Los días de la nieveCONEJERO, Alberto
Pról. Laila Ripoll, Madrid, Ediciones Antígona, 2018, 67 pp

[…] Ahora voy a contarte lo que el olvido alumbra:
tendido en los desvanes como una oscura fiera,
que en mansas contracciones su cuerpo extiende
y exige de los hombres aquello cuanto amaron.
Alberto Conejero, “Para morir de olvido”
(Si descubres un incendio)


A lo largo de su producción dramática, Alberto Conejero ha demostrado su creencia en el valor de la palabra, una intensa sensibilidad, su pasión por el teatro y su amor a la tradición. Los días de la nieve es el testimonio bidireccional de una humilde costurera que no es otra que Josefina Manresa, esposa del poeta Miguel Hernández. Un extenso monólogo por parte de una mujer entrada en años que, en su labor de coser un vestido azul, confiesa a una supuesta cliente algunos de los años más significativos de su vida.

En la obra, publicada y estrenada en 2018, el dramaturgo hace hincapié hasta la saciedad en dos términos que, a pesar de resultar banales en una primera evocación, no son significados tenidos en cuenta en nuestra sociedad actual, de ahí su reivindicación: la palabra y el tiempo. La protagonista y único personaje de este drama reflexiona ininterrumpidamente sobre la conciencia del tiempo y la medida de las palabras, que tanto valor han tenido para ella a lo largo de su “trivial” existencia. Un paseo para recordar los primeros años del pasado siglo: su empleo, sus círculos sociales, su primer amor, su familia, sus pertenencias, sus sentimientos… su vida. Para ello, Conejero no se limita a dar cuenta de una circunstancia posiblemente histórica y/o verosímil, sino que la totalidad del drama está plagada de un universo simbólico evidente a los ojos del espectador conocedor del panorama vanguardista de los años que rodean a Josefina Manresa y Miguel Hernández.

Si bien nuestra costurera recorre conversacionalmente todo lo que ha sido su vida “puntada tras puntada”, el lector y espectador tiene la sensación de que tal ejercicio de costura se constituye como una alegoría de su propia vida: puntada tras puntada, con algún desgarrón y algún pinchazo fortuito y desafortunado, forjando su existencia pasada evocada en el presente: «Desde niña ya me hablaba así / el tiempo, / con la lengua de la aguja. / Apareciendo y desapareciendo en el sobrehilado» (24). Esos hilos que nuestra Josefina maneja con tal maestría y argucia no dejan de ser los hilos que ha trazado su propia existencia relatados de una manera absolutamente poética, característica del dramaturgo: una serie de tragedias repentinas, la desolación devastadora producto del conflicto de 1936 que supuso la muerte de sus seres queridos y la separación y encarcelamiento de Miguel. De la misma forma, la poesía del escritor de Orihuela sale del libro para hacerse humana en el escenario, versos recordados con una felicidad trágica por su esposa.

Dejando a un lado la conocida biografía de Miguel Hernández, también se esclarece de manera sentimentalmente dramática la “responsabilidad” de las mujeres de los autores, lamentablemente olvidada. Se vislumbra una crítica a la falta de privacidad de las viudas, en primer lugar; y, en segundo lugar, la falta de respeto para con los familiares de un poeta laureado. Todo ello es monologado por Josefina Manresa a la periodista y, por ende, a cualquier receptor de la obra.

[…] Ya han venido otros a llevarse lo que han podido. A pedirme lo que fuera.
Fotografías, cartas, todo.
He sentido como mil manos
arrebatándome de lo que era mío,
de mi familia.

