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NúM 6
7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
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7.9 · MAYORGA, Juan, Cartas de amor a Stalin ; La paz perpetua, Madrid, Castalia, 2016, 247 pp. Edición de Francisco Gutiérrez Carbajo.


Por Ana Prieto Nadal
 

 

Ilustración


MAYORGA, Juan, Cartas de amor a Stalin ; La paz perpetua, Madrid, Castalia, 2016, 247 pp. Edición de Francisco Gutiérrez Carbajo.

Ana Prieto Nadal
SELITEN@T (UNED)

 

En el teatro de Juan Mayorga, que enfrenta la historia con el presente, la razón crítica busca separar la verdad de la falacia. Nunca lo anima una voluntad panfletaria o adoctrinadora, sino que pretende problematizar –en palabras de Alberto Sucasas– la doxa dominante. En este sentido, apunta Claire Spooner que Mayorga concibe el teatro como escuela de la sospecha y como ring de boxeo. Como señala Manuel Aznar Soler, el objetivo es la invención de una estructura dramática que sirva para construir una experiencia en el lector/espectador y lo obligue a reflexionar y autocuestionarse.

Nos ocupamos aquí de las últimas versiones de Cartas de amor a Stalin y La paz perpetua, publicadas por Castalia y con edición crítica de Francisco Gutiérrez Carbajo, catedrático de literatura española en la UNED. Estas dos piezas ejemplifican a la perfección la concepción mayorguiana del teatro como arte dialéctico y como lugar de tensión entre lo abstracto y lo concreto. En su brillante y erudita introducción, Gutiérrez Carbajo pasa revista a los distintos pensadores y corrientes filosóficas que han influido en Mayorga, e inventaría obras dramáticas de muy diversos autores y épocas que pueden beber de la misma tradición literaria o usar de análogos recursos. En primer lugar, aborda la cuestión del personaje y hace un recorrido histórico en que analiza este elemento dramático. También incide, entre otros muchos aspectos del teatro de Mayorga, en la importancia de las confusiones entre apariencia y verdad, el difícil encaje de la identidad y la creciente presencia del zoomorfismo en sus textos.

Cartas de amor a Stalin configura, al decir de Wilfried Floeck, la relación conflictiva entre el escritor ruso Mijaíl Bulgákov y la dictadura estalinista, y nos hace testigos de la destrucción de la identidad del escritor en su confrontación psicológica con el dictador. El intelectual se obceca en escribirle al mandatario una carta definitiva que le permita obtener lo que ansía. Ocurre, empero, que, tal como le reprocha su mujer metida en el papel de Stalin –o su propia conciencia desdoblada–, no formula con claridad su deseo: “¿Está decidido a irse al extranjero… o prefiere permanecer, sea cual sea su situación, en la Unión Soviética? ¿De verdad aceptaría un trabajo subalterno en el teatro?” (p. 139). Esta ambigüedad lo desdobla y lo destruye. Porque, aunque solicita un permiso de viaje, su actitud hace pensar que lo que ambiciona es justo lo contrario, seguir en Rusia. A la espera de una llamada de Stalin que jamás llegará, Bulgákov entra en un proceso paranoico que lo lleva a la autodestrucción.

Gutiérrez Carbajo se refiere a las relaciones intertextuales que se establecen en el interior del texto, así como a la hipertextualidad, en términos genettianos, que se da entre La isla púrpura de Mijaíl Bulgákov, sus cartas al dictador y la pieza de Mayorga, y tiene en cuenta asimismo algunos escritos de Evgueni Zamiatin y la novela de Bulgákov El Maestro y Margarita, a los que se alude en la obra teatral. Incide en la específica complejidad enunciativa de la obra y la fuerza performativa que cobra la palabra. También traza un breve panorama de la ficción epistolar en el teatro de los últimos tiempos, para aclarar luego que la de esta obra es una estructura polifónica que no admite adscripción a una única modalidad genérica. El receptor de las cartas, Stalin, participa de algún modo en la escritura, por cuanto la condiciona: “La figura de Stalin determina el tratamiento y los diversos rasgos de estilo de las cartas de Bulgákov así como la recreación dramática” (p. 63). Hay teatro dentro del teatro cuando la mujer se pone en el papel del dictador y anticipa sus posibles reacciones. Entre los recursos metatextuales, deben señalarse la repetición –Bulgákov repite una y otra vez las réplicas que le dio Stalin la única vez que lo llamó por teléfono, y trata de restituir la conversación entera– y la reescritura.

