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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.4 · OCUPACIÓN TEATRAL DEL ESPACIO PÚBLICO


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

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La compañía La tristura organizó en 2014 un ciclo titulado Salvaje, que se componía de diversos espectáculos de artes escénicas, pero también de actividades de formación, talleres, encuentros, juegos, etc. El elemento unificador venía dado por el espacio: el barrio madrileño de San Cristóbal de los Ángeles, un barrio situado al sur de la ciudad y distante del centro, de extracción popular, con una personalidad singular y también con algunos problemas económicos y sociales. Pese a que el barrio cuenta con algunas infraestructuras culturales y educativas y se desarrollan en él diversas actividades, queda fuera no solo de los circuitos turísticos, sino también del imaginario ciudadano colectivo en lo que a propuestas culturales se refiere. El conjunto de acciones del ciclo Salvaje pretendía, por tanto, una reivindicación del barrio, pero también una reivindicación de otros barrios y lugares, o, dicho de otra manera, planteaba de nuevo la democratización de la cultura, la conveniencia de dar visibilidad a “lo otro” y la creación, en un territorio que podría considerarse como irrelevante en el ámbito cultural establecido por la convención, de un espacio de belleza y encuentro. Su propósito está relacionado con lo que Rancière explicaba así:

Apoderarse de la perspectiva ya es definir la propia presencia en un espacio distinto de aquel del trabajo que no espera. Es romper el reparto entre los que están sometidos a la necesidad del trabajo de los brazos y los que disponen de la libertad de la mirada. Es finalmente, apropiarse esa mirada en perspectiva asociada tradicionalmente al poder de aquellos hacia quienes convergen las líneas de los jardines a la francesa y las del edificio social (2010: 65).

En lo que constituye una acción de carácter performativo, la actriz Iria Sobrado se sentaba en una banqueta en medio de una concurrida calle peatonal de una ciudad gallega. Se mantenía en silencio, quieta y mirando a un punto fijo e indefinido, ante la curiosidad o la indiferencia de los transeúntes. La espera, tal como la performer titulaba su acción, proponía con ella una relación metafórica con Clitemnestra, la heroína de la tragedia griega, y también un parentesco estético y emocional la generación de su(s) abuela(s), que esperaban continuamente el regreso de la mar de sus hombres. Pero más allá de la interpretación de la metáfora, su acción suponía una ocupación reivindicativa y poética del espacio público.

Fuera del ámbito propiamente dicho de las artes escénicas, merecería considerarse la iniciativa denominada Momento Verso. Un grupo de poetas acuden a un ámbito público muy concurrido en un día festivo: un parque, una plaza, etc., provistas de unas máquinas de escribir y se ofrecen a improvisar poemas sobre los temas que soliciten los transeúntes. De nuevo, la apertura inopinada de una ventana estética que se abre en la vida urbana, pero también la posibilidad de un imprevisto encuentro y de un inciso de calma en medio del ajetreo habitual.

Otros espectáculos/propuestas se basan en la posibilidad de intervenir un edificio específico, por razón de su singularidad. Pablo Fidalgo situó su Espanha. O Estado salvaxe. 1939 en el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO), de Vigo, edificio panóptico que había sido utilizado como prisión en la primera postguerra. Roger Bernat imaginó su Pendiente de voto para escenificarlo en diferentes parlamentos europeos, espacio que dotaba a la propuesta de su verdadero sentido, puesto que convertía a los espectadores en parlamentarios ocasionales, enfrentados a sus propias contradicciones (fig. 10).

La coreógrafa y bailarina Luz Arcas presentaba en 2016 y en el Museo Pompidou de Málaga, Chacona, sobre las obras de Sofía Goubaidulina y de J.S. Bach, un trabajo-espectáculo que se ofrecía como resultado de un taller con bailarinas jóvenes y actrices. La coreografía, que pretendía dialogar con las obras plásticas expuestas en las salas del museo, se exhibía ante los visitantes del Pompidou, en lo que suponía un proceso que comenzaba con la invasión-irrupción pero pretendía dejar paso a una invitación a mirar de otro modo –mediante el juego coreográfico– la obra que ocupaba las salas del museo.

