El teatro transgresor de Jesús Campos GarcíaGUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Ruth
Madrid, Fundación Universitaria Española, Colección Tesis Doctorales ‘Cum laude’, 2019

No se asusten porque se trate de una tesis doctoral calificada ‘cum laude’. El libro se lee con la tensión del que se pregunta infinitas cosas sobre una materia, y en este caso no se trata solo de lo relativo al monografiado, sino a lo que ha sucedido en la creación dramática española en los últimos cuarenta años. La tesis la dirigió Antonio Fernández Insuela, se leyó en febrero pasado, y resulta ser una obra de interés superior.

Por lo demás, no me voy a quejar. Para qué. No voy a decir: verán, es difícil reseñar un libro sobre alguien al que conoces, al que admiras, al que quieres y al que te une una de esas amistades en que está excluida la desconfianza y la rivalidad. No la emulación. Donde raras veces surgió el conflicto, porque el trabajo común, el objetivo compartido, las estrategias de equipo pueden llevar al roce, pero su propia naturaleza no lleva nunca al apremio porque ninguno de los dos guardaba cartas en la manga, objetivos inconfesados. Lo que hicimos Campos y yo en la AAT fue común, pero fue sobre todo su diseño y su esfuerzo. Se le reconoce en el medio, eso es cierto. También es verdad que goza de más reconocimiento moral que de recompensa efectiva. Porque, aunque sea sorprendente, para un dramaturgo (Campos es muchas cosas en teatro, pero sobre todo es dramaturgo, y al servicio de sus piezas teatrales está el diseñador, está el director, está el eventual actor, el productor, el…), recompensa es lo que tendría que ser recompensa para el público: que sus obras se representen en las mejores condiciones. Producen una obra tuya y tú te muestras agradecido. A veces, hasta el menoscabo o la humillación. Eso no lo he visto jamás en Jesús Campos en las cuatro décadas que lo conozco.

Repito algo que ya escribí hace tiempo, aunque no sé si con las mismas palabras: trabajar con Campos es una hermosa experiencia ética. Alguien me dijo que Campos es de una honestidad que incomoda. No sé a quién podía incomodar, preferí no preguntar. Para quien no conozca la figura de Jesús Campos García, persona y personaje, este libro será una grata sorpresa a poco que le interese la vida teatral de nuestro país. Nos acerca este libro varias décadas de los usos, costumbres, hábitos y vigencias (cambiantes, siempre) de ese mundo teatral, que no solo tiene lugar en Madrid, pero que en Madrid se desenvuelve como en ningún otro punto de España. Lo que ha hecho Ruth Gutiérrez Álvarez es un trabajo en el que no se le olvida nada que sea esencial. La vida de Campos no es la del Conde de Montecristo, que después de todo era un personaje de ficción. Pero esa vida tiene mucho significado para el teatro español de las últimas décadas del siglo y lo que llevamos de éste, y los sentidos de esas vidas (son varias, y todos sabemos que eso es lo habitual) es lo que se pone de manifiesto en esta obra excelente que bucea en la biografía, en las hazañas, en las muchas reflexiones de Campos sobre el teatro, en el detalle de muchas obras (y en especial de las más importantes), y finalmente en la relación agitada y lúcida del hecho teatral aplicado a su obra, o deducido de su obra. Es quizá ésta la parte más importante, de mayor interés, y también la más ardua. La más científica, por decirlo así.

Y una sorpresa especial, de interés superior, es no solo el recorrido biográfico, desde esas “panzás” de teatro que se daba el niño Jesús (Campos), que podía ver a los cómicos que viajaban por su tierra en sesenta o setenta funciones de una “sentá” veraniega. Su vida tiene mucho de significativo, por lo que tiene no ya de “vida de santo”, ni de “camino de imperfección”, sino de ese punto de “novela picaresca” en la que Campos jugó los cometidos del Lazarillo más que de Guzmán, sobre todo cuando por la insobornable afición por las tablas se jugó los dineros (y se arruinó) por una obra que ni le iba ni le venía. No hay que contarlo, hay que leerlo. Dicho sea de paso, aquella función la habían hecho en cine pocos años antes, en Hollywood. George Cukor, nada menos. Qué temeridad. Es ésta una de las sorpresas que se pueden degustar poco a poco en la parte biográfica.

