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6. HOMENAJE

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6.1 · Ricardo Doménech, crítico teatral.

Por Fernando Doménech Rico.
 

 

5. LOS TRASTERRADOS

Uno de los campos en que la labor de Ricardo Doménech como crítico encontró mayores dificultades fue en la recuperación para el lector español del teatro del exilio, aquel teatro español escrito y representado fuera de las fronteras españolas por los “trasterrados”, como gustaba llamarlos con expresión de José Gaos.

Permanentemente prohibidos por la censura, que imponía condiciones tan pintorescas como el insertar una declaración rechazando la ideología comunista de Alberti para permitirle a Ínsula incluir al autor gaditano en el número dedicado a la Generación del 27, las menciones de los autores trasterrados son siempre muy escasas y, cuando aparecen, están cuidadosamente desprovistas de cualquier opinión política.

Por ello resultan doblemente valiosos los artículos que Ricardo Doménech publicó en esos años oscuros, cuando la simple aparición de un nombre como el de Max Aub suponía toda una ventana abierta a un mundo desconocido para los españoles. Y no fue una mención ocasional: como ha señalado Manuel Aznar, “Ricardo Doménech es, sin duda, el investigador más cualificado de nuestro exilio teatral republicano de 1939. Desde su artículo “Los trasterrados”, aparecido en un número extraordinario sobre “Teatro español” que publicó la revista Cuadernos para el Diálogo en junio de 1966, su dedicación al tema ha sido ejemplar y constante. Aunque en estricto rigor cronológico deba considerarse a Domingo Pérez Minik como el pionero del tema, Ricardo Doménech ha sido quien más sistemáticamente y con mayor profundidad ha estudiado ese ámbito de nuestro exilio teatral, un concepto prohibido entonces por la censura franquista” (Aznar Soler, 2008, 217). La importancia de “Los trasterrados” es muy grande por la fecha en que se publicó, y más aún el hecho de que se escribiera dentro de una serie que trataba de dar una panorámica completa del teatro español: era una forma de mostrar cómo el del exilio era una parte irrenunciable de nuestro teatro. Pero Ricardo Doménech había escrito sobre autores del exilio antes del artículo de 1966: en el número 150 de Cuadernos Hispanoamericanos, en 1962, había dado noticia de Max Aub reseñando un libro que recogía su teatro breve. Max Aub era en aquel momento un perfecto desconocido para los españoles del interior, ya que su obra se produjo fundamentalmente en el exilio, y no quedaba la memoria que, aunque silenciada, habían dejado un Alberti, un Salinas o un Bergamín. Pero era una figura incomodísima para el régimen franquista, que nunca le perdonaría la publicación de La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco en 1960.

Esta constante vinculación, que fue también personal, con el teatro del exilio, no dejó de tener sus puntos de fricción. El más conflictivo, y también el más famoso, fue su polémica con Alejandro Casona. El dramaturgo asturiano regresó a España en 1962 y contó con una acogida extraordinariamente favorable del público, la censura y la crítica oficial. Se convirtió, por tanto, en un autor plenamente integrado en el mediocre mundillo teatral de la España franquista. Este hecho, y la constatación de que su teatro, poético, evasivo, resultaba en los años 60 de una inactualidad flagrante, hizo que los jóvenes críticos que venían defendiendo un teatro comprometido con la realidad española atacasen con virulencia al triunfador Casona. La polémica vino servida, sobre todo, en Primer Acto, y en ella participaron Ricardo Doménech, José Monleón y Ángel Fernández Santos.

