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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.4 · García Ruiz, Víctor, Teatro y fascismo en España. El itinerario de Felipe Lluch, Madrid-Frankfurt am Main, Iberoamericana-Vervuert, 2010, 412 pp.

Por Óscar Barrero Pérez.
 

 

Portada del libro


GARCÍA RUIZ, Víctor, Teatro y fascismo en España. El itinerario de Felipe Lluch, Madrid-Frankfurt am Main, Iberoamericana-Vervuert, 2010, 412 pp

Óscar Barrero Pérez
Universidad Autónoma de Madrid


De entrada, parece legítimo preguntarse si alguien como Felipe Lluch da materia suficiente para escribir casi 300 páginas (más índice y documentos) sobre él. A no ser que estemos ante la clásica tesis doctoral (no es el caso) o ante un libro que, como este de Víctor García Ruiz, ofrece más de lo que anuncia una parte de su título.

En efecto, hay más de un libro en este. Lo que parece interesar fundamentalmente a su autor es la curiosa figura de Felipe Lluch. Imposible, sin embargo, explicar su breve vida (1906-1941) sin contextualizarla. Esto es lo que justifica la primera parte del título del volumen: Teatro y fascismo en España. Descartada una imposible profundización en la compleja ideología de ese fascismo que, en el fondo, nunca llegó a ser ni siquiera el primer franquismo, García Ruiz se interna en el terreno del falangismo teatral español. Con buen criterio, porque este libro no quiere ser político, García Ruiz elude, en la medida en que es posible hacerlo, el debate ideológico en que otros (verbigracia, el autor de una inexplicablemente reeditada historia de una literatura supuestamente fascista española) han pretendido entrar con desdichada fortuna y andares de elefante senil. Al final, lo que se impone son afirmaciones tan juiciosas como esta: “el franquismo es franquismo y el fascismo es fascismo” (p. 205, n. 1). Naturalmente.

El libro de García Ruiz es la biografía, verdaderamente interesante, de un teórico del teatro falangista. Pero, al mismo tiempo, es un valioso compendio informativo sobre el teatro nacionalsocialista y otros fascistas, el italiano sobre todo, lastrados todos, como el soviético, por una carencia de repertorio que ha impedido su supervivencia histórica (p. 87). En ese punto, en el del repertorio, les llevaba una ventaja por completo insalvable el mal llamado teatro burgués.Son muy interesantes las páginas 219-230, útil panorama histórico de ese tipo de teatro ideológico realizado fuera de nuestras fronteras. No hubo en Alemania teatro nacionalsocialista pero sí un conato de él: las Thingspiele, un teatro ritual de masas que terminó dando paso a otro peligrosamente conectado con la religión o, peor, con el expresionismo casi revolucionario. Más eficaz y longevo fue en Italia el intento de Mussolini, autor él mismo, de crear un teatro netamente fascista, en el que posiblemente se inspiró el propio Lluch. También en este punto España puede encontrar su punto de diferenciación porque, mientras que a Mussolini le interesaba, y mucho, el teatro, la pasión de Franco, ocasional guionista él mismo, fue el cine: el teatro no le gustaba.

Como él, poco se preocuparon del teatro los teóricos falangistas. Partieron del teatro de los Siglos de Oro, propusieron la renovación del auto sacramental, anacronismo comprensible únicamente en un contexto como el de una España obligada a tomar la religión como bandera de guerra y, en fin, llenaron los folios de prosa grandilocuente: Ernesto Giménez Caballero, Gonzalo Torrente Ballester, Tomás Borrás. El cuarto hombre es Felipe Lluch.

Lluch era un personaje activo, aunque se mantuviera en la sombra, en el mundo teatral de los últimos años veinte. Posiblemente, conjetura García Ruiz, su papel en alguna de las empresas, como el Teatro Escuela de Arte, cuya gloria se llevó casi en solitario Rivas Cherif, fue más relevante de lo que es corriente suponer (pp. 40-41 y 54). No resulta arriesgada la suposición conociendo los caminos seguidos por ambos: José Luis Alonso entendía de teatro y su juicio sobre Rivas Cherif no fue precisamente piadoso (p. 55).