Pero luego viene esa de especial interés que decía antes, y que no es otra que la titulada “Aproximación al pensamiento de Jesús Campos García”. En más de una ocasión, mientras recorría las páginas de este libro hacia atrás y hacia adelante, jugando sucio, tratando de leer el final antes del comienzo o la crisis, se me ocurrió que la mejor reseña de este libro podría ser una secuencia de citas de esta parte. Porque Campos carece de ideología teatral. Tiene sus ideas políticas, religiosas, humanas, nunca rígidas, como cada cual tiene su alma en su almario. Pero no es un ideólogo del teatro. La ideología es, como sabe todo aquel que haya paseado media hora por las antologías marxistas, una falsa conciencia de la realidad que sirve a intereses de clase, de cuerpo, de gremio, de mísera y efímera circunstancia a menudo; pensamientos espurios, qué sé yo. No es Campos un ideólogo, ni su temperamento es de esos que le llevan a la reflexión tras la batalla, ganada o perdida, sino alguien que va levantando un pensamiento que viene de la práctica. Campos, que es un heterodoxo (no trato de evocar a Menéndez Pelayo, por favor), es en rigor un ortopráctico. Se advierte en la secuencia o montón de ideas que el teatro le ha llevado a expresar. Siempre de manera no sistemática. No ha escrito un libro sobre la práctica, los males, las crisis del teatro en España. Lo ha vivido, lo ha explicado aquí y allá, y eso parece que forma un cuerpo de doctrina. Doctrina en el sentido de testimonio, examen e intento de explicación. Nunca en el sentido de la vieja catequesis, hoy lejana a los seminarios y exportada a partidos nacionalistas periféricos y a instituciones y fundaciones que insisten en lo inevitable del mágico neoliberalismo. Ese pensamiento lo rastrea Ruth Gutiérrez en entrevistas, citas, escritos dispersos, declaraciones interminables. Como cuando insiste Campos en que lo que le llama del teatro es… divertirse. Caramba. Ruth Gutiérrez ha tenido a mano muchas entrevistas concedidas por Campos. Opiniones, reflexiones… y todas con fecha, de manera que se advierte (y así lo refleja el libro) cómo va enriqueciéndose el pensamiento de Campos. Pero estas entrevistas son solo una parte de la impresionante bibliografía presentada por la autora. Y es de esas veces que te das cuenta de que ella ha fatigado esas páginas invocadas.

Es cierto que es una ventaja hacer una monografía sobre alguien que tienes a mano, pero esa ventaja no se ha convertido, en este libro, en un sencillo “tirar por la calle de en medio”, sino en un análisis que abarca toda la obra y que, como adelantaba antes, culmina en ese rotundo capítulo cuarto sobre “Características formales”. Y ahí les quiero ver, queridos lectores y estudiosos, porque ahí se halla la enjundia: tras la vida, tras la idea, tras la obra. Ahí está Jesús Campos, el que se niega a que alguien que desconoce su obra se permita ponerla en escena con criterios ajenos, que a menudo se pretenden superiores. El que niega la división del icono en pedazos de intérprete que se torna creador, como si el pupilo quisiera ser tutor (siempre).

He visto suficientes obras de Campos como para conocer su capacidad para cambiar de código escenográfico cada vez. No digo ya dramatúrgico, sino puramente escénico. Desde los sueños (¿sueños?) de Es mentira hasta los enfrentamientos de dos personajes solos (en especial esa espléndida pieza que es Patético jinete del rock and roll). Y, antes, la obra por la que le conocí, 7000 gallinas y un camello. Una reseña mía cuando la obra apareció en libro nos llevó a conocernos. Hasta hoy. Qué riqueza había en esta obra. Qué hermosa es la edición que preparó con el apoyo de la Junta de Andalucía (2009). Por cierto: el CDN tuvo el detalle de programar una obra suya hace unos años (… y la casa crecía), y en ella se pudo ver hasta qué punto es Campos un hombre de teatro total. Es cierto que no eligieron la mejor obra disponible de su repertorio, lástima que no eligieran La cabeza del diablo, una maravilla, una obra maestra que exige una superproducción, pero ya sabemos que las superproducciones no están… para eso. Resulta curioso también que las institucionales nuevas tendencias nunca pensaran en Campos, que personifica las nuevas tendencias por excelencia, como sabemos hoy con perspectiva. Pero el Centro Andaluz de Teatro, en su tierra, no ha tenido ni siquiera el detalle del CDN.

