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Teatro y memoria: cinco piezas del exilio republicano.
AZCUE, Verónica (ed.)

Madrid, Fundamentos, 2021, 283 pp.

Yasmina Yousfi López GEXEL-CEDID Universidad de Alicante
Teatro y memoria. Cinco piezas del exilio republicano.

La colección Biblioteca Temática RESAD amplía su catálogo con una obra que suma nuevos textos a la historia del teatro español contemporáneo al tiempo que contribuye cualitativamente al estudio y recuperación del teatro del exilio de 1939. Verónica Azcue, especialista en escena y literatura dramática del exilio, reúne cinco obras de autores que, desde el exilio como lugar común de enunciación, proponen una profunda y heteróclita reflexión en torno a la memoria histórica.

Una parte esencial de la investigación sobre teatro del exilio atañe a la edición de los textos; un estudio riguroso permite darles un lugar en la historiografía literaria, visibilizar sus claves interpretativas, abrir diálogos con otras voces, etc., en definitiva, dignifican al autor y a su obra. No es la primera vez que la editorial Fundamentos, a través de la Biblioteca Temática RESAD, apoya esta línea de investigación, que desde hace décadas reconstruye el corpus teatral del exilio. En 2006 publicó Teatro del exilio: obras en un acto, antología a cargo de Ricardo Doménech que reunía obras paradigmáticas de Rafael Alberti, Max Aub, Pedro Salinas, José Bergamín, Alejandro Casona y José Ricardo Morales. Teatro y memoria: cinco piezas del exilio republicano, que presenta piezas de José Martín Elizondo, Manuel Altolaguirre, Manuel Martínez Azaña y José Antonio Rial, evidencia la inmediata preocupación por actualizar el canon mismo del exilio, ofreciendo al lector la oportunidad de conocer valiosos textos de autores de primer orden que, por circunstancias de diversa índole, aún pueden resultar bastante desconocidos. Esta obra entronca además con el proyecto La historia de la literatura española y el exilio republicano de 1939, impulsado por el Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), del que Verónica Azcue es investigadora. Se trata de un proyecto que pretende reflejar el estado de la cuestión de la literatura escrita por autores del exilio a partir de una división por géneros o por formatos de publicación. Los estudios sobre teatro, diseminados en dos volúmenes colectivos editados por el profesor Manuel Aznar Soler, de los cuales por el momento solo se ha publicado el primero (La literatura dramática del exilio republicano de 1939, I, reseñado en el n. 10 de Don Galán. (Revista de Investigación Teatral).), precisamente están dedicados a autores silenciados u olvidados, a veces mal considerados “menores”, cuyos textos son de difícil acceso o aún permanecen inéditos. En este sentido, la selección de obras que componen Teatro y memoria resulta tan necesaria como sugestiva. Como indica la editora en el estudio introductorio, “procura abarcar varios tiempos, espacios y modelos, con autores pertenecientes a distintas generaciones, circunstancias diferentes de exilio y tendencias diversas que van desde la experimentación hasta el teatro de calle” (14). El camino para reunirlas en esta antología merece ser reseñado porque viene determinado por diversos trabajos que la editora ha publicado sobre los dramaturgos en cuestión a lo largo de los últimos años. Verónica Azcue es, por ejemplo, una de las investigadoras que mejor ha analizado el teatro de José Martín Elizondo, al visibilizar a través de obras emblemáticas como Medea extranjera, Antígona entre muros o Las hilanderas una poética teatral única; también, es de las primeras estudiosas que hoy día está aportando una mirada crítica sobre la literatura dramática de Manuel Martínez Azaña, autor del segundo exilio que abandonó España por presiones del régimen franquista y el deseo de ejercer libremente su profesión.