La citada compañía Provisional danza, de Carmen Werner, ha presentado en diferentes lugares el espectáculo Los hombres también mueven paredes, a mitad de camino entre la danza contemporánea y la acrobacia o la acción física y enérgica de carácter deportivo. Se trata de una llamativa forma de ocupación de un edificio público con una voluntad espectacular, pero también de intervención sobre aquel espacio, que sugiere una acción transformadora de la realidad. Es relevante además el riesgo físico en los bailarines.

La compañía La tristura organizó en 2010 una Convocatoria Mundial de las Artes Escénicas en el edificio de Tabacalera en Madrid. Se trataba de ocupar artística, social y emocionalmente un edificio en desuso, pero que era a su vez, objeto de otra ocupación. La convocatoria no se llevaba a cabo como un acto beligerante, sino más bien –como rezaba el título– como una convocatoria, como una acción destinada a reunir y a sumar fuerzas. A lo largo de una jornada se reunieron en las dependencias del enorme edificio numerosos creadores de distintas disciplinas –sobre todo relacionados con las artes escénicas, pero también artistas pertenecientes a otros ámbitos– para realizar alguna tarea artística en aquel momento y para encontrarse con numerosos visitantes y curiosos. Se verificaba así una suerte de invitación utópica, con implicaciones políticas sociales y estéticas, combinada con un encuentro solidario y festivo.

La búsqueda de espacios estables, pero reducidos y de muy diferente factura de la que caracterizaba a los espacios convencionales, generó el amplio movimiento del teatro alternativo durante los años ochenta y noventa y ha continuado hasta nuestros días, aunque, a lo largo del siglo XXI, se han hecho evidentes tanto la crisis del modelo como su evolución y búsqueda de nuevas fórmulas, no siempre con la suficiente ponderación ni sosiego, pero también con algunos logros estimulantes. La exigüidad y la austera disposición de los espacios no solo responden a razones económicas –muy evidentes– sino también al declarado propósito de proponer maneras diferentes de ver los trabajos y de establecer una relación distinta entre quienes actúan y quienes miran. Frente a la pretensión de visibilidad, de afirmación, y hasta de ostentación en algunos casos, de los grandes teatros burgueses y de ciertos teatros institucionales, las salas alternativas parecen concebirse como lugares de resistencia y, curiosamente, con el transcurso del tiempo, esa resistencia adquiere a veces un cierto aire de clandestinidad, deliberada u obligada por las circunstancias. La perentoriedad convive con una muy reducida mostración y con la adquisición de ciertos usos que se aproximan más a lo clandestino o al ritual para iniciados que a la captación masiva de espectadores o a la presencia orgullosa en el espacio público. Esta deriva del proceso ha conducido sin embargo a algunas experiencias teatrales fructíferas, en las que el espectador experimenta una inusitada proximidad con el actor, comparte el espacio íntimo con él y ve neutralizada la tradicional distancia social entre ambos, lo que puede llevar hasta la dificultad para percibir la diferencia entre unos y otros. Todo ello procura una sensación de inquietud, pero resulta también estimulante.