Una de las dimensiones de Campos es que ha sido maestro de muchos. Ha enseñado los mecanismos que permiten que una obra funcione en el planteamiento del conflicto, su elevación a crisis y su resolución como catástrofe (y ya saben ustedes que, en teatro, catástrofe es una palabra que arrastramos desde los griegos y que no significa necesariamente ‘calamidad’). Y ha dado lugar a algo no deseable por su parte: te paseas una semanita, apenas cinco horas, por un seminario de Campos y a la siguiente eres maestro de dramaturgias. Eso no se aprende, dice Woody Allen al comienzo de una sus películas. Y ese es uno de mis desacuerdos con Campos y otros colegas. Aprender trucos, sí. Aprender a escribir teatro, no. Fui inconsecuente, ya que durante nuestros tiempos de la AAT prodigamos talleres de este tipo por la geografía nacional. Pero ahí están varias generaciones de gente que escribe para el teatro y que ha aprendido los rudimentos del oficio de las lecciones de Jesús Campos y sus seguidores.

Hace unos años, alguien que no fue discípulo suyo, mi admirado Mario Gas (y lo escribo sin ironía), prefirió programar una obrita floja, y leída en off, en lugar del arriesgado montaje de A ciegas, a la que se parecía demasiado. A ciegas es una obra cuyos inicios conozco, cuyos montajes he visto (¿visto?, si es “a ciegas”), y cuyo atrevimiento y acierto –lo confieso– no supe comprender hasta tener todo aquello delante entre las tinieblas, los sonidos y los susurros del ruido (disculpen esta imagen). Ruth Gutiérrez da cuenta de esta hazaña bélica en la que Campos, que nunca fue un provocador, optó por no callarse, cuando todos le aconsejaban silencio, porque era mejor no enfadar al efímero pero duradero señor feudal del Teatro Español; como no se calló ante los directores del CDN, cuando definió sus “mandatos” como “cortijos”. Qué acierto de expresión, y quién mejor que alguien que nació en Jaén para saber el auténtico significado de cortijo, supervivencia del Antiguo Régimen. De toda esta historia de A ciegas da cuenta el libro de Ruth Gutiérrez, como la da del magisterio, de las clases, de los talleres, de las ideas de Campos de cómo se escribe una pieza teatral. Campos te da la clase, te lo cuenta. Y luego tú vas y escribes. ¿Así de fácil?

Estoy tentado de aconsejar al lector que empiece por el final, no para saber el revés de la trama, la solución de la aventura, sino para comprender el planteamiento de este libro sabio y penetrante: el capítulo 5, “Jesús Campos, un autor inclasificable”, con una espléndida secuencia llamada “Conclusiones”, más una entrevista, que de las muchas concedidas por Campos no ha de ser la última, pero sí una de las de mayor aliento.

El libro de Ruth Gutiérrez me lleva a momentos, a días, al testimonio de las luchas de Campos en el teatro. Sí, lo suyo han sido luchas. Ese tipo de luchas en las que no hay ejércitos ni guerrillas, pero sí mucha tensión ante un público engolfado por el teatro vigente, a menudo público, un público que ha huido a otras amenidades; y ante los titulares de una institución que debería estar ahí para permitir el talento, no para repartir café a los allegados. Luchas, sí: Combats pour la musique, se llamaba el libro del compositor, operista y administrador francés Marcel Landowski, director general que no se plegó a la dictadura de la autoproclamada vanguardia ‒¡Landowski, reaccionario!‒, ni mucho menos, a la tradición impenitente. Ahora bien, Campos nunca ocupó un cargo oficial. Lo más cerca fue su época en el Círculo de Bellas Artes, donde dio oportunidades a todo el mundo. Al modo de Landowski, tal vez podríamos esperar de Campos un libro que se titulara Luchas por el teatro. Luchas, no compromiso. La palabra compromiso está desgastada, tanto por su abuso ideológico como por su reducción a lugar común no solo de periodistas. Lástima que el sector público perdiera en determinado momento la oportunidad de reclutar a Campos como director del CDN. La perdió el sector público y un día habrá una Ruth Gutiérrez que nos cuente quién más la perdió y todo lo que se perdió, viendo la agitada rutina que vino a continuación. Y no me refiero a lo que perdieron mis colegas únicamente, por favor. Hay vida fuera del cortijo. Que no me lo pregunten a mí, que no soy luchador en absoluto (si acaso, solo espadachín, como me dice Madame Canales). A quien hay que preguntárselo es a Jesús Campos. Aunque no responda.