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1. MONOGRÁFICO

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1.7 · LOLA EN EL ESPEJO DE CARLOS MUÑIZ (ENTRE LA NOVELA Y EL CINE)


Por Gregorio Torres Nebrera
 

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LA ADAPTACIÓN TEATRAL

Vuelvo a la Lola de Carlos Muñiz. Su reciente editora, Mariola Pérez de la Cruz (2007), ha exhumado la travesía de mano en mano censoras del manuscrito de Muñiz, cuando el empresario Justo Alonso se propuso presentarla en cartel. Era 1964. Y el veredicto conclusivo, con destacada participación de informantes eclesiásticos, fue radical: prohibición total, porque en ella “falta fondo mentalmente en el respeto al hombre, a lo humano” (Martínez Ruiz), porque “la insistencia del autor en relacionar la vida de la protagonista con las circunstancias españolas derivadas de la guerra civil es causa de que la obra se convierta en una especie de acusación política que ni siquiera está justificada teatralmente” (F. Martínez Ruiz), porque “de dicho conjunto no se extrae ninguna consecuencia positiva y todo da la impresión de que con la obra no se persigue más que un éxito popular por el procedimiento de hacer decir en el escenario tantas groserías, puestas en boca de prostitutas, rufianes y excombatientes” (Víctor Aúz), porque es “obra de mal gusto, soez, vulgar muy a menudo y con una marcada intención ideológica” (Rvdo. González Fierro), porque “en torno a Lola danza un mundo de sátiros encubiertos de méritos de guerra –la del 36–, de enchufes y cargos oficiales, de religiosidad egoísta, afeminada y repelente, de posición y dinero” (Rvdo. Blajot), porque “la obra necesita ser depurada de arriba abajo” (Rvdo. José María Artola), porque “toda la obra gira en torno del personaje y de su actuación profesional expuesto con un realismo a mi juicio inconveniente y no sirve de compensación el fracaso humano que la protagonista nos ofrece al final”, en opinión de otro dramaturgo del momento y experimentado censor, Sebastián Bautista de la Torre5. Hubo –en fin– otros censores que solo recomendaron correcciones o supresiones puntuales, sin llegar al veredicto de la prohibición total. Fueron lectores con menos prejuicios y con análisis más sosegados y ponderados del texto a cuya aprobación o desaprobación se sometía. Así Pedro Barceló consideraba que el desarrollo dramático del asunto “tiene recargadas sus tintas políticas”, si bien “es triste que una ramera tenga razón frente a todos. Pero la tiene frente a muchos. Y no contra España. Con la rigurosa reserva del ensayo general, estimo que puede ser aprobada”; Arcadio Baquero escuetamente, tras señalar unas pocas supresiones, concluía que “puede autorizarse para mayores de 18 años y vigilar la puesta en escena”; y, por fin, Marcelo Arroita-Jáuregui emitía un curioso juicio en el que nadaba y cuidaba la ropa, pero decantándose finalmente por la viabilidad de su montaje:

Versión teatral, con ciertos ribetes brechtianos, de la conocida novela de Darío Fernández-Flórez . Como es sabido, se trata de la historia de una prostituta, en este caso –me refiero a la versión teatral– presentada sin paños calientes, sin romanticismos, de una manera cruda, aunque con un final lleno de piedad cristiana. En este aspecto creo que la obra puede autorizarse, a pesar de que provocará escándalo en los medios bienpensantes y en otros que no lo sean tanto. Ahora bien, la versión teatral ha acumulado cierta cargazón política, bastante burda, que creo que debe ser eliminada, y que puede serlo sin que afecte a lo fundamental de la obra, que entiendo es la historia de Lola. Si se entiende que la supresión de las alusiones políticas es fundamental para esta versión, me inclinaría entonces por la suspensión.

