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6. HOMENAJE

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6.2 · Ricardo Doménech y Primer Acto.

Por José Monleón.
 

 

Ricardo  Doménech y Primer Acto


Ricardo Doménech y Primer Acto.

José Monleón.


Cuando, en 1957, al amparo del director de Triunfo, José Ángel Ezcurra, se fundó Primer Acto, el primer paso fue, lógicamente, reunir a un grupo de personas que se significaban por su talante crítico, su interés por el teatro internacional y por sus ideas democráticas. Una de estas personas fue Ricardo Doménech, que se incorporó a la revista en el número 8 (mayo-junio de 1959), con un largo y hermoso ensayo titulado “Primer encuentro con el drama de acción social”, título que definía muy bien su personalidad y el camino que entonces iniciaba. El número incluía La rosa tatuada, de Tennessee Williams, y entre sus colaboradores estaban Alfonso Sastre, José María de Quinto, Eduardo Haro Tecglen, Julio Diamante y Alfonso Paso, este último metido aún en el crepúsculo de su etapa de Arte Nuevo, que muy pronto dejó definitivamente atrás.

A partir de entonces, Ricardo Doménech fue, hasta el número 168, correspondiente al mes de mayo de 1974, colaborador asiduo y fundamental de la revista. Ya en su segunda aportación, en el número 11, las “Reflexiones sobre el teatro de Buero Vallejo” marcaron una de sus funciones principales en la publicación: la atención a los autores españoles del siglo XX, dentro de un discurso social y político que partía de la referencia a los dramaturgos de la generación del 27 e incluía a los exiliados del 39. Desde el principio, Ricardo concilió algo que resultaba necesario e infrecuente entre las nuevas generaciones: el estudio histórico y dramatúrgico con la interpretación social y política inherente a tiempos de Dictadura. A Ricardo no le vencieron nunca ni el academicismo, ni el esquematismo ideológico. Fue un maestro en el compromiso con el arte teatral y su función o significación social.

En noviembre de 1961, en un número dedicado a Luces de bohemia, de Valle, cuyo texto publicamos con algunos implacables cortes de censura, figuraban, entre otros, los siguientes trabajos prologales: “Introducción a Divinas palabras, de Torrente Ballester; “Tragedia y esperpento”, de Alfonso Sastre; y, bajo el título irónico de “Crítica de un estreno imaginario: Luces de bohemia por el Teatro Popular Español”, de Ricardo Doménech. Eran los tiempos en que la sombra de Valle libraba una dura batalla con los censores. Determinadas escenas y frases habían sido tachadas por la censura, y lo que fue, todavía, más decisivo, el Ministerio de Información y Turismo comenzaba a construir la teoría de que Valle era un autor muerto en el 36, que habló de realidades que pertenecían al pasado, y que solo una enfermiza demagogia podía buscar en obras como Luces de bohemia situaciones o personajes que guardaran alguna relación con la bendita paz del franquismo.

Los inocentes de la Moncloa, de Rodríguez Méndez; Las criadas, de Jean Genet; los Teatros de Cámara; El Concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo; La última cinta, de Samuel Beckett; La cabeza del dragón, de Valle Inclán; El soplón, de Bertold Brecht; Calígula, de Albert Camus; Los árboles mueren de pie, de Casona; La casa de Bernarda Alba, de Lorca; Diálogos de la herejía, de Gómez Arcos; el teatro de Unamuno; Después de la caída, de Arthur Miller; La Celestina, de Fernando de Rojas; El adefesio, de Rafael Alberti; El sueño de la razón, de Buero Vallejo; una entrevista con el recién llegado Max Aub… Son quizá los temas que solicitaron de Ricardo Doménech una atención más compleja y ajustada a una realidad que tal vez mostraba en el teatro, como no podía hacerlo en ningún otro espacio, la supervivencia latente del viejo choque entre las dos Españas.

Fue el tiempo de las obras sometidas por las circunstancias a dos niveles, uno más anecdótico, a menudo geográfica o temporalmente alejado, habitualmente para sortear la censura, y otro claramente referido a la realidad española contemporánea. Característica que sometía a los críticos y espectadores de tales obras al riesgo de simplificaciones que solo podían reducir el valor dramático de los textos. O dicho de otro modo: no se trataba de meros disfraces o máscaras interpuestas por el autor para burlar a censores estúpidos, sino de un sentimiento de autodefensa que, a partir del 39, se integró a buena parte de la sociedad española. Una obra de Buero, La Fundación, podría ser el ejemplo, con sus personajes aceptando que vivían en una Fundación cuando era, en realidad, una cárcel.

A partir del 74, el nombre de Ricardo Doménech apareció ya en Primer Acto muy espaciadamente. Pero fue siempre un personaje cercano, aunque cada vez más centrado en un trabajo académico o profesoral que enriqueció los cursos que daban por entonces en Madrid prestigiosas universidades norteamericanas. A poco de la muerte de Franco, siendo ya director de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, invitó al director de Primer Acto a formar parte del profesorado, coincidiendo en muchas ocasiones sus inquietudes y compromisos con los que definían a la revista.

 

 

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