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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.4 · OCUPACIÓN TEATRAL DEL ESPACIO PÚBLICO


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

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Las artes escénicas y la ocupación de los espacios

Pero si la acción política ha incorporado procedimientos escénicos hasta el punto de que la protesta se ha convertido en la práctica en un hecho representacional, la creación escénica ha reformulado su irrenunciable condición política y ha buscado nuevos caminos para su expresión. En las líneas que siguen nos asomaremos a aquellas que han procurado configurar nuevos lenguajes mediante su relación con el espacio, un espacio que, de una manera o de otra, se ocupa con una finalidad estética y política.      

La historia de las artes escénicas ha sido impulsada –alternativa o simultáneamente– por un movimiento centrífugo y por un movimiento centrípeto. Por un lado, el teatro ha pretendido la búsqueda de espacios habilitados para la representación, a cuyo uso exclusivo aspira, para los que progresivamente exige una mayor calidad y perfeccionamiento de los medios de que dispone, lo que asegura la buena factura formal de los espectáculos y la estabilidad de los profesionales, la significación de su trabajo y su visibilidad para el público y para la ciudad. La edificación de los grandes teatros por parte de la burguesía a finales del siglo XIX y principios del XX suponía su consolidación como clase dominante y su voluntad de disponer de unos espacios a la altura de su prestigio social. Los sucesivos proyectos de erigir teatros nacionales y, posteriormente y hasta nuestros días, de diversos teatros públicos, o de mejorar su calidad, responden al deseo de prestigio por parte de instituciones y colectividades y también a la exigencia de rigor y condiciones profesionales dignas por parte del sector. En cualquier caso, estamos hablando de una presencia relevante en el ámbito de lo público, de una ocupación de territorio físico y simbólico. Por otro lado, las artes escénicas han conocido –y conocen– una tendencia a la itinerancia, en ocasiones por pura necesidad de supervivencia y en otras porque se entiende que esa situación inestable y precaria asegura la libertad de acción, la independencia y la pureza en el ejercicio teatral. Además, la inestabilidad ha estimulado el deseo de ocupar nuevos espacios, de buscar lugares no connotados por el propio quehacer escénico o por alguna marca social a la que no se quiere estar vinculado, así como la posibilidad de llegar a nuevos públicos, diferentes de los que acuden a los lugares ya establecidos y consolidados. Históricamente la itinerancia ha evolucionado y ha promovido dos iniciativas muy diferentes, casi contrapuestas, aunque en no pocos casos hayan resultado complementarias y hayan sido llevadas a cabo incluso por las mismas personas o colectivos. Por una parte, ha optado por el impulso de manifestaciones escénicas festivas, provocadoras, reivindicativas o pedagógicas, más o menos estables o incluso institucionales, desarrolladas en la calle o en espacios no teatrales. Por otra, se ha esforzado en la creación de nuevos formatos de salas y en la utilización de espacios que tuvieron otros usos, fundamentalmente antiguos locales industriales o fabriles, con su siempre apreciable connotación artesanal o proletaria y con capacidad intrínseca de disidencia estética y política. Pero estos dos movimientos tienden a experimentar un continuo proceso de transformación, que revisa una y otra vez las propuestas y soluciones, en ocasiones como consecuencia de una evolución estética o social, en otras, motivados por la necesidad, económica y vital, que, no pocas veces, resulta acuciante.