 Si la línea anterior apuntaba hacia una expansión de las acciones escénicas, esta línea se caracteriza por una cierta forma de repliegue. Una hibridación de ambos procedimientos se produjo con el experimento que llevó a cabo durante años la sala El Canto de la Cabra, en Madrid, una sala de escaso aforo, pero de marcada personalidad y con una programación orientada hacia formas escénicas que pudieran entenderse como de vanguardia, que durante el verano programaba espectáculos y ciclos escénicos en la calle, en una plazoleta contigua a la sala teatral y habitualmente sin uso alguno. Pero El Canto de la Cabra, como otros espacios emblemáticos y ejemplares del teatro madrileño –por ejemplo la sala Labruc– se ha visto obligada a cerrar sus puertas. No obstante, se produce la paradoja de que muchos teatros grandes, públicos y privados, han habilitado en estos últimos años pequeños espacios, análogos a los alternativos, como si quisieran emular su estilo y sus propósitos. Junto a ellos se han mantenido algunos de los más veteranos y consolidados teatros alternativos y han ido surgiendo otros espacios de muy diversa naturaleza y propósitos, lo que prueba que se está desarrollando un proceso de transformación en este ámbito, cuyas consecuencias no somos capaces de prever. Entre los muchos que pudieran citarse están el Teatro del Barrio, con su inconfundible línea de programación, que ha apostado por un teatro político y crítico muy explícito. Pero como foco de resistencia, tal vez el más relevante sea desde hace unos años el Nuevo Teatro Fronterizo, con sede en La Corsetería e impulsado por el dramaturgo Sanchis Sinisterra, que ha convertido el espacio en laboratorio, lugar de experimentación, formación y creación y también en plataforma desde la que preparar trabajos que se mostrarán en otros lugares, lo que imprime una nota singular al espacio. Fuera de Madrid, es muy prometedor el anuncio de la puesta en marcha de la Sala Montiel, en un antiguo local de uso industrial de Santiago de Compostela, denominado con el apellido de su dueño. Está impulsada por Baltasar Patiño y pretende experimentar nuevas fórmulas de producción y exhibición alternativas para las artes escénicas.

La constricción del espacio se ha convertido también en un principio de acción fuera del ámbito de las salas. La posibilidad de llevar una experiencia escénica a espacios que proponen una coerción extremada o asfixiante, bien sea por su reducida extensión, bien por lo que significan o connotan (bien por ambas razones), se ha vuelto recurrente durante los años últimos. El uso, ocasional o estable, de domicilios particulares o de habitaciones de hoteles, para la realización de espectáculos es un síntoma de esta tendencia, pero adquieren especial relevancia propuestas como la de Punto muerto, el texto escrito por Blanca Doménech, que se ha representado en diversos urinarios masculinos, que acogen al único actor de la obra y a un número necesariamente reducido de espectadores que se agolpan en el exiguo, incómodo y desapacible espacio utilizado para el espectáculo. También merece atención el proyecto que se inició como Parking Matadero, que encerraba en un automóvil a actores y espectadores: las breves historias escenificadas acaecían en el interior del vehículo que transportaba a unos y a otros o se jugaba con las posibilidades que ofrece el enfrentamiento entre el interior y el exterior. La tensión de las historias tenía un correlato en una situación espacial de fuerte coerción. El actor gallego Quico Cadaval proponía conversaciones individuales en los escaparates de algún comercio. El dramaturgo Alfonso Zurro imaginaba obras muy breves que podrían acaecer en un trayecto en ascensor u organizaba una serie de pequeños espectáculos en habitaciones de hotel, en las que se apretaban los actores y los pocos espectadores que la habitación podía acoger.

En un curioso cruce entre la itinerancia y el espacio asfixiante y coercitivo podrían situarse algunas de las experiencias escénicas y políticas de Leo Bassi. Su iniciativa del “Bassi bus”, a la que invitaba a cuantos ciudadanos quisieran sumarse y que recorría, a la manera de un viaje turístico de signo inverso, lugares de la ciudad de Madrid cuya existencia resultaba vergonzante y era ocultada a la vista pública, supuso durante un tiempo una acre crítica política vertida desde el humor irreverente y paradójicamente festivo de un actor que se considera a sí mismo heredero de la tradición bufonesca y de la ilustración volteriana.

La relación entre artes escénicas y acción política parece cerrar un círculo de influencias y contaminaciones mutuas, en el que el denominador común puede encontrarse en una activa, intencionada, reivindicativa y poética presencia corporal en el ámbito del espacio público con una voluntad de encuentro y transformación, simbólica y real, de ese espacio.

 

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