Probablemente lo que más molestó a los censores fue el tratamiento del asunto que hacía Muñiz (el enfoque elegido) antes que el meollo argumental de las andanzas de una prostituta en los años más difíciles de la posguerra, asunto que, al fin, ya había superado obstáculos morales (aunque no unánimemente) durante los años en que la novela de Fernández-Flórez fue éxito de ventas. Y es que el texto teatral que me propongo examinar participa del mismo marcado expresionismo escénico que informa otros textos de Muñiz coetáneos a la redacción de su Lola (primeros años sesenta) como El tintero o Las viejas difíciles6. O, incluso, lo acentúa.

El texto de Muñiz7, probablemente influido por el comienzo de la novela de partida8, también está encabezado por una cita bíblica, la que recoge las palabras de Cristo en defensa de la mujer adúltera –Juan 8– a la que castigan con la dilapidación un grupo de exaltados judíos (episodio que inspiró una interesante y temprana pieza breve de Buero, Las palabras en la arena, y que no son otras que las “divinas palabras” valleinclanianas). Cita que ya previene sobre la finalidad comunicativa que persigue Muñiz con su texto: develar la hipocresía de una sociedad desde la perspectiva doliente y acusadora de un ser censado en el pelotón de los marginados, una prostituta que demuestra tener mucha más moral que todo el entorno que usa y abusa de ella.

Si comparamos la novela con la obra teatral, nos daremos cuenta de que Muñiz apenas ha tomado en consideración elementos, personajes y situaciones de aquella, salvo el título, unos pocos y esenciales nombres (incluido el ambiguo Juan) y alguna situación desarrollada en el centro de la novela, y que tiene que ver con un asesinato en medio de la amoralidad de la alta sociedad. Si la Lola de la novela responde, a lo largo de sus mil peripecias, al papel de la pícara clásica (derivada en cortesana de deprimidos entornos) que ha de arreglárselas para sobrevivir e ir sacando progresivo beneficio, la Lola de la obra teatral se formaliza siempre como víctima tan manipulada como acusadora de esas manipulaciones. El texto de Muñiz teje una historia en su mayor parte nueva, original, que la convierte en mucho más que una adaptación o versión de un texto ajeno. Muñiz aprovechó el título de la novela precedente, y el perfil básico de su protagonista (que consonaba con el de tantos perdedores de su teatro) y luego procedió de acuerdo con su libre inventiva, salvo el desenlace violento de la fiesta burguesa que ya había contado el autor de Alta costura.

El personaje conductor de la pieza es, naturalmente, Lola, y, en consecuencia con la focalización, en primera persona, de la novela, también aquí será Lola quien vaya narrando sus peripecias desde el principio hasta el final, en numerosas intervenciones brechtianas, empezando por la del prólogo, o vez primera en que esta mujer es obligada a una relación mercenaria por hambre, y con connivencia de su propia madre. Lola cuenta cómo, en plena guerra, tuvo que ceder a la presión de un rijoso industrial por unos kilos de azúcar. De modo que Lola empieza su cuesta abajo prostibularia por causa de una situación de guerra, o de otro modo, la guerra (la que se evocaba forzosamente desde los 25 años de Paz tan ostentosamente gritados en el 64) se cobró también muchas víctimas incruentas, como Lola, y a Lola misma. Una guerra que se utiliza como elemento de contención represora en el manipulado periodo de paz: “Cobardes son los que tiene miedo a una paz total, como tú. Hay que mantener el miedo a la guerra, eternamente, ¿verdad? Así se evita el peligro” (p. 155).

Un espacio escénico dividido en tres lugares, de los que uno estará permanentemente referido a la alcoba de la protagonista, y los otros dos irán cambiando según el avance del relato teatral. Lola actúa desde su espacio personal, íntimo, siempre que tiene que narrar nuevas etapas de su personal aventura, que, junto con carteles o proyecciones, van haciendo avanzar el argumento de la pieza.

