el balón y ponerse a pensar por un momento. Del repaso que acabamos de hacer, se saca en consecuencia que, a pesar de las dificultades ambientales, ni los traductores, ni los adaptadores, ni los directores, ni los críticos lo hicieron nada mal. Por lo general, sus opiniones fueron acertadas y acordes con lo que hoy significa el teatro de Frisch. Conviene resaltar en este sentido lo fino y ajustado de las críticas de López Sancho (a quien yo conocí ya muy mayor) por constituir un oasis de conocimiento, sensatez y buen gusto en un desierto plagado de santones como González Ruiz o Marqueríe.

Con pocas excepciones, no ha ido el teatro español, como sí lo ha hecho el de lengua alemana de hoy en día (no hay más que pensar en autores como Peter Handke, Thomas Bernhard o Botho Strauss) por aquel camino de la reflexión marcado por Max Frisch. Afectado, como gran parte del teatro europeo, por un individualismo exacerbado, se agota en temas de pareja o en parodiar la realidad existente en forma de sainete. Y ahí es donde, de nuevo, el teatro de Frisch se echa de menos. Porque, ¿qué función reflejaría mejor la actual situación de desconcierto que una reposición de El señor Biedermann y los incendiarios?



16 Pocas veces se ha arriesgado nuestro teatro tan lejos de la literatura dramática como con aquellos grupos de carretera y manta que recorrían nuestra geografía muchas veces armados con un más que modesto bagaje cultural y artístico –un texto colectivo, potentes voces y una gran expresión corporal– pero siempre pegados al terreno de lo que estaba ocurriendo en el país.

 

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