1. MONOGRÁFICO
1.7 · LOLA EN EL ESPEJO DE CARLOS MUÑIZ (ENTRE LA NOVELA Y EL CINE)
Por Gregorio Torres Nebrera
La segunda novela de Darío Fernández-Flórez 1 que le otorgó un considerable éxito, una desusada fama entre los escritores del medio siglo, a quien ya tenía a la sazón varios títulos en su haber, de corte ensayístico-histórico en apoyo del nuevo régimen impuesto en 19392, tuvo sus hijuelas de diversa estética y alcance en dos ocasiones, ya en la siguiente década a la aparición de la novela (aparte de las continuaciones que le concedió el propio padre de la historia y del genuino personaje, en dos entregas más: Nuevos lances y picardías de Lola, espejo oscuro [1971]y Asesinato de Lola, espejo oscuro [1972], además de una tercera, ya póstuma, titulada Memorias secretas de Lola, espejo oscuro [1978]).
En junio de 1950, y en la Editorial Plenitud, apareció por vez primera la muy reeditada novela Lola, espejo oscuro3. Una novela que resultó demasiado descarnada para la moralina de la época (la revista Ecclesia, de gran predicamento, la condenó sin paliativos4) y que, en realidad y desde su focalización narradora en primera persona (Lola cuenta su vida, hacia 1947, a instancias del único hombre que ha sido para ella un referente de cierta credibilidad, el novelista Juan) no es sino una proyección del topos de la “biografía no deseable” que está en la base de la novela picaresca.
La novela contó con el beneplácito de la crítica más solvente de aquellos años de su aparición y excelente difusión. Cano (1950), por ejemplo, la consideró como “el relato más valiente y descarnado de un trozo de vida española que se haya escrito después de nuestra guerra”, el catedrático Valbuena Prat (1983: 419) elogiaba “la psicología del personaje, los sobrios trazos expositivos, los tajantes y picarescos diálogos, los episodios satíricos o impresionantes”, y Eugenio de Nora (19732: 414-415) concluía que “no es necesario remitirse a su éxito, a la fuerte impresión que en su momento produjo, para seguirla estimando hoy, sin reservas, como uno de los pocos libros narrativos verdaderamente considerables de la posguerra”. En fechas más recientes Sobejano (1975: 225) consideraba que la novela “viene inspirada por una voluntad de presentar la realidad social del momento a través de las experiencias de una prostituta”; Martínez Cachero (1997:144) opinaba que “Darío Fernández-Flórez escribe este libro como un desahogo frente a una sociedad y a unas gentes que le daban, con sus vicios y manías, asco” y Soldevila (2001:371) concluía que
el tema, el personaje, el inevitable atrevimiento en ellos implicados, y el “espejo” apenas “oscuro” de realidades por todos vividas y por muchos soportadas, provocaron un éxito de lectura que no se había conocido desde la aparición de Nada, la novela de Carmen Laforet.
Reconsiderada desde nuestra perspectiva actual, Lola, espejo oscuro tiene fundamentalmente el valor de ser un bronco, más que estilizado, testimonio de una época triste, misérrima en lo moral y en lo económico, en la que la ley de supervivencia era el asidero existencial, y la aventura diaria, de tantos arrojados a la cuneta de la derrota, si no habían quedado sepultados en los ribazos y en las travesías de los caminos. Su autor, tal vez para jugar una baza con la censura (aparte de su posición privilegiada desde la jefatura de Ediciones del Servicio Nacional de Propaganda), incrustó algunas referencias bíblicas en su novela, y extrajo de una cita paulina –la primera carta a los Corintios– el título de su novela: “Ahora vemos por un espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara”. Si bien,
sin necesidad de acudir al texto de San Pablo (ampliamente glosado en el epílogo del libro) este espejo oscuro que es Lola, debe entenderse –sobre la otra imagen superconocida del espejo al borde del camino– como el ser marginado (una prostituta) a cuyo través, desde cuya mirada, vemos el friso de una oscura época, de unas gentes y de unas conductas que, como en la novela de Cela, se parecen bastante a una cucaña, a una colmena, a un tiempo oscuro y amordazado (Torres Nebrera, 1989: 298).
Tal vez la adaptación cinematográfica de la novela, en 1966, ayudó a reproducir el interés que el libro había suscitado entre los lectores en la década anterior, pues en los sesenta se registran hasta seis nuevas ediciones, además de la ya citada de Vergara, del 62: 1963, 1964, 1965, 1966 (este año dos tiradas en la entonces muy popular colección de bolsillo “Libros Reno”, de Plaza Janés especializada en la difusión, mediante ediciones muy económicas –y en ocasiones mutiladas– de acreditados best-seller mundiales) y 1967, fecha de la séptima edición de Editorial Plenitud. En ese contexto de expectación y todavía éxito de la novela hay que situar la entonces fallida versión teatral –que no adaptación– de Carlos Muñiz. Y escribo “fallida” porque, como tantas otras obras teatrales de aquellos años, intentó alcanzar el correspondiente permiso de montaje, pero el proyecto resultó vano del todo. Pero antes de entrar en el estudio de este texto de Muñiz, unas breves consideraciones sobre la otra versión, la cinematográfica, que sí tuvo mejor suerte, y pudo llegar a las pantallas españolas sin problemas y con éxito.