La óptica del grotesco domina esta biografía escénica de Lola desde la primera secuencia, una vez superado el Prólogo: hasta seis varones en ropa interior, chistera, bastón, zapatos de respetuoso charol negro, corbata y calcetines con ligas, comparecen en escena. Son los ocasionales o reiterativos clientes de Lola, a los que la mujer –y la secuencia irritó a más de un censor que se identificaría fácilmente con alguien del friso de putañeros– les hace pasar por el aro circense que ostenta en su mano. Son “los hombres de la paz”, tan iguales a aquel “hombre del azúcar” del prólogo. Y también desde el inicio Muñiz quiere salvar a su personaje, que Lola se reivindique como mujer libre ante el mercado que explotan míseras madamas y grotescos clientes sin escrúpulos. En una especie de agresiva danza-ritual de la pasión por dinero, los grotescos caballeros, que acabarán pasando por el aro de Lola, le impiden la escapatoria de esa esclavitud de la prostitución obligada, derribándola en la escena, saltando sobre ella hasta hacerle ver que aquella suerte de estar entre las vencidas de la guerra es un estigma que la convierte en perpetua prostituta, sin derecho de autodeterminación. Pero la mujer no se deja vencer ni humillar. Si ha de ser prostituta, lo será para escalar, en su provecho, sobre el cerro de la infamia y la hipocresía: como la Lozana de Delicado.

Al igual que en la novela (que aflora, de muy lejos siempre, en el texto dramático), Lola, ayudada de la madura trotaconventos Paulina, monta su propio negocio prostibulario, observatorio de una sociedad inmoral y degradada al máximo. Y como en la novela, también, pronto se singularizan dos clientes-amantes de Lola: El Espichao y el deslizante Juan: el hombre inmaduro, irresoluto, pusilánime y ladronzuelo de poca monta, que quiere hacerla su legítima esposa, impelido por la hipocresía a que le incita su familia, y el único varón que la enamora (una variante más del mito del seductor-burlador asociado a su nombre) de profesión novelista, como igualmente lo era en el texto de partida. Toda la trama posterior irá basculando entre estos dos polos masculinos. Y junto a ellos, algunos otros que satirizan figuras del friso político-social franquista, como el altanero alcalde-cacique de pueblo, a cuenta del cual Muñiz hace burla de las impostadas heroicidades de trinchera que tantos excombatientes pregonaban, y explotaban en su beneficio, en los momentos y lugares decisivos de los primeros repartos de cargos.

Lola adopta en esta pieza un papel combativo, de amazona corajuda, que recuerda enormemente la actitud de Lozana, la meretriz del erasmista Delicado, en el ámbito prostibulario de los inmorales y rijosos romanos de su tiempo. Y es, a la vez, una voz acusadora que se levanta en el desierto hipócrita de la paz franquista, amasada de falsas virtudes sociales y prebendas minoritarias para explotadores de medio pelo:

Que paguen, que paguen, que paguen los más ricos, los que han ganado más dinero en la guerra, los que están en mejores puestos, los que tienen mejores negocios. El dinero no les importa. Saben que pueden conseguirlo a costa del estraperlo, del hambre de los demás. Y yo estoy aquí para sacárselo. Ojalá tuviera un millón de cuerpos como este para dejarles sin un céntimo (p. 155).

Parte del segundo cuadro de la primera parte de la comedia de Muñiz plantea una situación que evoca fácilmente –pero con más amargor grotesco y menos caritativa ingenuidad– otra bien parecida de Maribel y la extraña familia, de Mihura: la visita al hogar respetable de una prostituta que se presenta como la prometida del joven vástago en edad de merecer. Lola aprovecha la ocasión –favorable al máximo– para escandalizar a esa sociedad de falseadas “familias de orden”. Codornicesca escena que nos pone en antecedentes: padres y solteronas tías de un joven abogado, inquietud expectante por el noviazgo del joven, por conocer a la prometida que formará parte del cerrado cónclave familiar, mediante el indisoluble y sacrosanto vínculo matrimonial. Lola, pese a la presión del Espichao, ha ido a epatar, mostrando demasiado escote y enseñando demasiada pierna. La conversación se va convirtiendo, por decisión del dramaturgo, en una tira de viñetas de La codorniz, hablando de las (todavía) recientes molestias de la guerra:

Las guerras son odiosas. Hay que comer un pan malísimo. Y no se encuentra carne ni leche. Y las criadas se ponen por los cerros de Úbeda. ¡Y no hay Ópera! ¡Ni corridas de Beneficencia! Y no poder ir de veraneo a San Sebastián. Ni oír misa los domingos y fiestas de guardar. Ni beber Beaujolais. Y todo huele a pólvora (p. 176).

