Buero Vallejo, Antonio y Soto, Vicente, Cartas boca arriba. Correspondencia (1954-2000), ed. Domingo Ródenas de Moya, Madrid, Fundación Banco Santander, 2016, 526 pp

Simone Trecca
Università degli Studi Roma Tre

Durante los primeros años del franquismo, en la tertulia literaria del madrileño Café de Lisboa se fraguó, para dos jóvenes derrotados de la guerra civil, una amistad que duraría hasta la muerte de uno de ellos, en el año 2000. Les unía su pasada militancia republicana y, sobre todo, su condición de aspirantes a escritores en la difícil y desoladora época de aquella larga posguerra. El uno, Vicente Soto, se vio pronto obligado a emigrar al Reino Unido por razones económicas (otra forma más del exilio al que tuvieron que sucumbir muchísimos españoles a raíz de la guerra y de la instalación del caudillo), mientras que el otro, Antonio Buero Vallejo, se quedó en una España “pese a todo, maravillosa”, sin dejar de ser “un asco” (p. 61). Este recibía en su patria todos los honores y los sinsabores que podía merecer uno de los más importantes dramaturgos de la segunda mitad del siglo; aquel, luchaba desde fuera contra los mecanismos de exclusión del establishment literario y editorial peninsular.

Dos trayectorias vitales afines y, al mismo tiempo, profundamente distintas, atraviesan pues la segunda mitad del siglo XX y se entrecruzan con cierta continuidad, a partir de su separación física en 1954, mediante un denso intercambio epistolar, amén de unos pocos reencuentros en Londres y Madrid. La correspondencia que atestigua dicha amistad se dilata tanto como para obligar al editor del volumen que reseñamos, Domingo Ródenas de Moya, a seleccionar aproximadamente solo la mitad de las cartas, sin que ello perjudique la fluidez de la lectura y la consistencia de cada una de las cinco secciones cronológicas en las que se reparten.

La primera de ellas, “Distancias insalvables (1954-1963)”, recoge, por un lado, el inicial entusiasmo esperanzado de Soto al llegar a Londres, otro mundo con respecto al Madrid de la España franquista, lo cual no impidió que pronto surgiese paulatinamente una actitud de nostalgia y, sobre todo, de inquietud por la imposibilidad de dedicarse holgadamente a la escritura; por otro lado, la sólida afirmación de Buero en el contexto teatral peninsular (pese a la atención de la censura) experimenta cada vez más las señales de una difícil aceptación “política” de su dramaturgia, como pone de manifiesto la conocida polémica sobre el posibilismo iniciada por Alfonso Sastre desde las páginas de la revista Primer Acto, en 1960.

“Deshielos (1964-1968)” es una sección muy densa en detalles que contribuyen a trazar una semblanza de los dos escritores, tanto en lo referente a sus vidas privadas, como a su perfil público, sin que falten interesantes consideraciones personales acerca de los eventos culturales y literarios del momento, así como de muchos de los acontecimientos que aquejaron aquel intenso lustro (por ejemplo, los asesinatos de los Kennedy y Luther King). Son años de viajes para Buero, tras recuperar su pasaporte, y de estrenos fuera de España, mientras que en el país su teatro sufría cuatro años de forzado silencio, a raíz de la protesta, en 1963, contra la represión policial de los mineros asturianos. También es la época del Premio Nadal a Vicente Soto, en 1967, por su novela La zancada, acontecimiento que se convertiría pronto en uno de los fenómenos aislados de reconocimiento público y de crítica a su obra, como lo dejaron bien claro las dificultades ‒a veces insuperables‒ para publicar sus cuentos y novelas posteriores. El escarmentado amigo “Toni”, en carta del 1 de junio de 1968, no dejaba de avisarle sobre tal peligro, queriendo animarle (como tantas otras veces hace en esta larga correspondencia): “Después del éxito de La zancada te esperan, quizá, dispuestos a no asombrarse. Si así fuese, calma. No faltará quien comprenda y admire” (p. 161).

Son años, por otra parte, en los que empezó a afirmarse el fenómeno que se convertiría en un leitmotiv generacional: el mito del relevo, cuyo alcance Buero había empezado a intuir hacía tiempo, se manifiesta con toda su fuerza a partir de finales de los 60 y acompañará al dramaturgo, amortiguando, en cierto modo, incluso sus más rotundos éxitos, hasta el final de su vida. “Triunfos y desalientos (1969-1975)” se titula, muy acertadamente, la tercera sección del volumen, en la que se deja clara constancia de algunos importantes reconocimientos (el ingreso de Buero en la Real Academia en 1971, la presencia de su teatro en el extranjero; la posibilidad de ver, por fin, publicadas algunas de las obras de Soto), no exentos de mil contrariedades y disgustos para ambos. Se va acercando, además, el final de la larga dictadura de Franco, lo que llena las cartas de ponderaciones ilusionadas, pero no hasta el punto de pasar por alto las señales de desequilibrio y de inestabilidad política que amenazan a la sociedad española. Escribe Buero el 29 de diciembre de 1975: “Ojalá el 76 sea un año libre y digno para todos. Pero no nos hagamos muchas ilusiones: si la etapa es nueva, no deja de ser parecidísima a la anterior. Preveo que el año será, más bien, tenso, confuso, peligroso” (p. 348); al mismo tiempo, y con este espíritu de lúcida cautela, trabaja en ‘su’ Larra, el que va a ser protagonista de La detonación (1977) y que, en cierta medida, encarna los temores y adelanta las desilusiones que experimenta el autor durante los años de la transición.

Estos se ven reflejados en la sección siguiente, “Zona de turbulencias (1976-1985)”, acompañados de eventos trágicos que contribuyen a aumentar el decaimiento físico y psíquico del dramaturgo y a hacer que menudeen las manifestaciones de solidaridad y amistosa incitación del antiguo contertulio desde Londres: a los disgustos profesionales (como la polémica con Fernando Arrabal, quien le acusaba de colaboracionismo con el régimen desde las páginas de la revista Estreno, o la actitud de la crítica izquierdista) se suman los traumas personales, ocasionados por las amenazas de muerte recibidas desde finales de marzo de 1976 y, sobre todo, por el accidente de tráfico que, ya en 1986, le quita la vida a uno de sus hijos, Enrique (Quique). La sombra del trágico acontecimiento se alarga hasta ennegrecer las poquísimas cartas que ocupan el último apartado del libro, “La vida, fuera (1986-2000)”.

La pertinente y esmerada introducción de Domingo Ródenas de Moya, así como los acertados preliminares que anteceden cada apartado para contextualizar los acontecimientos y los temas tratados, acompañan oportunamente al lector en un sugestivo paseo por este asombroso ‒en todos los sentidos‒ bosque de cartas.

Imposible, desde luego, dar cuenta de manera exhaustiva de la riqueza de este epistolario, que nos brinda una especie de biografía compartida: un doble retrato que, si por un lado confirma los perfiles humanos y éticos de los dos corresponsales, por otro ofrece trazas a veces inéditas de sus personalidades, gracias al tono íntimo de muchas cartas. Y además, revela detalles inusitados de Buero Vallejo ‒a quien descubrimos practicante de yoga e interesado en la ufología‒ contribuyendo así a bosquejar una semblanza del dramaturgo precisamente en el centenario de su nacimiento y, como su figura merece, a celebrar y conmemorar a uno de los mayores autores del teatro europeo de la segunda mitad del pasado siglo.