En un interesante libro anterior a este, Continuidad y ruptura en el teatro español de la posguerra (Eunsa, 1999), García Ruiz ya había propuesto, frente al tópico dominante, la existencia de una serie de lazos entre la actividad teatral anterior a la guerra civil y la posguerra iniciada en 1939. Lluch había formado parte de La Barraca. De aquellos tiempos republicanos le debió de quedar, supongo, incluso la terminología: en el artículo 4.º del “Proyecto de creación de un Instituto Dramático Nacional” propone fundar, dentro de la sección de difusión, unas “Misiones Teatrales”, es decir, “teatros ambulantes encargados de iniciar en el arte dramático a los pueblos y aldeas de España” (p. 372). Esto al margen, no es que la república fuese el único tiempo histórico en que la cuestión de fortalecer el teatro español (simplificando: una especie de nacionalización encubierta) estuviera sometida a debate, pero el tema cobró especial vigor por entonces, y a Lluch la idea de proteger este arte lo atrajo tanto como lo sedujo después de la guerra, cuando algo parecido al totalitarismo triunfó en la nueva España y él vio en ese momento la ocasión de poner en práctica su idea de que el estado se encargara, prácticamente en exclusiva, de orientar el gusto del desnortado público burgués. La burguesía, ya se sabe, es el fácil blanco de tirios y troyanos, de la izquierda extrema y de la extrema derecha. En el terreno que nos ocupa, por su manía de empeñarse en ir al teatro para entretenerse.

Antes de 1936 un Lluch abiertamente republicano y simpatizante de los postulados dirigistas pensaba que el estado debía promover el teatro español. Después de 1939 tendrá en la mente una idea fija: impulsar, con el mismo propósito de defender la dramaturgia no sometida al gusto comercial, un Teatro Nacional. El caso era no dejar a la iniciativa privada (el equivalente cultural del liberalismo político) la última palabra. El error de los faranduleros de La Barraca, dice con acierto García Ruiz, fue [creer que] “podían anular trescientos años de historia teatral y social” (p. 57). El mismo error cometido por la teoría teatral falangista: pensar que sería posible crear algo nuevo prescindiendo de lo existente y ya consolidado: el teatro burgués.

Lluch era, hasta bien avanzada la guerra civil, un convencido republicano y pasó a ser, después de ella, un no menos convencido falangista. ¿Por qué ese viraje ideológico? Acaso porque los extremos se tocan y la mayor parte del republicanismo y la totalidad del falangismo coincidían en una común inquina a ese pensamiento liberal que, infructuosamente, intentó abrirse paso, como tercera vía, entre las dos Españas que terminaron disparándose las balas desde las trincheras. La cuarta vía, la apuesta republicano-católica de Lluch, ya era suficientemente difícil desde las primeras medidas anticlericales del régimen, y estaba tan condenada al fracaso como cualquier otra que no se integrara en uno de los dos bandos que terminaron peleando a muerte.

Tarde se percató de ello Lluch. El primer aviso se lo dieron sus correligionarios republicanos asesinando en 1936 a su joven hermano (diecinueve años), cuyo único pecado había sido manifestar su fe católica. El segundo, cuando el cargo que ocupaba desde agosto de 1937, el de director del Teatro de Arte y Propaganda, le resultó insuficiente como blindaje ante la delación que lo condujo a las mazmorras. Su pecado: haber escrito, antes de la guerra, en un periódico católico. Así, en los más de dos meses de cautiverio en las cárceles de su propio bando republicano, empezó a gestarse el nuevo ideario de Lluch. Fue condenado a dos años de internamiento en un campo de trabajo, de los que se libró por influencias de sus amigos. Ahí debió de terminar su fe en la república. O, por lo menos, en esa república.

Los motivos de su conversión a la nueva fe falangista no están escritos por Lluch, si bien un diario permite entrever algo. Los bandazos ideológicos, en cualquier caso, no fueron extraños en la corta vida del personaje: su afiliación a la conservadora Acción Popular, por ejemplo, le duró solo unas semanas. Y es que sus creencias políticas, a decir verdad, parecen mucho menos sólidas que su fe católica, a la que se aferraba de esta manera un mes después de iniciada la guerra civil: “Mantengo, como siempre, mi fe católica. Apartado de todo partido político, ajeno a toda concepción fascista del estado, contrario a toda violencia y fiel al poder legítimamente constituido” (p. 67). Religión sí, política no tanto. Seguramente era republicano porque eso tocaba ser en dicho momento histórico. Y es que decir “fiel al poder legítimamente constituido” es, casi siempre, decir más bien poco, por no decir nada si hablamos de convicciones. Si hablamos de conveniencias…