Y si alguien, como la recién llegada, apunta que hubo cosas peores, las delicadas damas admiten que sí, que mucho peor es “que caiga una bomba en la sala y rompa el sofá imperio” (p. 176). Pero la ironía, de semanario satírico, deja paso a la denuncia sin caricatura, monda y lironda, en las palabras de la doliente prostituta, que tiran por alto la etiqueta del comedor de familia de burgueses de la victoria. Muñiz lo propicia, al tiempo que le sirve de acorde estridente para finalizar –con indudable propósito de circularidad– el primer segmento de la historia, cuando sale a relucir el azúcar del café, enlazando con el amargo azúcar del primer abuso. Lola se dispara:

El azúcar endulza la vida. Y la guerra huele a pólvora. Todos hemos perdido algo entre la dulzura de la pólvora. Un hijo, una madre, un buen vaso de vino, o la honra. Ustedes no han perdido la honra. Ustedes se la dieron a su marido, ¿verdad? En una noche de bodas llena de gasas y perfumes caros. Yo no, yo la perdí una tarde cualquiera cuando tenía diecisiete años. Por el azúcar, sí. Y desde entonces soy una mujer de la vida que cada día respira el aliento de un hombre distinto. Pero prefiero ese mundo de verdad a estas mentiras vuestras, a esta tetera asquerosa, a estos sillones tan incómodos, a esas caras de momia apolillada” (p. 178).

O como, hacia el final, recordará, complementariamente, la celestina del primer lupanar: “La paz es un invento de los hombres que inventaron la guerra y los burdeles” (p. 220). Otra guerra, la Segunda mundial, cuyo final es anunciado por los vendedores de prensa o los informativos radiofónicos hacia el final del texto. Lola entre dos guerras seguidas en el tiempo.

La segunda parte del texto de Muñiz acentúa la focalización moralista de Lola con respecto a la hipocresía de una sociedad de la que se sabe víctima antes que cómplice. Desarrolla dos episodios que, además, también fueron filmados en la versión de Merino-Dibildos, pero con menor óptica expresionista: el robo de la pulsera de pedida por el Espichao y los malévolos juegos de alta sociedad que acaban en muerte. Ambas situaciones Muñiz las hace derivar hacia el expresionismo grotesco de su estética: Lola se queja de la deslealtad del Espichao en el pomposo despacho (“gran mesa que tiene aires de sarcófago”) de un magistrado del Supremo, padre del interfecto, que hace aviones de papel y los lanza al aire desde su puesto de alta autoridad judicial, como el ministro de Luces se ponía por montera el ejemplar de la Gaceta. Rasgo epatante-esperpéntico del dramaturgo que no pasó desapercibido a los censores, pues uno recomendó “suavizar las alusiones a la Magistratura” y otro advertía más escandalizado: “ojo al símbolo de la justicia a la hora de vigilar la puesta en escena” (Pérez de la Cruz 2007:194). La secuencia va pasando de lo grotesco a lo agresivo y violento, cuando la mujer acaba rodeada y derribada por un grupo de hombres-jueces que intentan amedrentar sus intentos de reto y de denuncia del poder. Una violencia disimulada en el himno en honor de la judicatura que cantan los togados y que recuerda bastante alguna situación de la pieza corta del mismo autor Un solo de saxofón.