Esta antología intergeneracional abre con El condenado por desconfiado (1955), un guion cinematográfico que nace de la voluntad de Manuel Altolaguirre de retomar el quehacer teatral en el exilio. En México trazó una serie de guiones de origen teatral, entre los que destacan dos de origen cervantino, El rufián dichoso (1947) y Las maravillas (1958), y El condenado por desconfiado, basado en la obra de Tirso de Molina. Como indica la editora en estudios anteriores (2014, 2018), la huella de Don Juan, tanto en El rufián dichoso como en El condenado por desconfiado, manifiesta el propósito de Altolaguirre de examinar algunos lazos culturales entre España y Latinoamérica. Por ejemplo, la vinculación de El condenado por desconfiado con el cine de charros, género popular en México que se nutría de elementos del imaginario popular mexicano –ambiente, espacio, indumentaria, comida, música–, la presencia del personaje de origen indígena, criado del protagonista, o el uso de mexicanismos. Altolaguirre demuestra en esta adaptación un profundo conocimiento de la pieza barroca, de la que mantiene su esencia –“puede ser acertado trasladar la acción de la comedia a la vida rural mexicana, en donde las tradiciones católicas se mantienen firmes” (51), dirá–. En la nota preliminar del guion, incluida en la antología, el autor justifica la actualidad del texto barroco, que bajo el dogma católico plantea la tensión entre el libre albedrío y la predestinación, y subraya el interés que este suscita en la escena contemporánea aludiendo a La dévotion à la Croix, pieza adaptada por Albert Camus y representada por María Casares, o Le Diable et le bon Dieu, de Jean-Paul Sartre. El condenado por desconfiado constata, una vez más, la complejidad con la que el teatro clásico español penetra en los proyectos culturales del exilio –aquí la tradición como fuente creativa–, así como el viraje de los proyectos literarios, sobre todo a partir de la década de los cincuenta, hacia las dinámicas culturales del país de acogida; leer este guion e imaginar la película que nunca pudo ser permite, además, reflexionar sobre el calado de la corriente del existencialismo entre los autores exiliados. Este texto encuentra concomitancias, por ejemplo, con Bárbara Fidele (1946), de José Ricardo Morales, obra en la que, adelantándose a Le Diable et le bon Dieu, se plantea, en un plano individual, un “conflicto de conciencia” en torno a la inconsecuencia entre los propósitos y los actos del protagonista y los resultados trágicos que el desajuste produce.

La guarda del puente y Por Grecia son las dos obras inéditas de José Martín Elizondo que incluye la antología. La primera, fechada en 1958 y estrenada en Toulouse en 1965 por el grupo Amigos del Teatro Español (ATE), del que Martín Elizondo fue fundador, destaca por la universalidad del conflicto dramático, pues, ambientada en la guerra civil española, gira en torno a la decisión de la protagonista, que enviuda cuando está embarazada, de participar activamente en la resistencia antifascista. El propósito del dramaturgo de “romper moldes”, al ver inoperante el realismo como expresión dramática, como indicara Madeleine Poujol, viuda del autor y estudiosa de su obra, se manifiesta a partir del aura poética que invade el texto y que asevera el valor simbólico de sus imágenes, entre las que sobresale el puente. Por Grecia es la traducción inédita al español realizada por Poujol de la original Pour la Grèce, que Martín Elizondo escribió en 1971. Se trata de la primera obra escrita en francés que el autor estrenó en el exilio, un texto complejo, cuyo argumento persigue un planteamiento metateatral en el que un grupo de actores fracasa al representar una obra sobre la dictadura militar griega a partir del testimonio de madres y mujeres de los represaliados. El conflicto esencial nace del bloqueo de los artistas, cuya conciencia evidencia las limitaciones de un espectáculo de base realista: reportajes que, lejos de inquietar, pueden acarrear sobreinformación y la consecuente insensibilización del público. ¿Es eficaz el teatro comprometido? ¿Qué relaciones pueden establecerse entre el teatro y la política? Estas son algunas de las cuestiones que intenta responder el dramaturgo en la entrevista que concedió a Christian Marc, a propósito del estreno, y que Azcue reproduce en el estudio introductorio. “Es necesario revelar al público las propias dificultades del autor”, “El teatro político adopta a menudo una actitud falsa: la buena conciencia, las peroratas. El diálogo con el público solo puede establecerse a partir de fundamentos dialécticos: la lealtad, la sinceridad y la confesión de las propias insuficiencias” (28-29), señalaba el autor. En este sentido, resulta clarificador la correspondencia de esta obra con su ensayo “Oraciones para un teatro” (2007), del que la editora extrae dos nociones básicas en su teoría estética: la negatividad y el simulacro.