A pesar de que Josefina es el único personaje, no es el único elemento sustancialmente simbólico. El vestido azul ha coprotagonizado toda la trama: el vestido color azul mar, el último encargo de la costurera, un vestido solicitado por una joven supuestamente desazonada por un amor no correspondido. Tal vestido no simboliza más que el anhelo o logro por parte de Josefina de sentir la paz de un mar calmado, de un mar despejado y tranquilo. «[…] El vestido me ha enseñado algo. / Suena ridículo, ¿verdad? / Algo en el vestido me ha calmado. / Como quien se sienta frente al mar. / Todo este azul» (67). El cierre de la obra es el oído lejano de ese mar, que acaba con un canto suave y tímido por parte de Josefina, a la par que el vestido se torna un objeto sagrado, así explicitado en la acotación: «Toma el vestido azul como quien toma algo sagrado» (67). Este azul prototípicamente surrealista invita a Josefina y al público a sumergirnos en ese mundo de ensueño, paradigmáticamente evocador e ilusorio, donde la viuda halla su rescoldo de paz, sin las miradas curiosas y arrebatadoras de aquella muchacha que, junto con otros muchos, habían intentado usurparla sus bienes más preciados: sus recuerdos, sus palabras, su tiempo.

Uno de los elementos más característicos del teatro de Conejero es la ausencia de personajes a quienes va dirigido el discurso dramático de los protagonistas. Me explico. En Los días de la nieve, el personaje de Josefina Manresa dirige la totalidad de su parlamento a una supuesta periodista, no “actorizada”, esto es, Josefina es el único personaje de la obra, dialogal y escénicamente. De la misma forma, en otra de sus obras, Todas las noches de un día, el protagonista se enfrenta a un interrogatorio policial ausente y aparece acompañado de una mujer ilusoria, producto de su imaginación, de un recuerdo no muy lejano. En definitiva, la estética del dramaturgo está abocada a los monólogos dirigidos a entes incorpóreos y no caracterizados como personajes, sino receptores ilusorios que nos convierten a los lectores y espectadores en receptores primarios. De alguna forma, se busca romper los límites de la ficción, o bien se busca retar la base de verosimilitud. Un hecho es indiscutible: la simbología del surrealismo de la década de los veinte, tomando como base la tendencia lorquiana de nuestro escritor.

La escenografía e iluminación empleada por el director de escena, Chema del Barco, en su representación en el Teatro del Barrio de Madrid, corresponde simbólicamente a la personalidad y el monólogo de Josefina, magníficamente encarnada por Rosario Pardo: un ambiente costumbrista del siglo XX, con un baúl ingente de recuerdos, polvo que da sensación de una detención del tiempo, un no-tiempo, incluso. Con respecto a los poemas leídos y mostrados en las cartas de Miguel Hernández, Josefina Manresa pronuncia otra de las grandes defensas al arte de la Poesía en este drama: «Los poemas no tienen dueño. / Ni siquiera los que escribió para mí / me pertenecen del todo». Si retomamos la introducción de esta reseña, se recupera el valor del Verbo en Alberto Conejero, la importancia de las palabras (no) pronunciadas –orales o escritas– y su efecto en el mundo. El intimismo catártico en este tipo de confesiones es una de las marcas líricas del dramaturgo jaenés.

El prólogo de la obra, publicada por Antígona, fue elaborado por otra de las grandes escritoras de la escena actual: Laila Ripoll. Seguidora del teatro de Conejero y con quien comparte muchas características dramatúrgicas, Ripoll establece en el autor una «mirada limpia y compasiva», «empática y generosa», en un teatro lleno de «ternura y fragilidad», consolidando el teatro de Conejero como un «teatro comprometido, honesto, valiente y con memoria» (10-11). No deben extrañar las palabras de la autora si tenemos en cuenta su devoción por el tema de la Memoria Histórica y los conflictos morales de su teatro; por lo tanto, la confluencia entre ambos autores es indiscutible. Laila Ripoll, para describir con tales adjetivaciones el teatro de su coetáneo, se sirve de otra de las grandes obras dramáticas de Conejero: La piedra oscura, con la que se instaló en la nómina de los autores representantes de la dramaturgia española actual.

Los días de la nieve, así como Todas las noches de un día o La piedra oscura, son obras en las que Conejero persigue un mismo fin: materializar una sombra, recuperar un pasado al borde del olvido, metaforizar lo más frágil en aras de lograr su eternidad. Con esta sentencia ultima el personaje de Rafael La piedra oscura: «No voy a desaparecer del todo, ¿verdad? Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?». Josefina Manresa, sin embargo, aboga por una libertad de la memoria a partir de la palabra: «Una tiene derecho a los recuerdos. Pero más derecho tiene a los olvidos», refiriéndose a ese fatídico año de 1936.