La paz perpetua constituye un homenaje a Kant desde su propio título, y, como apunta Benítez Barrera, demuestra con trágica ironía lo lejos que estamos del desiderátum kantiano. Tres perros, con rasgos muy humanizados –recordemos que, en Palabra de perro, también de Mayorga e inspirada en El coloquio de los perros de Cervantes, Cipión afirmaba que los hombres habían hecho de él un animal–, son candidatos a un solo puesto en una unidad antiterrorista de élite y para ello deben superar varias pruebas en unas instalaciones secretas de alta seguridad.

Los perros no saben qué se espera de ellos para ser elegidos, y van dando bandazos. John-John, un híbrido resultante de distintos cruces genéticos, ha sido entrenado a conciencia y se ha especializado en seguridad; el instinto es lo mejor que tiene. Por su parte, Odín trabaja en inmigración, en Aduanas, detectando a clandestinos en los camiones de la frontera, pero cambia de trabajo cuando le conviene; es un mercenario y no tiene ideología: “No conozco a nadie inocente”. Por último, Enmanuel, cuya última dueña –la misma que le enseñó a escuchar las razones de los otros y le instruyó en filosofía– murió a causa de un atentado terrorista, defiende la consigna horaciana, popularizada por Kant, sapere aude. Así, frente al odio y la intolerancia que destila el lenguaje de Odín y la incapacidad de John-John para pensar de manera autónoma –como dice Simone Trecca, John-John repite frases porque necesita convertir rápidamente el pensamiento en acción–, Enmanuel incide en la responsabilidad del ser humano en la toma de decisiones.

Además de realizar los ejercicios que se les exigen, los tres perros libran un auténtico combate dialéctico. Las pruebas consisten en que reaccionen ante determinadas situaciones, huelan prendas de ropa y definan el concepto de terrorismo. Hay una última prueba, la definitiva: detrás de una puerta hay un hombre que podría tener información sobre un inminente atentado contra la población civil y los aspirantes deben obrar de la manera más conveniente para el bien común, de acuerdo con los postulados de la unidad antiterrorista que los está examinando. John-John no sabe cómo actuar porque necesita órdenes claras. Odín sabe que no hay escapatoria y que no los dejarán salir vivos de allí a menos que ganen la competición; por eso, para él la cuestión es, a la manera de Hamlet, “Morder a ese hombre o no morder a ese hombre”. En realidad, la prueba ha sido diseñada expresamente para Enmanuel, que duda: “Usted lo ha dicho: si tocamos a ese hombre, justificaremos su tenebrosa visión del mundo. ¿En qué nos distinguiremos de él, si despreciamos la ley?” (p. 243).

Enmanuel aboga por la justicia, y no por el odio. Pero el Humano, ejercitado en la demagogia, esgrime buenos argumentos –“Para salvar la ley, a veces es necesario suspenderla” (p. 243)– y asegura que “No habrá otra paz que la que conquistemos cada día” (p. 244). El Humano defiende la tortura como mal necesario y, por tanto, la salvaguardia de la democracia a costa del sacrificio de algunos individuos. De este modo, la paz perpetua se convierte en argumento de justificación tanto de una posición que se niega a acceder a la tortura –la postura ética de Enmanuel– como de la contraria –la del Humano–, que optaría, en palabras de Gutiérrez Carbajo, por “una posible suspensión de la ley por el propio legislador, es decir, de la justificación del estado de excepción” (p. 95).

En suma, se trata de dos de las piezas teatrales más conseguidas de Juan Mayorga, en las que se evidencia hasta qué punto el poder y sus portavoces inciden en la psique de las personas hasta modelarlas a su antojo o violentarlas y conducirlas a la locura o la muerte. Estamos ante un tipo de teatro político en el que, tal como señala Spooner, se escenifica la duda y se obliga al espectador a hacerse eco del dilema y a interrogarse sobre su propia acción en el mundo.

En esta nueva edición, el lector podrá visualizar el afán de perfección de un dramaturgo que reescribe incansablemente y vuelve una y otra vez sobre su producción, y podrá disfrutar asimismo del inestimable estudio crítico de Francisco Gutiérrez Carbajo, que, desde definiciones semióticas y con la voluntad de insertar al autor en una tradición y un contexto histórico, se sirve de numerosos documentos que ilustran acerca del teatro y el pensamiento de Juan Mayorga –monografías, estudios comparativos, entrevistas– para elaborar su propia síntesis y abrir nuevas vías de estudio.

 

 

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