¿Cómo explicar, pues, el giro ideológico de Lluch? Para desengañarlo de sus frágiles ideas (ni siquiera me atrevo a hablar de ideales) republicanas serían suficientes su paso por las cárceles de los suyos, su condena y, antes, el asesinato de su hermano. Unas cuantas conversaciones con compañeros de prisión harían el resto. Al final del proceso, “el ideal patriótico falangista ha puesto orden en su renacimiento religioso y en su vocación teatral” (p. 181). Sobre todo en lo primero, cabe suponer, porque la segunda la llevaba muy dentro. Desde los primeros meses de 1938, cuando ha entrado en contacto, en el Madrid republicano, con algunos personajes poco simpatizantes del régimen todavía defendido por él, unas ideas, las políticas, habían comenzado a tambalearse, y otras, las religiosas, a consolidarse. La victoria de unos y la derrota de otros harían el resto.

Crítico teatral serio y bien informado, enemigo de las obras de mal gusto; insistente defensor de la implicación del estado en la actividad teatral (¿por qué será que casi todos los amantes de algo piden que sea el estado el que pague ese algo?); no tan acertado comentarista de los primeros pasos comerciales del cinematógrafo (p. 140)… Ese es el Lluch rescatado por García Ruiz: “un hombre bueno, romántico e infortunado” (p. 105); es el suyo, en definitiva, un caso verdaderamente interesante de ser humano contradictorio pero firme en su amor por el teatro.

El libro, extremadamente valioso por su texto, lo es también por sus numerosas ilustraciones y por los documentos recuperados. Entre estos últimos figura el texto de un espectáculo montado por Lluch, España Una, Grande y Libre, “quizá” “único caso de teatro estrictamente falangista o fascista con algún interés y calidad” (p 265). Acaso le falta a lo que conocemos de este conjunto incompleto, en parte original, en parte refundición, ese punto de monumentalidad, de descomunal grandiosidad que debieron de tener las obras alemanas o italianas que aspiraban a integrarse en los cánones nacionalsocialista y fascista, respectivamente. En ese sentido, la veo más cercana al nacionalismo extremo característico de la fecha (1940) en que se representó.

Quizá el falangismo teatral de Lluch no hay que buscarlo tanto en esta obra como en su programa teórico. Obsesivo fue su deseo de crear un Instituto Dramático Nacional; en otras palabras, un Centro Teatral que fagocitara todo lo relacionado con la actividad dramatúrgica. Totalitarismo puro o, lo que es lo mismo, antiliberalismo. La cosa no pasó de proyecto no solo porque, como bien dice García Ruiz, Lluch “carecía de tonelaje político y quizá también de credenciales, dado que hasta finales del 37 había sido, cuando menos, un tibio” (p. 279), sino porque, como también explica de otra manera el autor, Falange perdió la batalla política y cultural de la guerra civil, aunque se respetaron sus símbolos.

El de Lluch es el caso de un hombre vocacional del teatro que sacrificó su carrera de ingeniero para entregarse a un arte al que dio más de lo que este le entregó. Su dedicación al arte escénico fue poco menos que exclusiva. Tanto que le hizo escribir la siguiente frase: “el proyecto de Instituto Dramático Nacional [es] base y fundamento de mi porvenir, raíz y fruto de mi vocación teatral española, máxima gloria a la que aspiro, sueño de toda mi vida” (p. 183). Nada menos. La vida no fue generosa con él. Vivió varias tragedias familiares: la de su hermano, las de su mujer y su hijo, ambos muertos casi al mismo tiempo de idéntica enfermedad. Escribió teatro, sin éxito. Dejó escrita su idea de lo que debería ser el teatro español, sin que se le hiciera demasiado caso. Lo máximo que llegó a conseguir, lejos de sus aspiraciones, fue el nombramiento, poco antes de morir, como director de la compañía del Teatro Español. La historia lo dejó de lado, si hacemos excepción de un aislado artículo de Juan Aguilera Sastre. Así hasta hoy. El olvido de Lluch es también el de un intento frustrado: el del teatro falangista que nunca se consolidó: “El fracaso de Lluch en sus intentos de un teatro fascista para España fue el mismo fracaso que en el resto de Europa” (p. 292). ¿Por qué? “Se echó un pulso a una estructura empresarial que tenía más de cien años y la fuerza de los hechos pudo más que el voluntarismo”. Más importante que lo anterior, a mi juicio: “el franquismo terminó siendo más nacional-católico que nacional-sindicalista” (p. 293). “Como, en el fondo, el propio Felipe Lluch”, concluye García Ruiz en este libro que casi todo lo aclara sobre Lluch y tantas cosas dice sobre el teatro ideológico de su tiempo.

 

 

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