LA ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA
La actriz Enma Penella fue la encargada de ponerle rostro y cuerpo concretos a una de las más famosas meretrices de la Literatura Española (entre Lozana –de Delicado– y Hortensia Romero –de Quiñones) y Dibildos se encargó del libreto que recogía la novela de Fernández-Flórez , bajo la dirección del cineasta Fernando Merino [fig. 1]. En el reparto Carlos Estrada (Juan), Manolo Gómez Bur (el Espichao) Elena María Teijeiro (la Lirio) y Alfonso Paso (que hacía sus primeros cameos de actor en este film) en el papel del galán seductor que acaba asesinado hacia el final de la cinta. Aquel 66 fue también el año en que se proyectaron estas otras películas del cine español más comercial: La ciudad no es para mí, Noches de vino tinto, Acompáñame, Zampo y yo y Mayores con reparos.
Aquella “interpretación cinematográfica” del libro trasladaba el ambiente de la mísera posguerra del original a los años del desarrollo económico, con las boîtes elegantes y el turismo a todo gas. Por ello la película empieza con Lola en plena acción de prostituta fina y cara, ligándose al Espichao con recursos de experimentada meretriz. Lola avanza en sus relaciones con un empresario de la construcción, hombre al parecer ingenuo y crédulo, en el que ve la prostituta fina atisbos de suculento negocio. Y es al Espichao al que Lola le cuenta una “deseable” biografía mientras las imágenes nos van testificando el lado opuesto de la moneda: la niña abandonada en el hospicio. Al fin el guionista de esta película, como poco antes lo había hecho Muñiz, parte del tipo concebido por Fernández-Flórez y pone de su cosecha todo lo demás, salvo algunos detalles del argumento que sí proceden del texto narrativo. De modo que la acritud que trasmina el texto del 50 se va limando, en gran medida, en la historia presentada en el 66, que, en ocasiones, y a cuento del Espichao, y del actor que lo interpretó –Gómez Bur– nos aproximamos peligrosamente a la comedia con dama enredadora y mentirosilla, de gran éxito en aquellos años. La cortesana que perfiló Dibildos no pasaba de oportunista buscona a la caza de maridos con chequera, y sin que pareciera que hubiera habido un fondo de amargura en su armario personal, ni advertimos el ánimo de desquite que se nota continuamente en el personaje de Fernández-Flórez . Hay en la Lola del cine muy poco del “espejo oscuro” que la quería definir en el libro. La película es, en toda su primera mitad, más un vaudeville superficial que la historia amarga de una mujer que intentaba enderezar su existencia desde unos comienzos torcidos. La muerte accidental de un ocasional amante casado hace girar el posible vaudeville hacia el terreno de lo plenamente folletinesco, inventándose el guionista un contratiempo inexistente en la novela que se resuelve enfrentando a la prostituta fina con el cinismo de una alta sociedad, cuya moralidad también deja mucho que desear.
Al comenzar el segundo tercio de la película es cuando el guionista pone en contacto a Lola con Juan, esa relación-marco que ya es un hecho cuando comienza la novela, hasta el punto de que tal amistad de pareja suscita la génesis del mismo texto: Lola cuenta su vida a instancias de Juan. Pero la relación que se establece entre ambos, en el film, está muy lejos de la ideada por el novelista (y asumida por el dramaturgo Muñiz) sino que se presenta como la de una pareja de convencionales amantes que acaba complicando la libre vida de Lola. La película busca un convencional y atrayente triángulo entre Juan- Lola-el Espichao (con el morbo añadido del pagano cornudo) que malversa en gran parte el propósito existencial de la novela. Lola, en el cine, no duda en humillar cruelmente al Espichao (nunca en la novela llega a ese grado de sadismo). El Juan que diseña Dibildos, médico de profesión en este caso, tiene ribetes de donjuanismo inelegante y zafio (paga a la prostituta, lo que no hace jamás su modelo en la novela, pero también acaba dominándola, aproximándose al papel del chulo), y el Espichao resulta mucho más patético que lo imaginó el creador del texto narrativo. La mujer ofrece sus dos caras, la dominante o la dominada, según se relacione con uno u otro de los dos hombres, antípodas en ese mundo hipócrita e inmoral. De poco vale que Dibildos recupere algunos episodios superficiales del libro para reorientar un personaje que difiere desde el principio de la Lola que encarna la conciencia crítica en la que quería envolverse la novela. En su último tramo la película acentúa el primer perfil de la comedia para mayores, con atisbos de la inmoralidad de buen tono instalada en la alta sociedad, que llevará los escasos sucesos de la cinta hasta el turbio asunto de un homicidio en el que se quiere implicar a la misma Lola. Licencias, hoy a todas luces superfluas, hubo en la adaptación cinematográfica, como la ridícula secuencia de las lecciones de inglés a la prostituta que entiende que ha de prepararse para una clientela crecientemente extranjera, o el viejo verde que aburre con sus batallitas domésticas a la paciente señora de compañía con derecho a cobro. Como en la novela, eso sí, Lola reconoce que es Juan el único hombre que le ha impactado, el único con el que ha pasado de dominadora a dominada. Poco a poco la película se encarrila en el duelo entre el don Juan que quiere cambiar el perfil materialista de la mujer y la prostituta que siente que su terreno cada vez disminuye más ante la influencia del hombre que desea. Se llega a un transitorio pacto de no agresión que el cineasta Aguirre aprovecha para hacer turismo con Lola por la entonces muy solicitada Costa Brava, incluido el baile de una sardana (requisito que ayudaba a la explotación comercial de la cinta) para regresar a los enfrentamientos de dos posturas vitales cada vez más encontradas.