Entre la reivindicación de figuras emblemáticas en el seno de la cultura del exilio como mecanismo de activación de la memoria histórica, destaca la de Federico García Lorca, convertido en un mito que, como explica José-Ramón López García (2017), fue “entretejiéndose de componentes biográficos, estéticos y, más adelante, sexuales” (458). La muerte de García Lorca, de José Antonio Rial, es quizá la pieza más transversal de la antología porque, en ella, el concepto de memoria se percibe como un intento de volver a contar la historia reciente de España, concretizada en el asesinato del poeta, desde la verdad –porque, según el autor “solo la verdad es revolucionaria” (37)– con el fin de fortalecer las bases de nuestra memoria colectiva. Explica Azcue que la pieza fue concebida mientras Rial permanecía en la cárcel de Fyffes, tras conocer la noticia del asesinato del poeta, y redactada y estrenada muchos años después en su exilio caraqueño. La obra está constituida por un complejo abanico de personajes, entre los que se identifican aquellos históricos, compañeros y fascistas; las voces que brotan de sus versos, de sus lecturas, de su teatro, y que conforman sus sueños y temores, y, desde un plano temporal paralelo, los investigadores Ian Gibson, Claude Couffon y Jean Louise Shonberg, a través de los cuales se plantea el debate en torno a las circunstancias de su asesinato. Entre todos ellos, el mito de Lorca se actualiza en pro de un hombre indiscutiblemente humano, que duda, se lamenta y siente miedo y culpabilidad:

Esa es mi culpa. Yo debía saber lo que era España. Descubrir a los Queipo, los Valdés, los Néstares, al Pajarero… y en vez de ayudar con mis trinos, con mi teatro, con mis campañas de cultura cómplice, a encubrir esta trampa de odio, que estaba ahí, y que ustedes denunciaban, me dejé ganar por la fiesta (253).

La recuperación del texto hoy resulta todo un hallazgo, puesto que solo se podía acceder a él a través de la revista Pipirijaina, allá por 1978. Lo mismo ocurre con El minuto de silencio, de Manuel Martínez Azaña, obra breve escrita originalmente en francés en 1973 y traducida al español en 1994. Etiquetada como “teatro de calle”, con un firme tono político, denuncia la marginalidad a la que son abocados los emigrantes por la falta de derechos, la explotación y la precariedad, a partir de un planteamiento sencillo: un obrero emigrante, fallecido en un accidente laboral, traba, desde el ataúd, un discurso de denuncia sobre las injusticias a las que ha sido sometido, y lo hace ante la presencia de un coro de compañeros, también emigrantes, que piden un minuto de silencio por su muerte. La obra señala la hipocresía del que ayuda por interés: el alegato del cadáver, a pesar de su contundencia, no cala en “el mirón” burgués que, lejos de sentir culpa, da dinero para que quiten el cadáver de en medio.

Es indiscutible que ediciones como la que presenta Verónica Azcue suponen un paso muy significativo para lograr que textos del exilio, censurados, olvidados o ninguneados, conquisten no solo al lector, sino también al público. Por eso, Teatro y memoria se erige también como una herramienta esencial para que la literatura dramática del exilio, apartada durante décadas de las tablas, tenga la posibilidad de conquistar la escena y que el público pueda disfrutar de su vigencia.