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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · “TEATRO DE LA EMOCIÓN”: COMPAÑÍA DE DRAMAS POLICÍACOS CARALT


Por Alba Gómez García
 

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Conclusión

En plena convulsión de los escenarios político y teatral, el actor y empresario Ramón Caralt Sanromá, encabezó una modesta compañía de teatro adscrita al subgénero del melodrama policíaco y consagrada al entretenimiento de un público popular. Su actividad escénica demuestra una concepción del teatro como medio lucrativo: la asiduidad a la práctica de la seudotraducción y la producción tan amplia como incierta de las obras escritas; la publicidad de las mismas, a menudo fraudulenta; la reposición de un repertorio propio, popular y anacrónico, en aleación con estrenos afines a este y a los géneros de mayor éxito del momento; una programación que alterna reposiciones y estrenos a un ritmo vertiginoso; y una escenificación convencional, dilucidan una compañía regida por un criterio estrictamente económico, que no se compromete en modo alguno con el arte.

Sin embargo, la formación no aparece ajena a la crisis política y social que atraviesa al país. El conflicto de algunas piezas del repertorio incide en temas especialmente controvertidos si se tiene en cuenta que los estrenos o reposiciones se efectúan en los últimos meses de 1930. Mientras que la mayoría de los textos –especialmente los escritos por Caralt hacia 1910– prodigan el discurso conservador propio del melodrama policíaco, otros, como El extraordinario caso del fiscal Freeman, Dictadura o La cartera del muerto, cuestionan la noción de justicia y, especialmente, la vigencia legal de la pena de muerte. Esta se presenta desde puntos de vista distintos pero el desenlace privilegia una concepción que disiente de la justicia institucionalizada, lo que no implica que el triunfo del bien sobre el mal empañe un final pretendidamente moralizante.

Otros temas secundarios pero habituales, sobre todo en las obras de repertorio de Caralt, son la geopolítica y la relación entre los gobiernos y sus ejércitos, el poder detentado por élites misteriosas, la corrupción de las instituciones, el espiritismo, la locura o la suplantación de identidad; temas que, de algún modo, remiten al trasfondo de las relaciones sociales durante la época de entreguerras, donde emerge el individualismo inconformista como medio de supervivencia en un mundo incierto. La suma de estos temas expresa disconformidad con el orden social establecido, solo hasta cierto punto. Antes, prevalecen el argumento folletinesco y el discurso maniqueo y conservador. Como poso, quedan los tópicos sobre otras culturas, especialmente la norteamericana, que estas obras introducen al público.

La crítica describe un espectador que antepone lo espectacular a lo teatral mediante un subgénero del melodrama que aquella considera agotado. Y es posible que así fuera: teniendo en cuenta que el mayor número de representaciones de la compañía se registra en las obras estrenadas hacia 1915; y la semejanza estructural y de los temas y arquetipos entre las piezas repuestas, el público bien podía deducir cualquier desenlace. Pero acaso exista otra razón que explique por qué, en 1930, aquel asistía a espectáculos que, como hecho cultural, socialmente no eran considerados “teatro de verdad”, sino una serie de historias –importadas de la novela o evocadoras de la nostalgia de los seriales de héroes del lejano cine primitivo–, escenificadas sobre las tablas. Nos inclinaríamos por el reclamo que constituye la experiencia colectiva de la emoción, la posibilidad de compartir con la “comunidad de espectadores” del teatro (Gubern y Prat, 1979, 22) un universo ficcional próximo al agotamiento. Pero no ignoramos que una interpretación en profundidad del fenómeno no prescindirá del análisis de otras compañías de teatro semejantes a la que aquí hemos estudiado.

Como empresario, Caralt demostró consciencia de sus posibilidades: lo que podía ofrecer y quién lo demandaría y, desde esta óptica, fue sensato mezclando su clásico repertorio con novedades temáticamente afines y, sobre todo, rentables. Su pragmatismo le dictó textos que aseguraran la uniformidad en los decorados para no comprometer la rentabilidad de la escenificación ni limitar tampoco las posibilidades de combinación de títulos en sesiones dobles diarias. Así, el primer y cuarto acto suceden en interiores amplios, salones, normalmente; despachos o gabinetes, en el segundo acto, y siempre con un mobiliario común –ventanales, chimeneas, armarios, cuadros– previsto para su utilización efectista.

La práctica de esta estrategia de programación debía ser asfixiante para el trabajo de los integrantes de la compañía salvo, quizá, para el veterano actor Caralt, autor de un repertorio que, a su medida, aprovechó durante años. La tiranía de la novedad que administró la cartelera del Teatro Pavón los últimos cuatro meses de 1930 –entre cinco y quince funciones por obra, de un repertorio de diecinueve: 202 representaciones en 103 días– subraya la faceta empresarial de Ramón Caralt Sanromá.

 

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