Solo Juan acude al consuelo de una mujer que, de creerse dominadora, por los atractivos de su cuerpo, empieza a saberse una pieza más de la cacería social, susceptible de ser apuntada y derribada por las sempiternas pistolas de las sempiternas guerras. Y confiesa su miedo mientras se oyen las marchas militares y los gritos de bienvenida a los repatriados de la División Azul. Como Crock, el inocente y humillado oficinista de El tintero, esta desarmada Lola tiene miedo “de mirarme al espejo y ver que todo está oscuro y en el fondo hay manchas de sangre de todas las guerras de los hombres” (p. 199). Muñiz recurre varias veces al recuerdo de la Guerra Civil (soslayada totalmente en la novela de Fernández-Flórez ) y a la sociedad hipócrita y dividida que ha surgido de ella. Y Lola, peón útil de esa hipocresía, se revuelve contra la misma para escupirle todo su asco (“oficio perro esto de servir a los hombres cuando los hombres son perros […] Antes yo creía que solo éramos nosotras el fango de la vida. Ahora sé que el fango está en todas partes, debajo de cualquier vestido, detrás de cualquier máscara”; p.206) porque vive muy de cerca esa corrupción de la elegancia social derivada en violencia y en delito. Un homicidio que Muñiz lo presenta escénicamente bajo el velo de la oscuridad (como el espejo alusivo del título), como si se quisiera pasar por hecho casual, impune, en consonancia con el imperio de la hipocresía. Del centro mismo de ese hontanar de inmundicias resurge, a modo de “mujer nueva”, la descarada y pragmática Lola de otros tiempos. Lo visto, lo aguantado y lo compartido, desde aquel primer negociante de unos terrones de azúcar, más el ejemplo de hombre distinto que advierte en Juan, le llevan, como en la película (pero de forma más angustiosamente explícita) a procurar su propio cambio. Lola es uno más de los rebeldes a destiempo del teatro de Muñiz. Lola se detiene un momento en su particular carrera y se da cuenta de que ansía lo que ningún dinero ganado con el mercadeo de su cuerpo puede darle:

Lo malo es que el dinero cansa, como cansan las miradas y las juergas y el vino. Quiero tener un hombre mío, sólo para mí, Juan. Quiero vivir como Dios manda y partirme en dos y traer un hijo a este mundo, para enseñarle a no ser como los demás. Un hijo sano y alegre. Un hijo limpio y bueno, como tú (p.221).

Pero ese deseo de Lola, y en la sociedad que la ha hecho para su disfrute y su violencia, no es más que una utopía para ilusos: “¿Será posible que no haya otro camino?” (p. 220).

Lola, profundamente decepcionada y asqueada, parece renacer de esta crisis (provocada sobre todo por la desaparición definitiva de Juan y de lo que él representa) volviendo a ser la “lozana” que se lucra de la rijosidad ajena. Pero ella, que es producto de una guerra, y, sobre todo, de las penurias y abusos de una posguerra, se vuelve a desarmar otra vez, y parece que definitivamente, cuando escucha por la radio que ha empezado otro oscuro tiempo de posguerra en media Europa, con las banderas victoriosas y aliadas desfilando por Berlín. Al tiempo que hace añicos su espejo de maquillaje contra el mueble-radio que da la (para ella) mala nueva, y se arroja de bruces sobre el lecho, oímos, en disforme coro de voces hipócritas, una oración por un marginal más, una mujer a la que la sociedad que la ha usado y tirado le niega la condecoración de la limpieza de corazón, y que la clasifica entre las malaventuradas, como “una bestezuela que no merece verte, Señor” (p. 224). Arrojada de la diestra de todos los poderosos por los siglos de los siglos. Una vencida más, una destrozada más, o, si se quiere, un espejo que ha perdido todo su azogue, un espejo oscuro.



5 Bautista de la Torre, como escritor de teatro, había coincidido, parcialmente, con el teatro de Muñiz en su obra La galera de papel, texto afín a la estética satírica del oficinista mostrada por Carlos en su excelente pieza El tintero.

6 El asfixiante entorno de aquella pieza lo evocan estas palabras de Lola dirigidas a uno de sus clientes, el alcalde de Mazarrón: “No lo hagas, Simeón. Se enterarán en el pueblo, las damas se quejarán de ti, lo sabrán en el Ministerio. Te destituirán. […] La piedad de los pueblos españoles es una piedad cruel” (p. 151).

7 Sigo en todo momento la única edición reciente del texto reseñada en la Bibliografía final.

8 El texto de la novela de Fernández-Flórez está presidido por dos citas, del profeta Oseas y de la ya mencionada Epístola I a los corintios, de San Pablo.

 

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