La peripecia del último tramo de la película coincide, grosso modo, con el de la comedia, de Muñíz y ambos responden, naturalmente, de forma esencial, con lo contado en los últimos capítulos de la segunda parte de la novela: el engaño interesado a un hombre influyente que acaba en homicidio, y el precio que Lola pide por su silencio cómplice como último acto de su carrera de hetaira cara. La variante que presenta la película, para limar aristas, es la de que en el lugar de autos se persone el mismo Juan y Lola denuncie el hecho ante él, mostrando así su sincero deseo de cambiar de vida, de empezar a ser una mujer decente. Pero el director del film no podía caer en el error de los finales irremediablemente felices de fotonovela, y Lola, después de su gesto, y pese a él, asume que su pasado es imborrable y que gravita y gravitará sobre su presente y su futuro: Lola será, por siempre, lo que eligió ser un día.
1 Darío Fernández-Flórez (1909-1977) fue un escritor que empezó a darse a conocer en los años republicanos (por ejemplo con las novelas Inquietud y Maelstrom, de 1931 y 1932 respectivamente) pero que se desarrolló ampliamente en los años del franquismo, siendo uno de los escritores que apoyaron el nuevo status, de lo que se sirvió como excelente plataforma para sus medianos éxitos como escritor, desempeñando diversos puestos oficiales en la administración cultural de entonces, al lado de preclaros falangistas del momento como Tovar, Laín o Ridruejo, además de ejercer como censor. La primera novela de Fernández-Flórez se tituló Zarabanda (Madrid, Afrodisio Aguado 1944), novela que el mismo autor consideró un fracaso, a pesar de su pretensión “tremendista” y provocadora en la pacata sociedad de entonces, y que, en cierto modo, puede considerarse un antecedente de la novela que centra este trabajo. Véase, para introducirse en la literatura de este novelista, y de sus relaciones con el aparato censor del momento, el artículo de Lucía Montejo Gurruchaga (2008).
2 En ese sentido se debe entender la siguiente colección de biografías “ejemplares” para la interesada historiografía franquista, parte de ellas publicadas por la Editora Nacional que entonces dirigía Laín Entralgo: Dos claves históricas: Mío Cid y Roldán (1939), Bernal Díaz del Castillo (1942), Breviario del Mío Cid (1942), López de Gómara (1945), El Inca Garcilaso de la Vega (1945), El Cardenal Cisneros. Medalla de un estadista (1950), además de la recopilación de artículos y comentarios que fue el volumen Crítica al viento (1948).
3 Entre 1950 y 1951 se hicieron cuatro ediciones, y a continuación fue prohibida cualquier otra reedición durante casi una década, pues la quinta edición de la novela no llegaría hasta 1961, a cargo de la editorial Vergara, junto a otros títulos del novelista. Alcanzó importante difusión en Europa y en América, de modo que fue uno de los más claros best-seller de la novela española contemporánea, incluido un rocambolesco secuestro de ejemplares en Italia.
4 Si bien alguna voz discordante se preguntaba acerca del sorprendente éxito de la novela, como fue el caso de Fernando Guillermo de Castro, quien la devaluaba al considerarla sin más una “novela terriblemente frívola”, “un ejemplo de novela falsa, narrativa, retórica, una acumulación minuciosa de anécdotas insulsas” y justificaba su éxito –escribe a raíz de su quinta edición– porque, en su opinión, se debía “a las circunstancias de ambiente que han envilecido el clima”; y concluía que “esta novela no es mala por la condición de su protagonista, ni por los ambientes por donde discurre su acción; es mala porque es superficial, frívola, falsa, porque es una mentira, una cosa muerta” (“Juicio sobre Lola, espejo oscuro y sus circunstancias”. Índice de las Artes y de las Letras 44, 1951).
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