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1. MONOGRÁFICO

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1.7 · En el Centenario de Valle-Inclán: Águila De Blasón, dirigido por Adolfo Marsillach.

Por Guadalupe Soria Tomás y Eduardo Pérez Rasilla.
 

 

No obstante, cabría argüir que la potencia de los esperpentos y su condición de necesario y urgente revulsivo para la vida pública española del momento tal vez indujo a los citados críticos a minusvalorar injustamente un texto de la calidad dramática y de la capacidad revulsiva de Águila de blasón. De hecho, su escenificación no se verificaría sin problemas, como más adelante tendremos ocasión de comprobar. La abierta presentación de la sexualidad y la violencia, el empleo de un leguaje depurado de eufemismos y restricciones o la mirada sobre el abismo de las más brutales pasiones por fuerza tenían que hacer rechinar la mojigatería de la sociedad española de los sesenta. Así, la complejidad de la poliédrica decisión estaría entonces en la raíz de las puntillosas discusiones y los prolijos trámites que hubieron de superarse para que Águila de blasón subiera a los escenarios.

Existía un precedente en el ámbito del teatro universitario. En 1960 el TEU de Derecho, dirigido por Álvaro Guadaño, había escenificado Águila de blasón. El espectáculo había obtenido el primer premio del certamen de Teatro universitario y su director el segundo, concedidos por un jurado del que formaba parte José María de Quinto (Pérez-Rasilla, 1999, 43). La revista Primer acto ofrece una crítica elogiosa del trabajo, en la que habla de “una rica interpretación de conjunto y un sentido de las composición y de la plástica poco frecuentes. De entre el numeroso reparto, justo y preciso, no pueden olvidarse Manuel Martínez Millán, María Luisa Salabert, y en especial Josefina Ramón Casas, que posee unas condiciones para la tragedia verdaderamente singulares” (de Quinto, 1960, 49). Es curioso que esta propuesta haya sido olvidada con alguna frecuencia en los trabajos sobre las escenificaciones de Valle-Inclán o que Francisco Álvaro no lo mencione en el volumen dedicado a la temporada correspondiente. Sin duda se trató de un proyecto muy ambicioso para las posibilidades modestas de un teatro universitario de la época. Álvaro Guadaño siguió trabajando durante algún tiempo en los TEUS y después en el Teatro de Cámara la Barca, donde produjo algunos espectáculos dignos de estima. Acaso su trayectoria merezca algún estudio más detallado. Pío Cabanillas recordará la escenificación de Águila de blasón por parte de TEU de Derecho y lo citará años más tarde, imprudentemente, como veremos, en su correspondencia con Carlos Valle-Inclán.

Seis años después, el montaje de Águila de blasón en un Teatro Nacional puso de manifiesto ante la sociedad española la validez del teatro valleinclaniano. Como ha subrayado Heras (Heras, 2006, 126), precisamente aquel centenario pudo constituir el punto de inflexión: los hasta entonces canónicos Arniches o, sobre todo, Benavente, empiezan a quedar desplazados por Valle-Inclán, aunque el proceso que conduciría al autor de Luces de bohemia al centro del canon no concluiría hasta que transcurrieran dos décadas. Pero la etiqueta de irrepresentable que con tanta ligereza se asignaba al teatro de Valle comenzaba a desvanecerse. El estreno de Águila de blasón, dirigido por Adolfo Marsillach, en el Teatro María Guerrero, causó un impacto notable en la sociedad española.

Tanto el responsable artístico del montaje como quien asumió la responsabilidad política del evento, han narrado los hechos en sendos libros autobiográficos publicados en la década de los noventa del pasado siglo. Sus respectivos relatos están impregnados no sólo de la singular percepción del mundo que caracteriza a cada uno de ellos, sino también de una escasamente disimulada necesidad de justificación. Es comprensible, pero la historia del estreno debió de resultar más complicada de lo que se desprende de estas narraciones. Cronológicamente, el primero de estos libros fue el de García Escudero, pomposamente titulado Mis siete vidas, en el que desliza comentarios y valoraciones sobre aquel estreno, con el propósito de hacer valer su labor al frente de la Dirección General (García Escudero, 1995, 292):

¿No era también política, en aquellas circunstancias, poner en escena a Valle-Inclán? En el caso de este, se adelantó Marsillach, con Águila de blasón, a raíz de cuyo estreno Carlos Valle, hijo de don Ramón, me escribió confesando que se habían desvanecido las prevenciones que en él había creado el modo como la censura “impune y arbitraria”, se había cebado con anterioridad en las obras de su padre.

Sin embargo, García Escudero omite en su reconstrucción de aquel episodio el tortuoso proceso que hubo de seguirse para la representación de la obra valleinclaniana. El escrupuloso criterio del director general y su actitud timorata estuvieron en el origen de muchas de las dificultades, si no de todas ellas. Pero quien ya era un respetable y anciano personaje público no quiso acordarse de aquel bochorno. Por otra parte, y a pesar de su tono correcto y su intento de parecer conciliador, se adivina que su empatía con Marsillach, hacia quien trata de mostrarse siempre respetuoso, fue escasa. Escudero prefería como director a José Luis Alonso Mañes y, como actor, a José Bódalo. El trato con Marsillach, pese a la cortesía que adornaba a García Escudero, debió de resultarle incómodo, a diferencia de lo que le sucedería con José Luis Alonso. Cuando habla de Marsillach lo describe como (García Escudero, 1995, 294):

[…] buen actor, aunque demasiado cerebral para mi gusto, y buen director también, pero que, posiblemente porque no obtuvo todo el éxito a que se consideraba acreedor, o simplemente porque le molestaban las inevitables servidumbres administrativas (“me ahogan los números, los presupuestos, las nóminas”, me escribía) o porque bajo su compostura de hombre inteligente (demasiado inteligente quizás para un país tan temperamental) se escondía un complejísimo mundo interior, una mente colmada de recovecos, un laberinto de espejos y quizá una inseguridad radical, se me fue rápidamente; eso sí, de modo correctísimo por las dos partes. También alegaba su frialdad ante el teatro clásico “al menos como por lo visto hay que seguir haciéndolo en España”. Aunque yo no tengo constancia de que me hubiese planteado nunca la posibilidad de representarlo como en su carta decía: perdiéndole el respeto hasta que termine escandalizando.

 

 

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