En 1964 resumía Ricardo Doménech, desde las páginas de Ínsula, su postura en un artículo titulado muy significativamente “Para un arreglo de cuentas con el teatro de Alejandro Casona”. En él expresa cómo lo que se produjo en los críticos que rechazaban aquellas obras fue una gran desilusión al enfrentarse al teatro de un escritor mitificado, desilusión que no aparece como algo personal, sino generacional:

Comparto esta desilusión con sectores muy vastos de la juventud, de hombres de mi generación que, como yo, conocieron el teatro de Casona poco menos que a escondidas –en un día ya lejano– y hoy descubren con asombro el fraude de que han sido objeto. Es verdad que hay entre nosotros una parte de culpa por todo ello. Pero la creación de un mito no responde nunca a causas arbitrarias o gratuitas, sino que, por el contrario, expresa una necesidad colectiva. Nosotros tuvimos necesidad del mito Casona –entre otros– para enfrentarlo a otro mito que se nos proponía desde los escenarios, en los que imperaban los residuos benaventinos y quinterianos y en los que los autores de éxito se llamaban Pemán o Calvo Sotelo (Ínsula, nº 209, 15).

El fraude consistió en descubrir que el teatro de Casona era “un excelente barbitúrico –tranquilizador y evasivo– para la burguesía”. Y ello a pesar de que “el teatro de Casona tiene calidad”, lo cual resulta doblemente amargo para Doménech, que lo había considerado como el único, el verdadero continuador del teatro de García Lorca. Porque esta incuestionable calidad, los valores poéticos y teatrales de Casona están puestos al servicio de una poética conformista:

De espaldas a todo, Casona ha escrito su teatro de las ilusiones ficticias, un teatro vagamente moralista, en el que se nos da una imagen pequeñita e infantil de la condición humana, y en el que, para más detalles, sale el diablo y todo... Cualquier cosa antes que un personaje de carne y hueso o que un problema real y verdadero.

Dados todos estos ingredientes, no puede asombrarnos que el teatro casoniano se encuentre hoy inserto en este proceso de absorción y mitificación por la burguesía, al cual proceso este teatro parece entregarse sin muchas reservas. En él, la burguesía acaba de encontrar una buena horma para su zapato: un teatro enmascarador por su contenido, pero que, por su calidad literaria –lo que a estas alturas ya es condición inexcusable para todos–, se puede exhibir sin sonrojo. Y él –quiero decir, este teatro– ha encontrado en ella a su destinatario legítimo (Ínsula, nº 209, 15).

6. EL CRÍTICO COMPROMETIDO

Las críticas teatrales de Ricardo Doménech no son solamente un conjunto de excelentes análisis de obras teatrales, sino que forman un discurso coherente, una interpretación unitaria del teatro de su tiempo. Y esto se debe a que el autor tiene una concepción clara del papel que juega el teatro dentro del mundo de la cultura y dentro de una sociedad determinada. Esta seguridad en sus ideas lo lleva a afirmaciones tan tajantes como la siguiente:

En un momento dado coexisten –aunque no sea de modo pacífico, ni tiene por qué serlo– varias concepciones del teatro dentro del marco cultural de la sociedad. De esa dialéctica se nutre el desarrollo del drama. Y, sin esa dialéctica, el drama sufriría una parálisis, un estancamiento. Ahora bien, el hecho de que haya varias concepciones del arte dramático no significa que todas ellas sean válidas. Sólo hay una concepción válida del teatro: aquella que “recoge” el espíritu de la época y lo “devuelve” en un teatro que, por su forma y contenido, sirve para su justa expresión dramática (Doménech, 1966, 9).

Ahora bien, Doménech no niega el derecho a existir a otras concepciones teatrales, a otras formas de hacer teatro. Trata, simplemente, de establecer un sistema de valores en el que no todo vale por igual. Existe un teatro “antiguo”, propio de otras épocas, que se mantiene por pura rutina y de forma mecánica. Es un teatro que puede tener su público, que puede tener incluso mucho éxito entre espectadores acostumbrados a sus recursos y sus posibles bellezas, pero nunca expresará las preocupaciones y el sentir de su tiempo, no recogerá el latir de una época.