Los inicios de la Transición parecieron traer una cierta euforia festiva, con la que pretendía celebrarse el final de la larga dictadura, pero también la reivindicación de la calle como espacio público, como lugar de todos, que había de ser ocupado físicamente para verificar esa condición de lugar común. No es extraño que algunas de las compañías de teatro independiente que habían ejercido alguna forma de itinerancia, pero también otros sectores relacionados con la escena y con la actividad política y social, impulsaran distintos tipos de actividad escénicas en la calle, justamente con el propósito mencionado. Els Comediants (fig. 5), La Claca (fig. 6) o La Tartana son algunas de las muchas que podrían recordarse. Varias de estas iniciativas se han consolidado y han mantenido una intensa y fecunda actividad hasta nuestros días. Así, Fira Tárrega (fig. 7 y fig. 8), que nace desde el magisterio luminoso de Els Comediants y su propósito de convertir la calle en lugar de fiesta popular y masiva, da origen al fenómeno de las ferias de artes escénicas, que han revitalizado poderosamente el sector y han impulsado singularmente las formas de teatro de calle, en cuyo emblema se ha convertido y ha inspirado a otras ferias en las que el teatro de calle tiene una importante presencia, tales como Lleida, Umore Azoka de Leioa (fig. 9), Donosti, Ciudad Rodrigo, etc. Y, si bien las ferias están concebidas para atender a los profesionales del sector y a la posibilidad de distribución y venta de los espectáculos (conforme al modelo de ferias en otros ámbitos productivos), las ferias todas, y singularmente las de calle, están pensadas como fiestas populares abiertas a la sociedad que las acoge. A mitad de camino entre la fiesta popular y lo que, con poca fortuna, se denomina “alta cultura” se sitúan los grandes festivales veraniegos de teatro y artes escénicas, ubicados con frecuencia en ciudades o lugares monumentales y dotados de una poderosa significación, bien teatral, bien histórica o artística. El Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro constituye tal vez su principal referente, pero son docenas los eventos institucionales que se desarrollan en muchos lugares de España desde hace décadas, que atienden a facetas muy diversas de las artes escénicas. Las ciudades que los albergan ofrecen entonces otras perspectivas y su actividad gira, durante unos días o unas semanas, en torno a esa exhibición escénica que las transforma. Muchos de ellos además incluyen actividades abiertas y de calle, de acceso libre y de amplia repercusión popular.

Junto a las ferias y festivales de gran formato y de pervivencia larga en el tiempo, se han desarrollado iniciativas que han tenido una vida más efímera y una más modesta economía, a pesar de su calidad y de su rigor. Un ejemplo señero lo aportaba el festival En pé de pedra, Danza para paseantes, que se celebró anualmente en Santiago de Compostela, entre 1995 y 2007, y que constituía una referencia en el ámbito de la danza contemporánea. El acceso a todos los espectáculos era gratuito y libre. Su desarrollo suponía la “ocupación” de diferentes lugares de la ciudad y realizaba una intervención amable, pero relevante, de aquellos espacios. La noción de danza para paseantes presumía el encuentro –previsto o inopinado– de ciudadanos, peregrinos, turistas o viajeros con los espectáculos ofrecidos, casi todos ellos en lugares abiertos (o “lugares de paso”), lo que acentuaba su voluntaria levedad o su perentoriedad, que contrastaba a su vez con la solidez de los edificios y los monumentos, y también con la exigencia estética y la contundencia de los trabajos exhibidos. Un evento como En pé de pedra (y otros semejantes) explora no solo la posibilidad de utilizar un espacio insólito para la exhibición de espectáculos escénicos contemporáneos, lo que facilita a su vez el diálogo con la belleza y la historia de una ciudad monumental y el intercambio de propuestas estéticas muy rotundas y diversas, sino que propone también una manera diferente de mirar la escena. Una de las impulsoras del festival, Ana Vallés, que lo dirigía junto a Baltasar Patiño, ha recurrido con frecuencia en sus propias creaciones al pensamiento de Didi Huberman, precisamente uno de los teóricos de la mirada2, quien propugna un permanente aprendizaje de esa acción aparentemente sencilla. Durante los días de En pé de pedra el ciudadano que se acercaba espontáneamente al espectáculo o se topaba inopinadamente con él no era, en consecuencia, un espectador al uso: no solo podía contemplarlo de manera más abierta o más libre, sino que su compromiso con lo que observaba estaba exento de las relativas obligaciones que imponen circunstancias como el pago por la entrada; la notoria incomodidad que podría suscitar el abandono, durante la representación, de la localidad asignada; el respeto debido a los demás espectadores y a los actores, etc. En estas circunstancias parece acentuarse el carácter festivo y voluntario del evento, proporcionado en gran medida por un espacio y un tiempo abiertos y por la apelación, implícita o explícita, a esa libertad de la mirada. Pueden discurrir por formas de singular placidez (el público puede elegir el lugar desde el que mira, “protegerse”, marcharse, etc.), o pueden revestir alguna forma de riesgo. Y desde la perspectiva de los creadores de los espectáculos y de los responsables de la organización del evento, la ocupación de la calle sugiere alguna forma de intervención y también una reivindicación de la ciudad -de su uso libre por todos y para todos- y una democratización del espectáculo mismo, lo que tiene mucho de festivo, pero que también puede rozar lo irreverente. Y, de nuevo y sobre todo, se erige como una afirmación política. Como ha explicado agudamente Rancière: “Si la experiencia estética entra en el terreno de la política, es porque ella también se define como experiencia de disenso, opuesta a la adaptación mimética o ética de las producciones artísticas con fines sociales” (2010: 64).