Esta vinculación del teatro con la sociedad se concreta, en la circunstancia española que le tocó vivir, en un teatro comprometido con la libertad y la justicia social, a la vez que con la reivindicación de lo auténticamente popular frente al folklorismo costumbrista y al tópico patriotero. Es evidente la raíz marxista de este planteamiento, pero se trata, en todo caso, de un marxismo no dogmático, que no se limita a reconocer como válida una estética determinada (la del realismo socialista), sino que tiene en cuenta las aportaciones de obras o de movimientos muy alejados de ese modelo siempre que respondan a la condición básica de ser exponentes de su tiempo. Es lo que le ocurre con Beckett, cuya estética vanguardista le parece expresar mejor que ninguna otra la situación de una Europa, un mundo desesperanzado, desgarrado por las terribles guerras del siglo XX.

La teoría ética del compromiso del artista tenía entonces dos guías insoslayables: Jean Paul Sartre y Bertolt Brecht. El Sartre que había definido y defendido el engagement, el compromiso, en obras como Qué es la literatura, al que cita Doménech como sustento de su propia concepción artística: “No nos haremos eternos corriendo tras la inmortalidad; no seremos absolutos por haber reflejado en nuestras obras algunos principios descarnados, lo suficientemente vacíos y nulos como para pasar de un siglo a otro, sino por haber combatido apasionadamente en nuestra época, por haberla amado con pasión y por haber aceptado morir totalmente con ella” (Citado por Doménech, 1966: 107).

Pero es Bertolt Brecht el autor que a Ricardo Doménech le parece representar mejor que ningún otro, tanto en su teoría como en su práctica, el espíritu de su época, el que muestra el camino que debe seguir el teatro español.

Cuando, de forma apasionada, defiende Ricardo Doménech la calidad y la teatralidad de los esperpentos de Valle Inclán, lo hace con el modelo brechtiano en la mente:

Contrariamente a la imagen que durante tanto tiempo algunos críticos más “piadosos”, más “condescendientes”, nos han querido imponer de un Valle Inclán modernista y decadente, hay otro Valle Inclán: el gran Valle Inclán de los esperpentos, donde subyace una clarividente anticipación del teatro agónico de Beckett, por un lado, y del teatro épico de Brecht por otro (Doménech, 1966, 125).  

Y así como Valle Inclán creía que sólo los muñecos del compadre Fidel podían regenerar el teatro español, para Ricardo Doménech eran los esperpentos valleinclanescos los que podían abrir camino a la renovación de la escena española precisamente por lo que tenían de cercanía o de premonición del teatro épico brechtiano:

Que, desde el punto de vista teórico, este teatro de madurez de Valle es todavía incompleto, y que ese conjunto de esperpentos no suponen todavía la plena maduración un teatro épico, es bastante cierto. Hay lagunas y contradicciones en la teoría; hay insuficiencias y contradicciones también en los textos dramáticos; hay mucho “Madrid absurdo, brillante y hambriento” de la época... Todo ello es verdad, o al menos así lo entendemos nosotros. Sin embargo, y esto es quizá lo más importante, el teatro de los esperpentos, que es un teatro de búsquedas, responde muy bien a cuáles son las búsquedas del teatro español de hoy. Teatro de búsquedas –y de grandes hallazgos, naturalmente–, los esperpentos suponen una base firme, a partir de la cual se puede pensar en un teatro épico español (Doménech, 1966: 134).

Ricardo Doménech fue uno de los adalides del “brechtismo” de los años 60, probablemente el más importante junto con Ricard Salvat y Alfonso Sastre. Posteriormente su entusiasmo por el teatro épico se fue templando. Su interés por lo trágico y los elementos míticos que aparecen en el teatro de Valle-Inclán y García Lorca lo fueron alejando de la estricta observancia brechtiana, que, por otro lado, nunca produjo en España un teatro épico de calidad. Pero siempre mantuvo la convicción firme de que no puede haber un teatro de altura y de profundidad si no se encuentra ligado a la realidad social de su época, si no expresa las preocupaciones, los anhelos de todo un pueblo. Fue, y lo siguió siendo hasta el final de su vida, el gran crítico español del compromiso.

 

 

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