Ciertamente cabe plantear algo semejante para otras iniciativas, más o menos estructuradas, que han llevado las artes escénicas a sitios insólitos en los que el transeúnte se encuentra con una acción escénica, aunque los propósitos y el alcance de las diversas intervenciones sobre espacios no teatrales (otras ciudades, estaciones de metro o de ferrocarril, mercados, etc.) aportan diferentes matices. Nos detendremos solamente en unos pocos ejemplos de acciones realizadas en espacios exteriores y, continuación analizaremos brevemente acciones realizadas en el interior –o en torno a– algunos edificios relevantes.

El trabajo de Provisional danza, la compañía de la bailarina y coreógrafa Carmen Werner, titulado Calle 4 se mostró al aire libre en la ciudad de La Habana, en un espacio amplio y monumental, de límites muy difusos, lo que permitió que fuera contemplado por un público muy numeroso que se situaba y deambulaba con plena libertad. Calle 4 era un espectáculo abierto y expansivo, pero también delicado e íntimo, que parecía sugerir la condición de regalo a la ciudad y a sus habitantes: encuentros y abrazos entre los bailarines como parte de la coreografía; movimientos enérgicos, como es habitual en los trabajos de la compañía, pero atravesados por una cierta sensación de suavidad y de ternura; repartos e intercambios de flores entre los bailarines, etc. En la coreografía parecían apuntarse las nociones de solidaridad, de amistad, de encuentro. La utilización del agua, que arrojaban con fuerza unas mangueras, imprimía una cierta violencia o un cierto riesgo, pero también la sensación de limpieza, de purificación, de fiesta, tal vez incluso de sexualidad. La música de Ärvo Part y de Luis Paniagua insinuaba la noción de lo sacro, pero también de lo festivo, e impregnaba el espacio de solemnidad y alegría a un tiempo.

En una ciudad catalana, la bailarina y coreógrafa Lali Ayguadé presentaba su pieza Incógnito en una plaza urbana, en la que algunos espectadores que sabían lo que iban a ver convivían con gentes que se encontraban en aquel lugar para descansar, charlar o esperar. Para algunas de ellas, la irrupción de la bailarina se presentaba inicialmente como una intromisión, una invasión de su espacio íntimo, lo que parecía incomodarlas. Sin embargo, la exhibición de Incógnito podría entenderse precisamente como un modo de “salir al encuentro” del otro, tanto en lo que a la evolución de la coreografía respecta, como a su percepción por parte de unas gentes que rodeaban el espacio y adquirían la condición de espectadores más o menos formales o informales de un trabajo esmerado e intenso. Es de nuevo Rancière quien explica que:

La emancipación, por su parte, comienza cuando se cuestiona de nuevo la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones mismas del decir, el ver y el hacer pertenecen a la estructura de la dominación y la sujeción. Comienza cuando se comprende que mirar es también una acción que confirma o que transforma esa distribución de las posiciones (2010: 19).



2 Puede leerse al respecto, además del ya citado Supervivencia de las luciérnagas, el volumen Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 2011.

 

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